De bohemias, alfajores marplatenses y tiempos idos
En aquella época, los famosos alfajores marplatenses sólo se comían en Mar del Plata. Esta exclusividad en el punto de venta constituía una prueba fehaciente de haber estado ahí. La caja era aval para cualquier relato de aventuras veraniego.
Sin embargo, para certificar estas proezas también existía una especie de atajo: había una sucursal de la tienda en Buenos Aires, casi secreta y escasamente promocionada para mantener el mito marplatense, a pocos metros del Obelisco. Los domingos parecía cerrada pero no lo estaba, con las luces apagadas mantenía una guardia: una ventanita diminuta detrás de la cual una señora embutida en una polera de cuello vencido esperaba a los intrépidos que, luego de cruzar la avenida más ancha del mundo, tocaban su timbre.
Yo era uno de ellos. Mi plan dominical consistía en caminar por Corrientes, de Once hasta el Broadway y, en el trayecto, analizar los saldos de las librerías, un minucioso estudio de mercado. Doce calles después llegaba a la ventanita prometida, y ahi estaba la señora en su polera fingiendo no reconocerme. Su trato desamorado era parte del pacto, y mi duda entre el de dulce de leche y el de chocolate, parte del ritual que repetíamos por mucho que los dos sabíamos que me inclinaría, como cada vez, por el de envoltorio plateado.
Luego, con mis cincuenta gramos de tesoro, emprendía el regreso. La vuelta parecía más larga, por lo que degustaba la delicia en porciones minúsculas para que me durara hasta el final. Hacía una parada técnica en el bar La Giralda, para tomar agua fría gratis y mirar un rato a un habitué que ocupaba la mesa de la ventana. Tenía una barba rala y andaba siempre mirando algo en el horizonte. En los primeros años mi madre me acompañaba en esta aventura, y una vez me acuerdo que le pregunté si sabía quién era aquel hombre. Y como al pasar me dijo que era un bohemio. Pregunté qué hacía un bohemio, en qué consistía esa actividad o cómo se solventaba. No recuerdo la respuesta, o más bien la evasiva, pero durante años estuve obsesionado con la duda: de qué viven los bohemios. Fue un alivio conocer a un pariente lejano, que si bien era bohemio correteaba paraguas como actividad comercial. Los días de lluvia me alegraba pensando en que el clima colaboraba en financiar su actividad principal.
Ahora, cuando vuelvo a recorrer aquel camino, el paisaje ha cambiado. Hay tantos locales de alfajores como de libros, pero ya no está el hombre bohemio en la ventana mirando al horizonte, y nadie lo ha reemplazado. Dicen que hay algunos por Palermo, en algún bar que acaba de inaugurar o que pronto va a cerrar, y que lleva una bicicleta plegable que cuesta un ojo de la cara y viste ropas desaliñadas que solo se venden por Internet. Pregunté de qué vive este bohemio actual y hay varias versiones. Algunos dicen que sus ingresos son de una multinacional familiar y otros que vive de las rentas de 32 monoambientes que alquila a estudiantes. Deduzco que la idea de bohemia cambió y que el bohemio de La Giralda no dejó descendientes. No sé qué conexión tendrá con los alfajores que hoy día ya pueden comprarse en cualquier parte, pero sin duda ambos fenómenos están íntimamente ligados.
El autor es cineasta
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