Debates
Hay dos formas de encarar un debate. Una es con el ánimo de llegar a la verdad. La otra es con la sola intención de ganar la discusión. La diferencia, que han apuntado varios intelectuales y filósofos durante milenios, no es menor.
En el primer caso, las dos partes –con o sin vehemencia, es lo de menos– buscan probar hechos, encontrar vínculos de causa y efecto, verificar. Es el tipo de debate al que me acostumbré desde adolescente, cuando empecé a trabajar como periodista y veía a los veteranos trenzarse en acaloradas discusiones en las que, llamativamente, no había chicanas ni carpetazos. ¿Por qué? Bueno, simple. Porque después, cualquiera fuera el resultado de ese debate, lo íbamos a imprimir y, si lo que publicábamos estaba mal, teníamos un serio problema.
En el segundo caso, todo vale. Porque en lugar de ponerse en juego la verdad, el alcanzar la verdad, se pone en juego el ego, la figuración, el impacto emocional sobre el espectador, el amor propio, la territorialidad, los instintos. Como la política sabe que tendemos a votar con las emociones y no con el raciocinio, ahí tienen la razón por la que las campañas son tan salvajes. Porque no se trata de alcanzar la verdad. Se trata de alcanzar el poder.
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