De locura y de muerte: un pacto con la creación
Son muchos y célebres los casos de escritores y artistas cuya melancolía, paranoia o esquizofrenia marcaron su obra; hoy se cumplen 50 años del día que la poeta Alejandra Pizarnik se quitó la vida en una salida transitoria de la clínica psiquiátrica donde se internaba
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Ciudad de México.- ¿Cómo se transforma la enfermedad en el cimiento de una experiencia artística?¿Puede un artista huir de la pasión que lo destruye? ¿Qué recompensa obtiene por su divinidad? Algunas historias recuerdan que el arte es una salvación a medias cuando la locura se obstina en arrebatar el alma.
“Busque la vida”, le pide el médico al músico en La hermana, de Sándor Márai, para salvarlo de la enfermedad. “Todo hombre debe asumir algún día el peso de la pasión, como si fuese una cruz”, dice el músico. En la novela del autor húngaro -que se quitó la vida en California, en 1989- coinciden la sedación y la morfina, y la voluntad surge como el único remedio capaz de atravesar ese dolor existencial.
“El viento es un trozo de oxígeno disfrazado de fantasma, que vaga silbando, una canción que nunca pasa de moda”, escribió Alejandra Pizarnik (1936-1972) en Diarios (1954), de quien se cumplen hoy 50 años de su muerte. “Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo”, dice en Árbol de Diana (1962), prologado por el poeta mexicano y Nobel de Literatura Octavio Paz. Traducida a varias lenguas, se convirtió en musa y referencia de varios autores, mientras legiones de lectores siguen maravillándose por la belleza atroz que fue capaz de extraer de su infierno. “No quiero ir nada más que hasta el fondo”, escribió en 1972, antes de su muerte. La encontró el 25 de septiembre de ese año, el fin de semana que pasaba fuera de la clínica psiquiátrica. Ingirió unas 50 pastillas de secobarbital, un barbitúrico que produce sedación y se prescribe en casos de angustia.
Ángeles negros
La locura fue a menudo en la historia del arte la palabra más a mano para resumir un complejo de enfermedades mentales padecidas por artistas con melancolía, paranoia, esquizofrenia o marginados de la sociedad, cuya estigmatización marcó la admiración de su obra.
¿Cabría hoy otro diagnóstico para Camille Claudel (1864-1943) señalada con demencia por una sociedad misógina, que pasó por alto el talento que su maestro y amante, Auguste Rodin (1840-1917), aprovechó y sometió? “Déjame verte todos los días (...) no dejes a la fea y lenta enfermedad apoderarse de mi inteligencia, del amor ardiente y tan puro que siento por tí. En fin, piedad querida, y tú misma serás recompensada”, le escribió el artista francés, de 43 años. Camille, de 19, cumplió ese pedido. Modelaba manos y pies que Rodin componía. Después de un aborto, creó La edad madura, el conjunto escultórico en el que se exhibe de rodillas. Rodin luce de espaldas y junto a una mujer, que representa a Rose Beuret, la amante que la reemplazó. Recluida en su taller, donde había comenzado a destruir sus obras, la familia la internó en el manicomio de Montdevergues, en la zona de Avignon, donde pasó los últimos 30 años de su vida. Ahí murió sola, antes de cumplir los ochenta, abandonada por todos.
“Enfermedad, muerte y locura fueron los ángeles negros que velaron mi cuna y, desde entonces, me han perseguido durante toda mi vida”, dijo Edvard Munch (1863-1944). El temperamento nervioso del pintor noruego de El grito empeoró en 1908, tras un fracaso emocional. Adicto al alcohol, con ideas alucinatorias y ánimo suicida, fue ingresado en un neuropsiquiátrico en Copenhague. “Estaba al borde de la locura: era sólo tocar y caer -dijo al salir-. Así como Leonardo estudió la anatomía humana y disecó cuerpos, yo trato de disecar almas. Mis problemas son parte de mí y por lo tanto de mi arte. Ellos son indistinguibles de mí, y su tratamiento destruiría mi arte. Quiero mantener esos sufrimientos”, dijo.
