Débil comedia humana
BROOKLYN FOLLIES Por Paul Auster-(Anagrama)-Trad.: Benito Gómez Ibáñez-310 páginas-($ 32)
Ziegfeld Follies es el nombre de los espectáculos teatrales, deudores de un vaudeville ligero y lujoso, que hicieron furor en Broadway durante las primeras décadas del siglo XX. La nueva novela de Paul Auster, Brooklyn Follies , al homenajear desde su título aquellas representaciones que marcaron una época, señala al mismo tiempo su principal designio: dar cuerpo, en una zona precisa de Nueva York, a una comedia humana que avance al ritmo aleatorio de la música urbana.
A pesar de su coralidad, Brooklyn Follies está narrada en primera persona por Nathan Glass, un hombre separado, próximo a los sesenta años, que, aquejado de un cáncer, decide dar con un buen lugar donde pasar sus últimos meses. Ese sitio será Brooklyn, zona neoyorquina que Auster suele utilizar como su propio locus joyceano . La melancolía que augura ese punto de partida, sin embargo, pronto se verá trastocada. Nathan, para matar el tiempo, comienza a anotar y recopilar anécdotas absurdas. Luego se cruzará con su sobrino Tom, al que hacía tiempo le había perdido el rastro. Ese hecho fortuito -marca de agua de la obra de Auster- pondrá en movimiento una trama sobrepoblada de acontecimientos y recuerdos, de digresiones y breves historias enmarcadas que se irán imbricando los unos con las otras.
Tom, gran promesa universitaria devenido looser modelo, trabaja en una librería de anticuario bajo la guía de un jefe homosexual que, tras su ambigua fachada, esconde a un veterano (y pícaro) estafador. A esos personajes se sumarán otros: entre ellos, una enigmática sobrina que supo ser actriz pornográfica y se esfumó, una niña que se niega a hablar, una hermosa artesana treintañera, un viudo desconsolado.
Auster va entreverando con oficio las diversas líneas argumentales, pero algo pronto falla en esta novela de aires dickensianos. Por un lado, la cansina falta de inspiración de los distintos subargumentos. Por otro, la propia cualidad de los personajes que, con excepción de algunos segundones prototípicos (un marido golpeador, un gélido y cortés fanático religioso), rezuman en cada uno de sus actos, más allá de temporarias canalladas, un sentimentalismo rancio, al borde de las lágrimas. Nada mejor para corroborarlo que el imaginario Hotel Existencia con el que uno de ellos fantasea y a través del cual da a conocer sus utópicas representaciones de la felicidad personal.
Saturada de referencias a la literatura, pero también a la cultura popular, la novela hace proliferar los guiños triviales. Un tal Dunkel -"oscuro", en alemán- se oculta bajo un falso Brightman, apellido que sugiere las cualidades opuestas, y por ahí pasa un homónimo de James Joyce que, a pesar del nombre que le tocó en suerte, es un perfecto imbécil.
El tumultuoso acopio de estos detalles convierte a Brooklyn Follies en una de tantas novelas frustradas por la neurótica necesidad de sorprender, a la vuelta de cada esquina, con una argucia que halague la inteligencia del lector. Pero hay otro aspecto de la obra, acaso más sustancial, que también fracasa: sus aristas políticas. En los primeros tramos de esta ficción se hace referencia a uno de los ensayos más misteriosos de Edgar Allan Poe, "Filosofía del mobiliario". En ese texto el autor de El cuervo imagina una original habitación donde -según lo interpreta Tom- el ejercicio de la libertad sea posible. Es una de las tantas alusiones a la literatura fundacional norteamericana, de Thoreau a Hawthorne, que surcan la novela. La referencia a ese corpus convoca como guía para tiempos difíciles los orígenes puritanos (un puritanismo bien entendido, opuesto a la megalomanía del dinero) de los Estados Unidos. Ese entramado incluye alguna interesante inversión: a diferencia del rastreo del padre presente en Huckleberry Finn , novela central del siglo XIX, buena parte de Brooklyn Follies consiste en la búsqueda de una madre. Pero la calculada corrección política de cada comentario -ya sea sobre los derechos de los homosexuales o sobre el "ultraderechismo" de "Bush II"- termina por desactivar cualquier función creativa que pudieran tener esas tímidas indagaciones de la tradición literaria.
"Cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen", se dice tras narrar una conmovedora historia sobre Kafka que, junto con otra sobre Wittgenstein (tomada de la biografía de Ray Monk), es lo mejor del libro. Esa, en suma, parece ser la contradictoria propuesta de Auster: para tiempos irrespirables, la ficción como consuelo. Sólo queda entonces anudar la trama, en un último gesto industrial, con cierto agridulce happy end .
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