Demoledor relato filosófico
En su octava novela, que cruza la ficción y el ensayo de tono nietzscheano, Gustavo Ferreyra reconstruye cien años en la historia de una familia signada por la locura y la tragedia
Relato de cronología descoyuntada y alternancia de voces narrativas, en ésta, su octava novela, Gustavo Ferreyra (Buenos Aires, 1963) disecciona, sin contemplación alguna, tres generaciones de Correa Funes –familia signada por la locura–, a lo largo de cien años. Al comienzo, el lector es interpelado por la voz torturada y biliosa de Sergio Correa Funes, personaje que, por sus características distintivas, no podría sino ser una creación de Ferreyra. Se trata, pues, de un "pequeño sujeto sin destino", de alguien que dice de sí que sin decidir, decidió.
Podría pensarse que Sergio, filósofo frustrado que trabaja en el sector de informática de un banco, marido de una mujer "casi linda" a la que sólo lo une la desgracia (sellada ésta con la muerte de sus dos hijas, ambas víctimas de una enfermedad genética), es un magnífico cero a la izquierda, por ponerlo en los términos del Robert Walser de Jakob von Gunten. Sin embargo, y aquí estriba su filiación con la mayoría de los personajes del autor de El director, Sergio tiene un discurrir mental febril y laberíntico del que emergen pensamientos oscuros, ponzoñosos. "Siempre fui apocado fuera del caparazón y tremebundo adentro", dice Sergio, honrando a su estirpe. O bien: "No me gusta la vida, desde ya, pero me gusta mi conciencia". Sergio sostiene que la familia, como organización social, constriñe brutalmente al individuo, lo convierte en un mero servidor, en esclavo de los lazos de sangre. Quiere cortar amarras, dejar de ser el "alumnito" eterno, ese lugar humillante que a él le reservó la vida. No puede hacerlo solo; además no es, para él, únicamente una causa personal, sino un asunto que le compete a la humanidad toda, tal su grado de mesianismo. Por lo tanto, aun desde su inferioridad, fantasea con la idea de erigirse en líder de un movimiento que tenga por finalidad destruir a la familia, puesto que, "mientras haya familias, el individuo es una hipótesis más o menos a confirmar".
Para Correa Funes, la familia está regida por la hipocresía, la perversidad y, sobre todo, la animalidad. La animalidad es, para el humano, "su mayor desdoro, su mayor vergüenza, la única pero terrible herida para su altivez". La familia es una jauría cebada a merced del instinto; una jauría cuyos miembros, despeñados a lo más bajo de la condición humana, terminan por dañarse unos a otros, hasta la sangría. La guerra que plantea Correa Funes es, al cabo, entre el Sujeto y la Vida. De hecho, el libro incluye, a modo de apéndice, un ensayo de cuarenta páginas titulado "Vida y Sujeto" en el cual Correa Funes le confiere sustento teórico, filosófico, a esta guerra de la que, llegado cierto punto, será imposible sustraerse. (Como es imposible, cabe señalar, sustraer el cuerpo de la experiencia de lectura que deparan los textos de Ferreyra. Porque no sólo es exigente desde el punto de vista intelectual, sino que además la lectura tiene notables implicancias físicas. Similar a lo que ocurre cuando se lee, por ejemplo, a Céline, de quien no casualmente Correa Funes cita un pasaje perteneciente a Viaje al fin de la noche). El tono del ensayo es de raigambre nietzscheana, sí, pero lejos de rendir pleitesía al autor de Ecce homo, lo pone en discusión ("¡Cuán equivocado estaba Nietzsche al figurarse al egoísmo como fuerza de la Vida! ¡El desinterés es la fuerza de la Vida! Y es una fuerza en decadencia. El egoísmo, fuerza del Sujeto, está en ascenso rumbo a su cenit".)
Asimismo, si bien el ensayo está firmado por Sergio Correa Funes, y aun cuando sea discutible de principio a fin, lo cierto es que en él la prosa de Ferreyra logra, incluso para sus estándares, una libertad inusitada, que parece conducirlo a un punto sin retorno. En el futuro que profetiza La familia, en el año 2106, o sea, más de setenta años después de la muerte de Correa Funes, éste no sólo se habrá vuelo un estandarte de las luchas antifamilia, sino que también multitudes correístas se movilizarán en Nueva York, decididas a fundar allí la "primera ciudad del Sujeto".
Dicho esto, bien vale consignar que Correa Funes, sujeto contradictorio al fin, en cierto momento de la novela se ve tentado a deponer sus armas, a renunciar a su cruzada contra la Vida, y a formar una nueva familia con Flor, compañera del banco por la que se separa de su mujer.
Pero no hay, para los personajes de Ferreyra, ninguna posibilidad de redención, no hay acaso ni siquiera salvoconductos. En este caso, Correa Funes es un "damnificado" por la familia y su mácula es perenne.
¿Qué hay entonces de sus antepasados? Su padre es dueño de una originalidad tendiente "más bien a la horripilancia". Cuando joven, combatió durante la Segunda Guerra Mundial en las filas de las Fuerzas Francesas Libres. A su regreso al país, conspiró contra Perón, hecho por el cual tuvo que escapar a París, donde vivió algunos años. Su relación con Sergio está marcada por el miedo y la violencia. De hecho, Sergio empieza leer con voracidad por miedo a que su padre lo mate mientras duerme. Para él su padre convierte "la alegría en miseria y en drama". Por su parte, su abuelo es un estanciero cordobés, ufano de su prosapia y al mismo tiempo horadador de convencionalismos sociales. Tiene si se quiere una locura de índole silvestre y un gran desapego cimentado en "la teoría de la utilidad marginal".
La familia es, en suma, una novela demoledora, no exenta de sordidez y aun de fárrago, en la que refulgen la lengua de Ferreyra, rica en arcaísmos y en un uso ladeado de palabras cotidianas, amén de sus diminutivos diabólicos, y la pregunta, presente en toda la obra del autor, por los límites del realismo, por las formas de representación. Deja además una inquietud perturbadora, insoslayable, sobre aquello que anida en toda familia.
La familia
Gustavo Ferreyra
Alfaguara
532 páginas
$ 259
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