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De la política a la ficción en una autopista de ida y vuelta, el año que vivimos en peligro también consagró al meme como unidad visual contemporánea. Una simple búsqueda de Google es elocuente en este sentido: a la entrada “Bernie Sanders” le corresponde como resultado, en primer lugar, “Bernie Sanders partido”, y luego, “Bernie Sanders meme”. Si se hace clic en esta última opción aparece un friso de imágenes con intervenciones anónimas sobre una foto del senador demócrata del ala izquierda de piernas cruzadas y con unos mitones tejidos, en la asunción de Joe Biden.
Es como una cinta sinfín de memes cuyo scroll pareciera tener fondo en el mismísimo núcleo de la tierra. Este uso paródico de un político global nace y se reproduce en el ciberespacio, donde estas unidades de replicación cultural (tal como las definió el genetista Richard Dawkins en 1976) se desarrollan en el mismo tiempo meteórico en el que desaparecen.
Literalmente meteórica, en el sentido geológico puro, es Don’t Look Up, la película estrenada por Netflix en la última semana de 2021. La sátira política de Adam McKay intentó ser un fresco hiperrealista del presente con su repertorio de fake news, un Salón Oval esperpéntico que alimenta el abismo social y el meme como forma concentrada del sinsentido. Así, el film produjo sus propios memes sobre la imagen colérica de la doctoranda en astronomía Kate Dibiasky (Jennifer Lawrence), cuya revelación en un set de televisión de que un cometa tendrá un impacto apocalíptico en la Tierra es minimizada por los conductores de un show de noticias.
A esas imágenes generadas por haters negacionistas que la película muestra en un flash le siguen metamemes (memes de otro meme) que explotan el gesto desesperado de Dibiasky para resignificarlo ya fuera de la ficción. Tal como había pasado en la política en el principio de 2021, cuando los usuarios de Google buscaron más los memes de Sanders que su propio perfil. Para muchísimos, aquella imagen de los mitones es la única reconocible del demócrata.
Nada muy diferente de lo que pasa con los retratos burgueses neoclásicos que admiramos por su técnica pictórica sin tener en cuenta a sus modelos. ¿Y qué decir de Gioconda? Su único rostro es el de la pintura de Leonardo a la vez convertido en imagen absoluta del arte. Si fuera aventurado afirmar que el renacentista pintó el primer meme (sus invenciones parecen crecer conforme el mundo se reinventa) no lo es en absoluto decirlo de la intervención que Marcel Duchamp hizo en 1919 sobre una postal barata impresa con la Mona Lisa, a la que le dibujó un bigote y la sigla “L.H.O.O.Q” (que encierra un juego de palabras para decir algo así como “ella tiene el culo caliente”). Todo lo que reconocemos hoy como un meme digital ya estaba ahí (apropiación, sarcasmo, composición de texto e imagen), excepto la potencia viralizadora de la internet 3.0.
Presenting: Lofi Bernie Sanders. pic.twitter.com/BIKFjaabYO
— GOOD (@good) January 20, 2021
El chiste aquel de Duchamp anticipó el síntoma del arte posmoderno al que llamamos contemporáneo hace más de cuarenta años. La idea de que no hay un pasado que romper sino más bien que parodiar, reusar y recontextualizar parece haber migrado de los artistas a los usuarios, que en su producción bárbara devienen -si no artistas- al menos productores de cultura visual contemporánea. Y no ya trabajando sobre la historia de las imágenes sino más bien sobre su presente a un ritmo tan frenético que a veces no queda claro qué fue primero, porque los memes parecen invertir el circuito de recepción.
Si los consumidores mass-mediáticos antes comentaban lo que había sido escrito o transmitido (“lo dijeron en la tele”) ahora son los mass-media los que compiten para mostrar los memes producidos por los antiguos destinatarios de su discurso que ya no comentan entre sí sino que lo hacen para la misma audiencia. Las noticias se alimentan así de la interpretación, la parodia o el comentario de las mismas noticias en una suerte de loop de información, recepción y reversión.