Desde los 20, los ataques nerviosos persiguieron a Virginia Woolf (1882-1941). Quizás hoy se los llamaría crisis de ansiedad. Luego de su última novela, Entre actos, la escritora inglesa entró en una depresión. En 1941, afectada por la pérdida de su casa en Londres en la Segunda Guerra Mundial, llenó con piedras sus bolsillos, echó a andar por un río y se ahogó. Semejante a Sylvia Plath (1932-1963), quien se suicidó el mismo año de la publicación de La campana de cristal -una crónica sobre su depresión y terapias de electroshock-, después de inhalar monóxido de carbono tras abrir la llave de gas.
Desde el encierro
El paso por la internación psiquiátrica de Emmanuel Carrère fue transitorio y detallado de los electroshocks a la bipolaridad en las páginas del último libro del francés, Yoga. Las escenas hospitalarias se repiten en varios artistas, antes o después de su consagración. En Yayoi Kusama (Matsumoto, 1929), ambas experiencias -arte y encierro- forman parte de un mismo proceso. En 1975, ingresó de forma voluntaria al hospital Shinjuku, en Tokio. “Un día, alcé la mirada y me encontré con que cada violeta tenía su propia expresión facial particular, al estilo de un rostro humano, y, para mi sorpresa, todas ellas me estaban hablando”, evocó. Sus alucinaciones, dijo, son el origen de sus cuadros. En La red infinita (Ediciones B), su autobiografía, narra su infancia y orígenes en el seno de una clase alta, con una madre rígida y de a ratos violenta.
El caso más emblemático de encierro de un artista quizás es el del bailarín Vaslav Nijinsky (1889-1950). Su ascenso y perdición fue de la mano del empresario de los Ballets Rusos, Sergei Diaghilev. Se convirtieron en amantes. El idilio duró seis años. Entonces comenzó la oscuridad para el ruso. Lo mismo sería inolvidable. Sus saltos, movimientos angulares y el erotismo que escandalizó a París revolucionaron la danza. Como toda deidad, conoció la caída. No tenía 30 cuando la esquizofrenia se apoderó de su mente. En 1913 se casó en Buenos Aires con Rómola de Pulszky en el Registro Civil de la calle Chacabuco y en la Iglesia de San Miguel, en Suipacha y Bartolomé Mitre. Rómola era una aristócrata húngara que se había interesado alguna vez en la danza y persiguió a Nijinsky por toda Europa. La unión causó la ira de Diaghilev, que lo despidió de la compañía. Durante la Primera Guerra Mundial, Nijinsky fue arrestado en Hungría por ser ciudadano ruso. Diaghilev usó sus influencias para sacarlo del país. En 1916 inició una gira en Estados Unidos, pero Nijinsky ya era una sombra. Al año siguiente, en Buenos Aires, en los ensayos en el Teatro Colón, olvidó la coreografía de El espectro de la rosa. Sus aleteos eran eso, recuerdos fantasmales; apenas caminaba el escenario. Su esposa lo trasladó a Suiza para ser tratado. Desde 1919 hasta su muerte en Londres, en 1950, entró y salió de asilos y psiquiátricos, en los que escribió sus Diarios. “Yo conozco a los literatos, los entiendo. Ellos quieren examinar mi cerebro, pero yo quiero examinar sus mentes. No soy un fakir ni un mago, soy dios en un cuerpo”, anotó.
Para Michael Foucault, literatura y locura son “experiencias del afuera”. En esas experiencias “radicales” lo que está en juego es la apertura o no al sentido del mundo. Para Erasmo, la locura surge como mediadora de la felicidad. La sabiduría, así, arrastra dosis de infelicidad. Tal vez sea como dijo Cortázar: “No cualquiera se vuelve loco, esas cosas hay que merecerlas”.
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