Destruir para crear
Hace poco más de cuarenta años, un grupo de artistas argentinos impulsó una estética de la no permanencia
La exposición Informalismo argentino, que presentó el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, actualizó un tema siempre de interés: la expansión del arte hacia experimentos más osados, y quizá más conceptuales, desde 1961. Durante ese año se produjo la ruptura con el "arte otro" y los informalistas, con el atrevimiento de la juventud, se convirtieron en el núcleo motor de un nuevo desarrollo artístico.
La pintura matérica y gestual, así como el assemblage, tuvieron sus primeras manifestaciones entre 1956 y 1957. Dos años más tarde se creó el Movimiento informalista, que integraron, entre otros, Alberto Greco, Kenneth Kemble, Mario Pucciarelli y Luis Wells. Por su parte, Clorindo Testa, Noemí Di Benedetto, Rubén Santantonín y Emilio Renart (la nómina podría ampliarse) actuaron de manera independiente. Las exposiciones de la mayor parte de estos artistas fueron recibidas con desconfianza --y con chanzas-- por el público y por la crítica.
En esas exhibiciones, Kenneth Kemble (1923-1998) presentó, con el título Paisajes suburbanos, una serie de assemblages realizados con viejas chapas de zinc, latas y otros metales herrumbrados. Alberto Greco (1930-1964) exhibió unas pinturas con grandes superficies casi monocromas, oscuras, alquitranadas y con texturas. Luis Wells (1939) mostró objetos realizados con materiales pobres, tomados del entorno cotidiano, y grandes plafonds colgados de los techos.
Es evidente que el informalismo fue menos un punto de llegada que un rito de pasaje, un umbral pleno de incertidumbres. Cuando empezaron a decaer las expectativas creadas por las nuevas prácticas, varios artistas intuyeron que era necesario profundizar las propuestas con independencia de las corrientes centrales. Como escribió el crítico Aldo Pellegrini, se debía "contribuir a la confusión general". La opción fueron las acciones y los objetos de marcado carácter individualista.
Greco decía que en los años cincuenta había creído "en la pintura vital, en la pintura grito, en la pintura como una gran aventura de la que podemos salir muertos o heridos pero jamás intactos". Cuando advirtió que sus deseos no se concretaban, derivó hacia las acciones: en 1962, en París, presentó la primera propuesta de Arte Vivo: Treinta ratones de la nueva generación. La obra consistía en un recipiente de cristal, con fondo negro, en cuyo interior correteaba ese número de ratones blancos (los treinta artistas argentinos que participaban en la exposición de la galería Creuze-Messine).
Existía en el arte de la época una notable tendencia hacia la eliminación de las fronteras de cualquier tipo. Había que salir del "marco" para abrir la creación hacia lo ilimitado. Los informalistas históricos se alinearon en una estética más cercana a Marcel Duchamp, a Kurt Schwitters, a dadá. En todas esas experiencias existió una idea sobre la temporalidad del arte, se trataba de realzar el carácter efímero de la obra para destacar el estatuto de "acontecimiento". De manera coincidente, Harold Rosenberg hablaba en esa época de una "estética de la no permanencia".
Arte destructivo
La experiencia de Arte destructivo, que se presentó en la galería Lirolay en noviembre de 1961, estaba ligada a cierta sensación colectiva. No eran tiempos de calma. En un diario de Buenos Aires, en esos días, se afirmaba: "Acaso en momento alguno de la llamada guerra fría, como en el presente, se ha vislumbrado con relieves más sombríos el peligro de una guerra nuclear, a raíz de la crisis originada por el problema de Berlín".
Un grupo encabezado por Kenneth Kemble, a quien acompañaban Luis Wells, Enrique Barilari, el fotógrafo Jorge Roiger y otros, presentó en la galería Lirolay la exposición Arte Destructivo. En la sala apenas iluminada, los heterogéneos objetos semidestruidos (por accidentes o por la acción de los artistas, quizá por ambas causas) se habían transformado en irónicas "obras", menos de arte que de antiarte. Ninguna de las piezas exhibidas poseía identificación del autor, todo estaba cuidadosamente oculto en la acción colectiva. El conjunto tenía un hilo conductor: el desastre. Parecía una muestra de residuos y de basura, de accidentes y de muertes, de ruidos, de parlamentos casi incompresibles y de "música" producida con toda clase de objetos a modo de instrumentos musicales.
En 1966, cinco años después de la muestra Arte Destructivo de Buenos Aires, Gustav Metzger y John Scharkey organizaron en Londres el Simposio sobre la destrucción en el arte. Se reunieron allí, en un congreso internacional, multicultural y multidisciplinario, las diversas experiencias ligadas a ese tema. Un comunicado de prensa anunciaba: "El catastrófico incremento en el potencial destructivo del mundo desde 1945 está indisolublemente ligado a las tendencias más inquietantes del arte moderno, y a la proliferación de los programas de investigación en nuestra sociedad".
Asistieron muchos artistas, mientras que otros sólo enviaron documentación acerca de sus trabajos en el campo de la destrucción en el arte. Según se informó, fue la mayor concentración de artistas de vanguardia en Londres desde los años treinta, en tiempos del surrealismo. Llegaron de Europa, los Estados Unidos, América del Sur y Japón. Durante tres días, y no sin inconvenientes con la policía, cincuenta artistas europeos y norteamericanos (Günter Brus, Jean-Jacques Lebel, Otto Mühl, Herman Nitsch, Yoko Ono, Wolf Vostell, Jean Tinguely, el grupo Fluxus, el grupo ZAJ de España, etcétera) realizaron diversas intervenciones. Entre los que enviaron documentación, estaba el grupo de Arte destructivo de Buenos Aires, que presentó fotografías y cintas grabadas. Luis Wells asistió en representación del grupo argentino.
En 1968, en Nueva York, se realizó la manifestación colectiva Arte de destrucción-destruir para crear, en el Museo del Finch College de Nueva York. Lucio Fontana asistió al encuentro, en una de sus últimas apariciones en público.