Comer y leer se parecen en que permiten hacer viajes imaginarios en el tiempo y en el espacio; tal vez por eso la literatura le prestó tanta atención al ritual de la comida
Sentarse a lamesa es el principio de un viaje. No hay paradoja ni ocurrencia: quien no come por sola subsistencia –y aunque cumpla con ese requisito sin el que la mesa no tendría sentido– se convierte en un viajero. Inmóviles, nos desplazamos imaginariamente en el espacio. El cassoulet nos deja entrever el sur de Francia, aun antes de probar un bocado, y el solo nombre del baccalà mantecato evoca ya Venecia. En eso, comer se parece a una variedad agreste de los libros. El filósofo Hegel no había ido jamás a China, pero parecía conocerla mejor que un viajero. Es notable que sea arduo, o directamente imposible, leer mientras se come y comer mientras se lee. Será porque los dos viajes compiten y se anulan mutuamente.
Iba en busca de comida no por razones de paladar, sino de cultura; quiero decir, no (o no solamente) por sentir un sabor en la boca, sino por tener una iluminación, o el asomo de un recuerdo
"La literatura siempre andaba mezclada con la comida", dice Alfonso Reyes en Memorias de cocina y bodega, y una anécdota que anota corrobora la conclusión: "Mallarmé contaba: Barbey D’Aurevilly, después de la ópera, se asomó a la Maison Doré. Solo quedaba un asiento en la mesita donde el conde de Pontmartin, con quien él estaba enemistado, comía una docena de ostras. Barbey probó fortuna y, acercándose a la silla desocupada, preguntó cortésmente: -¿Da usted su permiso, conde? El otro le contestó: -Lo siento, acostumbro cenar solo. -Pues no lo entiendo -le retrucó Barbey al instante, señalando la docena de ostras-, no lo entiendo, ¡porque yo veo trece a la mesa!"
A punto había estado Reyes de fundar en Madrid un modesto club gastronómico, La Cucaña, cuyo lema, imperceptible verso alejandrino, iba a ser: "Una mala comida no se recobra nunca". ¡Si conocerá el perfeccionista Julian Barnes los desabrimientos del País de Jauja!
Pero la comida no procura nada más que un sedentario viaje en el espacio. Nos lleva en el tiempo. Claro que no resulta muy difícil ir al quattrocento al leer las recetas de Leonardo da Vinci. Hay, sin embargo, más que simple turismo histórico. Umberto Eco, que prefería comer una pizza en la esquina de su casa antes que recorrer kilómetros para probar el mejor canard à l’orange del mundo, conocía ese otro tiempo de la comida: "Iba en busca de comida no por razones de paladar, sino de cultura; quiero decir, no (o no solamente) por sentir un sabor en la boca, sino por tener una iluminación, o el asomo de un recuerdo, o por entender y hacer entender una tradición, una cultura". En la bagna cauda, plato por excelencia de origen pobre, que contrastaba con las trufas y el solomillo de la cocina piamontesa, Eco recupera la magia de la infancia.
Esa memoria involuntaria no la inventó la literatura, pero la literatura la puso en palabras. La encontramos en la naranja que Mozart huele y que le recuerda Nápoles en Mozart camino a Praga, la novela de Eduard Mörike; sobre todo en la magdalena mojada en té que el narrador de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, prueba apenas al principio de la novela: "Cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo".
Les pedimos el mismo viaje a la literatura y a la comida, que no nos traicione ese sabor, esa música, ese verso, y que no nos hagan volver a ese lugar de nosotros mismos del que no queremos acordarnos.
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