De Frankenstein y Kafka a los lunares de Kusama: las cuarentenas más creativas de la historia
¿Qué puede resultar de una temporada de confinamiento por razones climáticas extremas cuando un grupo de escritores y poetas convive de manera forzada bajo el mismo techo? De ese escenario oscuro pero creativo surgió, hace más de 200 años, uno de los personajes literarios más repulsivos y célebres de la historia: el monstruo creado con partes de cadáveres que cobra vida y se angustia cuando advierte el terror y el rechazo que causa en la sociedad. Frankenstein, que llegó a devorarse hasta el apellido del médico que lo crea en la ficción de Mary Shelley, nació durante los mismos días de encierro que otro "monstruo" literario: el vampiro que más tarde daría lugar al mito del conde Drácula.
Si bien la situación que atraviesa el mundo hoy es diferente y la cuarentena obligatoria para prevenir la propagación del coronavirus afecta a la mayoría de la población global, hubo otros episodios de encierros forzosos a lo largo de la historia que dieron lugar a obras maestras. Claro que no todos los confinamientos "creativos" se debieron a causas externas como el mal clima o pandemias. Algunas piezas literarias célebres, como Memoria de la casa de los muertos, de Fiodor Dostoievski, y De profundis, de Oscar Wilde, fueron escritas durante el período en el que los autores estuvieron recluidos en cárceles: Dostoievski, en Siberia, acusado de cometer crímenes contra el Estado en tiempos del Zar Nicolás I; Wilde, en la celda C.3-3 de Reading, en Inglaterra, acusado de "conducta indecente y sodomía".
En 1895, el autor de El retrato de Dorian Grey conoció a un joven, un admirador "incondicional" de quien se enamoró perdidamente. Ese romance prohibido le costó la cárcel: denunciado por el padre del menor, Wilde fue condenado a dos años de reclusión y a realizar trabajos forzados. En la cárcel de Reading, que ahora forma parte de tours literarios para turistas, escribió De profundis, una larga y conmovedora carta dirigida a Bosie (nombre en clave de su amante), en la que se destaca el resentimiento y la decepción del poeta, pero también su valentía cuando critica las contradicciones y la amoralidad de la sociedad victoriana. A los años de encierro, Wilde dedicó luego el poema La balada de la cárcel de Reading, escrito durante su exilio en Francia.
Dostoievski tenía 28 años cuando fue condenado a muerte, pero finalmente esa pena fue condonada. Lo enviaron a hacer trabajos forzados a Omsk, en Siberia, donde pasó cinco años. Memoria de la casa de los muertos, escrita en 1849 y publicada en 1862, refleja la depresión que acosó al autor ruso, que derivó en una fuerte adicción al juego y enormes deudas que mantuvo hasta el final de su vida.
Otras obras que marcaron hitos en la historia, como El diario de Ana Frank, surgieron en condiciones extremas. Escondidos de los soldados nazis en una buhardilla de un almacén de Ámsterdam, Ana y su familia, más otra familia judía y un amigo, vivieron más de dos años en un ambiente que llamaban "la casa de atrás". Ese fue el primer título del material personal que escribió Ana, a los 13 años, entre el 12 de junio de 1942 y el 1 de agosto de 1944, hasta que fueron apresados y llevados a distintos campos de concentración. Recién en 1947, Otto Frank, el padre de Ana, único sobreviviente del grupo, publicó el diario, que es desde entonces uno de los libros más vendidos del mundo.
Por la misma época, Samuel Beckett debe ocultarse en una casa en Roussillon, en el sur de Francia, porque lo persigue la Gestapo, la policía secreta de la Alemania nazi. Miembro de la Resistencia, el autor irlandés se encierra a trabajar en la novela Watt, la última que escribió en inglés ya que luego adoptaría el francés como lengua narrativa. Publicada en 1953, Watt se desarrolla bajo esas circunstancias de aislamiento obligado y es quizás por esa razón que, según los críticos literarios, el autor pudo tomarse el tiempo para describir en el texto ochenta maneras de acomodar cuatro muebles en un cuarto y veinte miradas de cada integrante de un comité de cinco personas para asegurarse que cada uno ha mirado (y descifrado) a los otros.
La razón principal del confinamiento voluntario al que se sometió Franz Kafka en Berlín, entre 1923 y 1924, fue la tuberculosis que padecía, que causó su muerte a los 40 años, en junio de 1924. Siete meses antes, el autor de La metamorfosis se encerró a escribir. "La madriguera", también editado como "La obra" o "La construcción", fue su último cuento y quedó inconcluso. En el contexto de una Alemania agobiada por la hiperinflación y con las molestias constantes de una tos persistente, Kafka describe en el texto una sensación de angustia que se manifiestan en la búsqueda de refugio y en la acumulación. Cualquier parecido con la realidad que vemos por estos días por televisión no es más que una premonición kafkiana.