El arte contemporáneo -tal como lo conocemos- podrá permanecer ajeno a este movimiento en las capas tectónicas de la cultura visual en su circuito de ferias y bienales, pero es en el arte popular digital (cuya circulación ya es sofisticada más allá de la complejidad del meme) donde a la Gioconda le sigue creciendo la barba. Parafraseando el hit del grupo tecno pop The Buggles en 1980 (“Video Killed the Radio Star”) cabe en 2022 preguntarse al menos: ¿Los memes están matando a la estrella del arte contemporáneo?
Si el ready made de Duchamp (la obra cuya materialidad la preexiste) es el abecé del artista contemporáneo, no lo es en absoluto para la horda de productores de imágenes a la que la teoría de la información llama CGU (contenidos generados por usuarios), pero es en ese aparente desconocimiento donde radica toda su potencia. Fue en el best seller The selfish Gene (El Gen Egoísta, las bases biológicas de nuestra conducta) donde el biólogo inglés Richard Dawkins (Nairobi, 1941) expuso por primera vez la palabra para establecer una analogía de la civilización con la cadena genética. Decía en la página 215 de la reedición de 1993 publicada en español por Salvat: “Necesitamos (…) un sustantivo que conlleve la idea de una unidad de transmisión cultural, o una unidad de imitación. ‘Mímeme’ se deriva de una apropiada raíz griega, pero deseo un monosílabo que suene algo parecido a ‘gen’. Espero que mis amigos clasicistas me perdonen si abrevio mímeme y lo dejo en meme. Si sirve de algún consuelo, cabe pensar, como otra alternativa, que se relaciona con ‘memoria’ o con la palabra francesa même “.
Dawkins exponía allí ejemplos de memes (tonadas o sones, ideas, consignas, modas en cuanto a vestimenta, formas de fabricar vasijas o de construir arcos) para concluir que “al igual que los genes se propagan en un acervo génico al saltar de un cuerpo a otro mediante los espermatozoides o los óvulos, así los memes se propagan en el acervo de memes al saltar de un cerebro a otro mediante un proceso que, considerado en su sentido más amplio, puede llamarse de imitación”. En el extremo de su análisis el biólogo inglés daba cuenta del mayor meme de la historia humana: la idea de Dios.
Memoria colectiva
“En el sentido semiótico, un meme puede ser cualquier tipo de texto: visual o sonoro. El comienzo de la Quinta Sinfonía de Beethoven para indicar suspenso es una especie de meme sonoro y lo mismo pasa con el riff de Smoke on the water (Humo sobre el agua) de Deep Purple. Es una unidad que permanece en la memoria colectiva y circula aunque muchos no sepan ni siquiera de dónde viene. Lo mismo la fórmula de Einstein de la teoría de la relatividad que se reproduce fuera de contexto aplicada con propósitos múltiples. O la imagen del Che de Korda”, razona Carlos Scolari, investigador argentino de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y autor de Cultura Snack (2020), donde historiza los microformatos de la comunicación y la cultura.
Desde este punto de vista, algunas obras más cercanas en el tiempo que la Mona Lisa aplican la lógica del meme. En Antiafiche (1969), Roberto Jacoby había tomado la foto icónica del Che a la que refería Scolari en diálogo con LA NACION para hacer una crítica de la imagen revolucionaria devenida en consumo pop. A la fotografía de Korda le agregó un texto, “Un guerrillero no muere para que se lo cuelgue en la pared”, y la incluyó en la revista Sobre (el Museo Reina Sofía imprimió 20 mil copias en 2011) . En 2021, una panadería de Buenos Aires exhibía en su mostrador la impresión de un meme con una reconocida escena de Los Simpson y un texto en una tipografía muy similar a la de Antiafiche que advierte sobre el uso del barbijo en el local. No necesitan entrenamiento en Photoshop sino que el meme que salió del espacio virtual fue realizado en plataformas muy extendidas como Meme generator.
