De Mario a Ernesto Sabato: “Incómodo para el poder, feroz con los canallas”
“Mi padre no debe ser un muerto ilustre”, dice uno de los hijos del escritor en una carta abierta a diez años de la muerte de Sabato
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Se acerca una fecha significativa para los que sienten que mi padre fue, y sigue siendo, importante en sus vidas.
El 30 de abril será el décimo aniversario de su muerte.
Supe que se están organizando homenajes, y los agradezco.
Algunos periodistas me preguntaron qué íbamos a hacer nosotros, sus seres queridos. Y si había algo previsto, en la Casa de Ernesto Sábato, para que le hagamos el homenaje que tanto se merece.
Les respondí algo que no sé si comprendieron. Y no puedo culparlos, porque también a mí me resulta difícil entenderlo. Sé que no soy original. Que a muchos les debe pasar esto que las razones del corazón no siempre se conjugan con las razonables actitudes que los demás esperan.
En la familia, y desde hace muchos años, hemos elegido la alegría para recordar a mi padre. Preferimos la esperanza de festejar sus cumpleaños a la tristeza de recordar su muerte.
Sobre todo, porque sentimos que nos hace falta. Que muchos lo siguen necesitando.
Más en estos momentos tan aciagos, en los que precisaríamos su furia para que nos señalara las miserias que nos están llevando al abismo.
Nos hacen tanta falta los profetas, desde que nos dejaron solos mi padre y Alfonsín. Los que no se guiaban por las encuestas, y eran tan incómodos para los perpetuos poderes establecidos.
Necesitamos su recuerdo vivo, para recuperar la solidaridad y los valores que nos puedan salvar del abismo. No ignoro que pueda ser desmesurada mi ilusión de creer que sigue vivo. Que me niegue a aceptar los papeles burocráticos que certificarían su muerte.
Pero sé, porque me lo enseñan las razones del corazón, que nos seguirá acompañando si lo recordamos como lo era cuando lo necesitábamos, tan imprescindible como nos es ahora.
No deseo que lo sepultemos como un muerto ilustre. Necesitamos que siga vivo en nuestra memoria.
Desde hace años compartimos su legado en la Casa de Ernesto Sabato. Que no nos pertenece solo a nosotros, sino a todos los que lo necesitan.
Derrotamos tantas dificultades, vencimos demasiados enemigos, y la Casa de Ernesto Sabato sigue abierta. En ella están mi padre y mi madre, en la intimidad que ya no es la nuestra, para enseñarnos que vale la pena vivir, si sabemos compartir valores y esperanzas.
Ese es el permanente homenaje que le manifestamos a mi padre.
Estamos convencidos que es el que vale. El que le hacemos todos los días, sin que nos sean necesarias las fechas emblemáticas.
Más ahora, cuando todos los días nos son emblemáticos.
Día a día estamos librando una batalla por la vida, la nuestra y la de los que nos siguen. Aferrándonos, como podemos, a la esperanza. La que deseamos tener, y que nos quieren arrebatar los profetas del odio.
Y cuando nos envuelven las penumbras, como suele suceder en los combates en los que se dirime entre la vida y la muerte, nos puede salvar el recuerdo vivo de aquellos argentinos de bien, que nos dicen que tenemos que resistir, porque los miserables, por poderosos que nos parezcan, no deben derrotarnos.
Sé que mi padre nos está diciendo que podemos, que debemos, luchar por un mundo mejor al que nos ofrecen los que tienen todo y no quieren perder nada.
Y que también nos recuerda lo que todos sabemos y muchos quieren olvidarse: que solo la solidaridad puede salvarnos.
Por eso me permito la ilusión de recordarlo vivo, como lo precisamos.
Aunque merezca los homenajes que se le hagan como un muerto ilustre, temo que se lo invoque en vano.
Y sé que el preferiría que sigamos su ejemplo.
Incómodo para el poder, feroz con los canallas, implacable con los que amenazan nuestros derechos a vivir, y a vivir en un país menos egoísta y mucho más justo.
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