Daneri, un pintor independiente
Su intimismo realista le valió el lugar prominente que ocupa en nuestra historia del arte.
LA crítica y los conocedores coinciden en considerar a Santiago Eugenio Daneri (1881-1970) como uno de los pintores argentinos más notables de su generación. Representó con limitada capacidad de renovación pero con notable autonomía de espíritu un momento de nuestra pintura atento a lo que revelaban las generaciones formadas en Europa después de la Primera Guerra. Fue independiente de sus coterráneos, aunque escuchó los ecos de la pintura europea posterior al impresionismo. No faltan quienes encontraron reminiscencias de Van Gogh y de Cézanne.
Mauricio Isaac Neuman, uno de los coleccionistas relevantes de sus cuadros, escribió el catálogo de la exposición que presentó la galería Arroyo. Hace allí un retrato del artista que da buena cuenta tanto de su labor como de su humildad. Por él nos enteramos de su carácter ensimismado, su modestia y otros rasgos de su personalidad, poco amiga de las extraversiones. Parece que fue decididamente parco, nada vanidoso, y estoico a la hora de soportar las enfermedades.
Cabe agregar que su formación no difirió demasiado de la de otros pintores de su tiempo: estudió en Estímulo de Bellas Artes con maestros de la talla de Giudici, Della Valle, De la Cárcova o Sívori. Sus numerosas distinciones, en cambio, sí lo separaron de sus coetáneos, circunstancia que nos exime de hacer acá una inventario que resultaría fatigoso. Diremos, no obstante, que, además de los grandes premios del Salón Nacional, recibió, en 1948, el premio Palanza. Por lo demás, no necesitó hacer el consabido viaje a Europa para perfeccionarse. Lo hizo en la intimidad del taller, siguiendo una visión práctica y, en alguna medida, positivista. Según Aldo Pellegrini, nunca salió del país. Le bastó lo que vieron sus ojos para configurar los temas de su interés. Prefirió las cosas sencillas de los interiores domésticos, los modelos del entorno familiar y los paisajes locales a los estímulos extraordinarios. Su visión fue la de un representante de la clase media local de los años veinte centrado en su entorno. En ese sentido, fue pintor de lo inmediato.
Como pintor de naturalezas muertas, conservó lo característico del género: unas flores, una damajuana, frutas, hortalizas, el menaje habitual y la vajilla diaria. La diferencia estaba en la manera de pintarlas, no en el tema.
En calidad de figurista, enfocó a menudo su propia persona, como se ve, por ejemplo, en el par de autorretratos (uno de 1956 y el otro de 1960) que lo muestran a edad avanzada de tres cuartos de perfil; también la de sus allegados, su madre, su hermana, sus hijas... Los enfoques tienen, además de una intensa plasticidad, un valor iconográfico que no excluye lo espiritual.
Prefirió las figuras aisladas a los grupos, para concentrar el pincel en los aspectos psicológicos más que en los rasgos característicos. Sus imágenes fueron profundamente humanas e introspectivas, aun en casos como el de Niño leyendo , de 1948, donde el convencionalismo del tema no inhibió la caracterización.
Como paisajista, le interesó especialmente lo portuario, tal vez porque vivió en esa zona. Barcas en el Riachuelo , de 1948, Puente de La Boca , de 1957, que se exhiben en esta oportunidad, dan ejemplo de esas preferencias, que no excluyeron la isla Maciel, pero tampoco, Saavedra, San Isidro, Palermo... Damián Bayón lo consideró "una especie de Morandi por el color bajo y sordo con el que reinterpretó el paisaje urbano sólo en ocres y grises".
Hasta acá, una referencia más o menos pormenorizada de las piezas que más llamaron nuestra atención. En cuanto a la muestra, en general, aunque recoge obras de diferentes momentos, no tiene el carácter de las grandes retrospectivas. Eso sí, la conforman dieciocho óleos de tenor colecticio que representan bien las preferencias temáticas y el intimismo realista de su estilo. Naturaleza muerta , de 1948, es un modelo en su género.
Una observación: la mala costumbre de barnizar los óleos para realzar su apariencia hizo que casi todas las piezas expuestas brillaran. Tanto es así, que, en algunos casos, los reflejos impiden ver la riqueza de los matices y, en todos, se oponen a las intenciones del autor, que prefería las opacidades de una paleta mate. Usaba con frecuencia colores pardos, ocres y gamas neutralizadas que respondían sufridamente a los dictados de las formas, a las que llegaba, mediante sucesivos repintes, por pesadas masas de materia cromática. Además, eludía la descripción de los detalles y trabajaba con empastes fuertes, que acentuaban la densidad de los registros y volvían rugosa la superficie de los cuadros. Esa característica, en especial, multiplica los peligros de hacer resplandecer las texturas.
( Hasta el 22 del actual, en la galería Arroyo, Arroyo 830. )
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