Desafiando el uso que hace el marketing (“Don Draper vivía obsesionado con crear memes para sus clientes”, piensa Scolari), los memes suelen adoptar formas de contraestrategia publicitaria. Responden en tiempo real a la expectativa alimentada por el exceso de trailers (otro formato de la Cultura Snack) que muchas veces resultan tan esmerados que terminan por deslucir el producto final. El meme puede funcionar así como un contra-trailer adoptando algunas estrategias del arte conceptual político de los años 70. Es el caso de una obra como Inserciones en Circuitos Ideológicos del brasileño Cildo Meireles (Río de Janeiro, 1948) quien utilizó como soporte botellas de Coca Cola que volvían intervenidas al circuito de distribución con frases impresas (“Yankees Go Home!”) y desdecían la naturaleza del producto aunque, como en el caso de Jacoby, mantenían su forma pop.
De nuevo, solo pueden pensarse hoy como protomemes ya que estaba ahí ausente la característica nuclear de la forma. Como lo enuncia Scolari: “Si hubiera que hacer un identikit del meme habría que decir que es necesario que el formato facilite la digitalización y exacerbe una de sus características: ser transformado”. Así es como la foto de Bernie Sanders empezó como meme en un tuit a la que apenas se le agregaba un epígrafe, siguió sobreimpreso a la imagen del trovador Nick Drake en la tapa del álbum Bryter Later (1973) y terminó ocupando un asiento en el Metro de New York con auriculares en los que suena una música chill out.
Este antecedente en el conceptualismo latinoamericano reaparece hoy en el uso que se hacen de los memes no solo como parodia de los discursos políticos sino como arma visual de información en un régimen con altos niveles de control y censura como el de China. En el libro Memes to Movement (2019) la tecnóloga An Xiao Mina los define como “el street art de la vida social digital” y expone un singular caso del uso de los memes como contrapropaganda para denunciar la polución ambiental en Beijing.
Tal la historia de la película documental Under the Dome donde la periodista Chai Jing exponía la gravedad de la crisis ambiental en el gigante asiático. Con 150 millones de vistas, el film se volvió viral hasta que apenas una semana después de su estreno fue retirado por el aparato de cibercontrol chino. “Aún así ya era demasiado tarde”, explica Mina. “La cultura meme se basa en las posibilidades que tiene la gente común para editar videos y muchos son capaces de copiar y pegar imágenes y clips diseminando fragmentos de la película o memes elaborados a partir de estos. Eso provocó una conversación online ininterrumpida sobre la polución en China”. Cualquier coincidencia con la ficción (Don’t Look Up) es pura coincidencia. ¿Será?
Este tipo de memes más complejos, que expanden la imagen fija con texto, no pueden pensarse sino en el cruce de una genealogía del videoarte (y su primo pop bastardo el videoclip de los 80 y 90) con la democratización de las herramientas de edición digital y la aceleración de las plataformas. La aparición de YouTube (2005) como el mayor archivo audiovisual de la historia resulta central en la historia de la forma meme. Así es como en el libro Colabor_arte (La Crujía, 2012), Scolari y Damián Fraticelli (UBA) estudiaron dos fenómenos que estuvieron en la antesala de esta explosión cotidiana. Por un lado, todas las producciones generadas por usuarios a partir de la serie Lost, un repertorio inagotable de parodias, remixes y mashups (cruces con otras películas y series) y el hit viral conocido como Trololo, una filmación de la televisión soviética que se popularizó en 2011 .
El original que mostraba al artista del pueblo 1974 Eduard Anataloyevich Jil tarareando una melodía sin letra llamada “Estoy contento de volver a casa” no tenía la más mínima ironía en la antigua URSS, pero su reaparición en el contexto digital y global lo convirtió en materia prima para los caníbales de la plataforma. Así, apunta Fraticelli, las parodias practicadas sobre Trololo (nombre popularizado por la fonética de la canción) daban cuenta de dos cambios significativos: usos del videoarte y la televisión sobreeditada de los 90 (el programa El Rayo) que habían pasado al dominio público y la viralización de una imagen a priori extraña. “Cualquier texto de la cultura, por más desconocido que sea, puede ser objeto de parodia. De ahí que una emisión televisiva como la del video Trololo, que había pasado desapercibida por la cultura, aparezca parodiada por distintas personas del mundo”, explica Fraticelli.
