De Finlandia, con amor
Quedó fuera de la competencia por los Oscar, pero a quién le importa. Algo ocurre con esta película filmada en 23 días, sin estrellas rutilantes ni personajes cool, ni grandes despliegues o irreverencias, que se coló por entre la sensibilidad de unos cuantos. Y logró su modesto milagro: en un tiempo en que a las salas de cine les cuesta captar concurrencia por fuera de las grandes superproducciones, la película sigue en cartel e insiste en ganar adeptos, tanto desde la sala a oscuras como desde el streaming (puede verse en la plataforma Mubi, pero también en salas como las del Cine Arte Cacodelphia o el Lorca, entre otras). Todo un indicio de que el cine de autor sigue ahí, vivo y en perfectas condiciones.
La película en cuestión es Hojas de otoño, del finlandés Aki Kaurismäki. En un artículo publicado en 2014 en Revista de Cine, Beatriz Sarlo, cinéfila declarada, revisa memorables jornadas pasadas en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín. Por caso, siete días dedicados a las películas de Kaurismäki, films que –comenta casi al pasar–, en ese atiborramiento que a veces se produce cuando se asiste a un ciclo desde comienzo a fin, le terminaban pareciendo “iguales o con diferencias indiscernibles”.
Hay una constante en el cine del realizador finlandés, una marca de estilo, un continuo hecho de personajes e historias muy similares entre sí, hermanadas en cierta melancolía, cierta atención a diminutos detalles y una proximidad que siempre es conmovedora, respetuosa, discreta
Aunque la gran ensayista argentina reniega con todas sus fuerzas de la experiencia del streaming (considera, con razón, que las películas deben verse en las condiciones materiales de silencio, concentración, oscuridad y amplitud de pantalla para las que fueron concebidas), quien esto escribe hace uso y abuso del cine visto en pantuflas y en casa. Y puede afirmar –merced a los más de 20 títulos de Kaurismäki subidos a la plataforma Mubi– que entiende aquella lejana afirmación de Sarlo: hay una constante en el cine del realizador finlandés, una marca de estilo, un continuo hecho de personajes e historias muy similares entre sí, hermanadas en cierta melancolía, cierta atención a diminutos detalles y una proximidad que siempre es conmovedora, respetuosa, discreta.
Hojas de otoño se engarza a la perfección en esta secuencia, con un aditamento. Si bien el relato se ubica explícitamente en el presente, todo parece ocurrir mucho tiempo antes. Los personajes se muestran inmunes a las transformaciones que todo el tiempo nos avisan que con este siglo se inicio una era radicalmente nueva.
De hecho, el único dato que une al relato con el aquí y ahora es la guerra de Ucrania. ¿Y qué es esa guerra en esta película? Noticias sombrías que se filtran, como una cadencia mortífera, a través de una radio con el aspecto y la funcionalidad que tenían las radios en ese tiempo prehistórico, el siglo XX. Los protagonistas no poseen TV o computadora, ni usan celulares que los puedan reemplazar; tampoco están asediados por ninguna estridencia contemporánea, salvo aquello que también se revela inmune a las promesas de la nueva era: la soledad, la precariedad material, la amenaza insidiosa del desempleo.
¿De qué trata Hojas de otoño? Del amor. Pero a la manera de Kaurismäki. “Aki nos dijo que esta cinta era una comedia romántica a su estilo: Un beso en la mejilla, un saludo de manos, un beso en la frente, así que está llena de pasión”, comentó, entre risas, el actor Jussi Vatanen a GQ.
Holappa y Ansa, los personajes interpretados por Vatanen y Alma Pöysti, como casi todos los seres que habitan la filmografía de Kaurismäki, transitan por una Helsinki subalterna. Conocen la incertidumbre laboral, la precariedad habitacional, el temor a quedarse en la calle, el rigor de quien cada día cuenta una a una sus monedas. Eso es lo que son, de esa materia y esos cuerpos exigidos están hechos. Con esa sustancia, Kaurismäki construye una historia de amor. No la del desgarro melodramático, sino la de la posibilidad agridulce. Dos seres tímidos, imperfectos, con el corazón en la mano –y un tango entre bambalinas–, deciden que es tiempo de encontrarse.
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