En el caso de Mary y Percy Shelley, Lord Byron y John Polidori, entre otros intelectuales que quedaron aislados del mundo exterior en junio de 1816, la "peste" que les impidió salir de la mansión de Villa Diodati, ubicada frente al lago de Ginebra, fue un frío descomunal y una tormenta de cenizas y azufre causada por la erupción de un volcán en Indonesia. Esa calamidad climática se conoce como "El año del verano que nunca llegó", título de la novela del autor colombiano William Ospina publicada por Penguin Random House en 2015 que reconstruye desde la ficción cómo fue aquella larga noche que duró varios días. A ese encierro obligado y a una competencia entre los autores para determinar quién inventaba el personaje más terrorífico le debemos Frankenstein y Drácula.
En cambio, el aislamiento que se impuso Henry David Thoreau durante dos años, dos meses y dos días a partir del 4 de julio de 1845 fue totalmente voluntario. Thoreau se instaló en una pequeña casa que el mismo había construido en medio de un bosque y cerca del lago Walden para escribir Walden, un ensayo narrativo contando la experiencia de la vida solitaria y autosuficiente. Fue publicado en 1854 y es uno de los textos de no ficción más famosos escritos por un estadounidense.
Otros confinamientos creativos se deben a razones personales o, mejor dicho, razones del mundo irracional, como la terrible y productiva historia del Marqués de Sade, que pasó veintisiete años encerrado en diferentes prisiones y asilos para locos peligrosos. Durante esos períodos escribió sus obras más conocidas como Las 120 jornadas de Sodoma o la escuela del libertinaje (1785) y Aline y Valcour o la novela filosófica (1788).
En el terreno del arte hay varios casos de reclusiones creativas. Al contrario de Marta Minujin, que en estos días se lamenta por no poder salir de su casa en Recoleta para trasladarse a su taller en San Cristóbal a causa de las restricciones preventivas impuestas por el gobierno nacional, la artista japonesa Yayoi Kusama, que el 22 de marzo cumplió 91 años, lleva cuatro décadas de internación voluntaria en una clínica psiquiátrica. Como muchos artistas, Kusama, la reina de los lunares pop, necesita aislarse para crear. Tiene un taller a pocas cuadras del psiquiátrico, en el barrio de Shinjuku, en Tokio, al que va y viene cuando ella quiere para luego, eso sí, regresar a dormir en el cuarto de la clínica al que considera su hogar. A través del arte, Kusama exorciza sus miedos y expresa sus obsesiones, tal como se pudo ver en Buenos Aires en 2013 en la muestra Obsesión infinita, una de las más visitadas en la historia de Malba.
El caso del artista chino disidente Ai WeiWei es diferente: su confinamiento no fue para nada voluntario. En 2011 pasó 81 días en la cárcel y luego estuvo cinco años bajo estricta vigilancia del gobierno. No pudo salir de China durante ese período en el que fue espiado con cámaras y micrófonos, seguido por la calle y fotografiado por el Estado para controlar sus movimientos. El de WeiWei es un caso paradójico de creación sin límites en un contexto opresivo, sin libertad de expresión. "Yo fui la persona más controlada de China", dijo a LA NACION en noviembre de 2017 cuando vino al país para la inauguración de su muestra antológica en Fundación Proa, donde exhibió buena parte de la producción de aquellos años de reclusión en su propio país.
Si pensamos en una prisión de la que solo es posible escapar con la mente, la creatividad, la imaginación es la que impone el cuerpo. Ya sea por una parálisis, una atrofia muscular o cualquiera de esas crueles enfermedades progresivas que van quitando, poco a poco, la posibilidad del movimiento, estar preso dentro del cuerpo es una pesadilla que puede atemorizar más que una pandemia global.
Vaya si lo supo Frida Kahlo, la mujer que quedó atrapada en un cuerpo quebrado a los 19 años, a causa de un accidente en el autobús en el que viajaba. Sufrió fractura de columna y otras graves heridas, que le causaron un dolor insoportable por el resto de su vida, y la mantuvo postrada durante largos períodos de tiempo. La prisión del cuerpo la acercó al arte. Pintó muchos de sus cuadros más famosos desde la cama, frente a un espejo, y con atriles diseñados especialmente para ella. Una de sus obras que refleja su prisión sin metáforas es La columna rota, pintado en 1944, poco tiempo después de una de sus tantas cirugías de columna. Es un autorretrato en el aparece con un corsé de metal que sostiene su cuerpo y, al mismo tiempo, la aprisiona. Frida también expresó su dolor y su sensación de soledad, aunque estuviera rodeada de gente, en un diario personal, donde escribió, entre muchas otras reflexiones, "Pies para qué los quiero si tengo alas para volar".
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