Desesperación y verdad
En 1955, luego del derrocamiento de Juan Domingo Perón, Jorge Luis Borges es designado director de la Biblioteca Nacional. La decisión representa para él un reconocimiento y una condena: ahora que tiene tiempo y una cantidad infinita de libros para leer, ha perdido definitivamente la vista. Es un ciego que dispone de una biblioteca interminable. Como Borges era Borges, la paradoja lo lleva a escribir un texto hermoso, casi zumbón, el “Poema de los dones”.
En una categoría completamente distinta, por supuesto, vivo actualmente mi propia paradoja: ahora que soy dueño de una librería y cuento con miles de libros para leer, no tengo el tiempo para hacerlo. Tampoco fui capaz de escribir ningún poema, apenas textos como este. Los libros que aguardaban en vano a Borges pertenecían a un legado cultural. Las librerías trabajan, en cambio, con títulos relativamente nuevos o de autores contemporáneos. No me quejo: puedo ojear sin costo ejemplares que de otra manera no llegarían a mis manos. Calibro el ritmo, desesperante, de la aparición de las novedades: todos los meses cajas con títulos que comprimen la ansiedad y la expectativa de sus autores (si supieran que la atención dura apenas unos días; que ya corre, inexorable, el tiempo del olvido).
Así las cosas agarro al azar algunos títulos y comienzo una lectura distraída de las primeras páginas, de parado, impaciente por pasar al que sigue. A veces la pierna o el brazo se me acalambra, la postura me incomoda, y eso significa que el libro me interesó: entonces voy a sentarme y al rato estoy sumergido en una nueva lectura como sin quererlo. No pasa mucho, pero a veces pasa.
La última vez fue esta semana con una biografía sobre Mario Levrero escrita por Mauro Libertella y publicada en 2019. Es un libro breve y bien escrito. Debo agradecerle el hecho de haberme devuelto las ganas de leer, una vez más, a Levrero. De casualidad (¿o no tanto?), este año se editaron al menos dos libros del escritor uruguayo fallecido en 2004: Cartas a la princesa y El portero y el otro.
Este segundo volumen es una reedición de un libro de 1992 que contiene trece relatos (con toda la originalidad que suelen tener los cuentos de Levrero), dos piezas de carácter autobiográfico (“Apuntes bonaerenses” y “Diario de un canalla”) y una entrevista que el autor se hace a sí mismo en noviembre de 1987 (“Entrevista imaginaria con Mario Levrero por Mario Levrero”). Estos tres textos, que cierran el libro, pertenecen al período en que el escritor vivió en Buenos Aires, empleado en una revista de crucigramas.
El tono confesional ya es el de su obra clave, La novela luminosa (“Sé que mi literatura es un arte menor. Pero también sé que es un arte. La valoro como algo auténtico”). ¿Qué es el arte para Levrero? “El intento de comunicar una experiencia espiritual”. Es lo que se propone en “Diario de un canalla”: volver a escribir luego de una operación en la que creyó que iba a morir. En sus palabras se aúnan desesperación y verdad: “Escribo para escribirme yo. No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”.
En el patio de su oscuro departamento aparece un pichón de gorrión que no sabe volar. En ese gorrión cree ver una experiencia espiritual, una metáfora de su vida porteña, sin mujer y en soledad. El pájaro se salvará, como Levrero logró salvarse de los médicos. Y en el intento de realizar una especie de terapia grafológica (como lo hiciera luego con otro libro único, El discurso vacío) nos deja iluminaciones como esta: “Una vez que la sociedad o parte de ella pierde la noción de alma, o de espíritu, y trata al ser viviente desde el punto de vista meramente material, en adelante la tortura y el crimen advienen casi naturalmente, como corolario. ¿Qué mal puede haber en destrozar un objeto?”. Sus palabras resuenan de una manera muy especial en tiempos turbulentos como los que nos toca vivir.
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