Para encontrar la referencia más directa al meme contemporáneo hay que retroceder apenas un poco la cinta de la historia y dar con la escena central de la película La Caída (Oliver Hirschbiegel, 2004), donde se veía a Hitler despotricando en su búnker. Esa escena subtitulada y alterada de diversas maneras empezaría circulando por mail hasta que en 2010 los mismos productores del film exigieron que YouTube bajase las apropiaciones. Sin embargo, acontecimientos del deporte o la política vuelven cada tanto sobre la voz de Bruno Ganz con subtitulados desviados aunque con menos impacto viral. Dawkins lo explicaba así en El Gen Egoísta. “La longevidad de una copia cualquiera de un meme es probablemente de relativa insignificancia, como lo es para una copia cualquiera de un gen. La copia de la melodía Auld Lang Syne que existe en mi cerebro durará soolo el resto de mi vida”.
¿Obras de arte?
Algunas de las estrategias audiovisuales puestas en juego en estas parodias y en los memes necesitaban antes de la galería y el museo para ser exhibidas. Es el caso del escocés Douglas Gordon y su versión 24 horas de Psycho, el clásico de Hitchcock, o de Zidane: un retrato del siglo XXI, donde junto a Philip Parreno mostraban en close up al astro francés durante los noventa minutos de un partido entre el Real Madrid y el Villarreal. ¿Hay que revisar ahora los lugares donde se produce y se exhibe el arte? Dicho de otra forma: ¿Pueden pensarse estas producciones digitales silvestres como nuevas formas de arte?
El crítico cultural español Jorge Carrión, que desde su columna en The New York Times insiste en que las categorías de lo que llamamos cultura deben ser revisadas, dice que sí: “El diseño y la producción de memes son una sofisticada artesanía, como la ilustración o la fotografía. Algunos memes, como algunos dibujos o algunas fotografías, pueden sin duda ser considerados obras de arte. Los token no fungibles, sin duda, están siendo instrumentos de esa legitimación, porque al fin y al cabo son archivos digitales, perfectos para esa nueva esfera creada por las criptomonedas. Pero los que importan son los que no entran en esa categoría, esa masa de estética precaria y enorme viralidad”.
El autor de Contra Amazon y Lo Viral (Galaxia Gutemberg) va más allá y analiza la mutación que los memes tuvieron en el último año. “Lo más interesante que ha ocurrido con el meme en los últimos tiempos ha sido su vampirización por parte del sticker, que también se ha apropiado de la lógica del emoticón, para convertirse en el gran objeto viral de estos meses pandémicos”, observa. Puesto así, el meme estaría atravesando una transformación similar a la del arte, pero en un tiempo infinitesimal.
Su forma pareciera ser la síntesis visual de todos estos procesos que se vienen dando desde hace veinte años en los que la frontera entre el productor y el consumidor es cada vez más difusa. “Más que una síntesis, es un Aleph, una forma micro que tiene demasiadas cosas adefntro”, piensa Scolari. Es cierto: sátira, ready made, arte pop, graffiti, sample, mashup y fanfiction, todo en uno. Si para enmarcar la transformación provocada por las cajas Brillo de Andy Warhol, el filósofo Arthur Danto hablaba de “un arte para el fin del arte” (cuando cualquier cosa podía ser arte), la emergencia de un nuevo arte popular que puede ser grosero y sofisticado al mismo tiempo golpea a las puertas del arte contemporáneo cuya mayor fatalidad es parecerse demasiado a sí mismo. A no dudarlo: si Magritte viviera estaría escribiendo “Esto no es un meme” debajo de los mitones de Bernie o sobre el flequillo stone de Lawrence-Dibiasky.
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