Delicias de la vida porteña: una pequeña historia de amor
—¿No podría cantar algo en francés? —se escuchó el pedido amable de una voz amiga disipándose entre los aplausos.
—No… Es que esta noche es en castellano —se disculpó la cantante con una suave sonrisa mientras acomodaba el flequillo de su melena roja y afilaba la mirada buscando al interlocutor en la oscuridad del público— ¡Claro que es la chanson! pero no me puedo traicionar.
Miércoles por la noche en Clásica y Moderna. La cantante en escena es la mezzosoprano francesa de origen croata (exYugoslavia) Vera Cirkovic y el espectador que pide con un dejo de nostalgia su deseo como un favor, uno de los francófilos más notables de Buenos Aires, el doctor Sabsay, erudito del arte, la historia y la cultura de la ciudad de la luz. Esa noche llegó de casualidad. Venía de escuchar a su amigo Puricelli, integrante del coro de la Iglesia del Salvador que acababa de dar un concierto con música desconocida de un compositor japonés. ¡Pequeñas delicias de la vida porteña! Recordó haber leído en LA NACION que la mítica librería de la Avenida Callao 892, vecina del Salvador, había reabierto sus puertas después de cinco años, con sus tradicionales shows del restaurant-café. Allí estaban a la vista de todos, los anaqueles repletos de libros, las paredes de ladrillo, la vidriera, el clima intacto de calidez e intimidad que la caracterizó siempre ¡y hasta el piano negro de Roberto Sánchez! un piano Essex de cuarta cola que el propio “Sandro de América”, el ídolo gitano, le regaló a Natu Poblet, inolvidable dueña y alma mater de la firma devenida símbolo de las letras en el corazón de la ciudad. Lo que no esperaba era reencontrarse con la música y las añoranzas de las canciones de Barbará en un afiche que invitaba “todos los miércoles de junio y julio ‘Vera canta Barbará’”.
Canta y cuenta con una intensidad propia, en las letras traducidas por José María Perazzo, la anécdota de las composiciones que grabó en un álbum con Lito Vitale y ahora interpreta en vivo acompañada al piano por Alejandro Manzoni. Y a medida que recorre cada pequeña historia, los secretos de una niñez triste, las despedidas, las obsesiones y la soledad de la cantautora pionera que vestida de invariable negro erigía la leyenda del género chanson, va revelando los sabores de su arte, los colores entre el susurro, el recitado y el canto en los fatales bordes del “pasaje”, ese lugar incómodo y agotador en que la voz cambia su registro, y unos intervalos del grave al agudo que al cabo de varias canciones hacen la marca reconocible de un sello personal, ícono de los 60 en la París que quienes la amaban en la juventud, hoy tanto la añoran. Nació en 1930 como Monique Serf pero se la conoció como Barbará, a secas, sin más nombre ni apellido que el seudónimo tomado de su abuela Varvara (una rusa judía emigrada de Odessa) y un apodo sugestivo: la dama de negro de la chanson française. Decía de sí misma no ser la poeta, la heroína ni la intelectual que pretendían de ella. Solo “una mujer que canta”, y sobre todas las cosas, una que profesaba su amor más grande no a los hombres que fueron su pasión, sino al público, una entelequia que en su caso fiel, fuera de todas las modas, la acompañó hasta su muerte a los 67 años, cuando el lema de su vida se hizo realidad: “Es cantar o morir”.
Por eso y antes de ceder al pedido de Sabsay, en su homenaje de los miércoles, Vera, como Barbará, se despide con Ma plus belle histoire…, un recuerdo del amor temprano, aquel por el que sufren y se alegran, por el que sueñan y perseveran los que han nacido para cantar. —¡Porque mi historia de amor más bella, son ustedes, el público! —dijo con acento en su lengua adoptiva, el castellano, y un guiño a su esposo, el excepcional tenor Darío Volonté. —¡Mais bien sûr, c’est la chanson française! —se acomodó decidida su melena bob (el peinado rebelde de la mujer emancipada hace más de un siglo), tomó una partitura y con un charme infinito, Vera cantó Barbará en francés.
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