Del periodismo como una de las bellas artes
Hablaba con el mismo interés y el mismo conocimiento minucioso de cómo había comprado (¿en París?) una pintura de Jean Dubuffet, y decía las cosas más inteligentes del pintor y también, sin solución de continuidad, de Sidney Bechet o de Bix Beiderbecke (uno de su grandes amores jazzísticos, al que le dedicó un libro entero), del tango de la guardia vieja, o de Gustav Mahler. Esto, que parecía normal en él, y acaso lo sea en algunos pocos más, constituía en realidad una auténtica anomalía en la cultura, y ni hablar en el periodismo. Hermenegildo Sábat fue sin duda un enorme periodista, el mejor de todos en este tiempo. Digámoslo: el mejor periodismo se hace también sin palabras. A veces es incluso más contundente. Cuando pienso en Sábat pienso en un hermano suyo en la distancia: Honoré Daumier. Los dos fueron maestros: el rioplatense, de la opinión de actualidad; el francés, de la crónica.
Pero Sábat fue el mejor periodista porque a la vez que periodista era más –y quizá menos– que un periodista: era un artista, y un artista ávido de otras artes. Esto queda claro en sus libros. ¿Qué es esa obsesión por –al margen de las demandas del diario– dejar testimonio de los artistas que amaba? El periodismo y el cariño lo volvieron un artista figurativo. Sus libros sobre jazz son el ejemplo mayor. Ahí está su masterpiece, Jazz a la carte. Todos conocimos (conocemos) ese libro. Pero sería injusto limitar su ámbito artístico al jazz, que era la música que más amaba.
Sin embargo, eso no es todo. ¿Cómo no recordar Función de abono, ese libro cercano con los retratos de compositores y ejecutante, resultado de su trabajo para la revista del Teatro Colón. "Su" Alban Berg, "su" Richard Strauss, "su" Mahler eran más reales que los retratos de época o las fotos que conocemos de ellos. Sus dibujos eran figurativos, pero jamás realistas: encontraban una verdad interior.
Hay un libro al que casi nadie le presta atención. Me refiero a Girri&Sábat. Galería personal, que publicó Sudamericana en los años setenta. La contratapa, seguramente escrita por Enrique Pezzoni, explica sin rodeos las intenciones: "Un gran poeta y un gran dibujante emprenden la aventura de imaginar el museo ideal: el museo que no sofoque, en la promiscuidad, esa inmediata fascinación que las grandes obras ejercen sobre nosotros".
Lo que hacen Girri y Sábat allí no es sencillo de explicar. El trazo de Sábat se pliega miméticamente a los objetos sobre los que escribe Girri: Klee, Bosch, Holbein. "Museo: por fuera lo cambiante, por dentro evasión". Nadie más alejado del periodismo que Girri (maestro de la poesía moderna en castellano) sacó lo mejor de Sábat: un Zelig que, contradictoriamente, no deja nunca de ser quien es.
Gracias a la intercesión de Jorge Mara, nuestro galerista más culto, que lo conocía desde los tiempos orientales (de Uruguay), almorcé varias veces con él; una de ellas fue cuando la galería de Mara montó una muestra excepcional de fotos de músicos de jazz. El efecto era curioso. La verosimilitud extrema, tremendamente aguda, de los retratos en blanco y negro de Don Hunstein de Miles Davis o de Francis Wolff de Herbie Hancock resultaba menor que los retratos rabiosamente coloridos de Sábat. El blanco y negro parece más real que el color. Sábat hizo del color una variedad del drama: el realismo del artificio.
Tanto como amaba a Dizzy Gillespie (quería ponerle su nombre a una ola), Sábat amaba a Felix Mendelssohn, sobre todo por su Concierto para violín. Se entiende. Igual que Mendelssohn, conoció el desorden (artístico, político, todos ellos), pero se dedicó a ordenarlo de una manera clásica para que nosotros pudiéramos comprenderlo.