Cuentos de Navidad. Veinticuatro
El viaje de Laura a un pequeño pueblo del interior para pasar la Nochebuena con su familia, en un relato de Ana López
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1. Más lo pienso y más extraño me parece cómo se fue encadenando todo. Primero que Hernán, de viaje de laburo a Buenos Aires, se cruzara con Ramiro y se fueran a cenar. Después la idea delirante que tuvimos juntos cuando me contó que se había separado: decirle que venga a pasar el 24 con nosotros a Lauría. Y el broche de oro, que él aceptara. Una retahíla por lo menos ridícula.
Así que la cosa empieza como un acto de beneficencia. Igual, a medida que pasan los días me voy convenciendo de que lo mejor para Ramiro es quedarse en Buenos Aires, tomarse un par de Alplax y feliz navidad. La sola idea de tener que ir de Paraná a Lauría en Nochebuena a mí me pone los pelos de punta. Sé de memoria el rito: el encuentro bien temprano, cosa de estar muy juntos, las quejas por el calor, la bebida caliente, los vecinos desfilando, el paseo a la plaza a ver ese proyecto vetusto de fuegos artificiales. Ya es bastante deprimente para Hernán y para mí –aunque mi hermano tiene una habilidad especial para que todo le resbale– como para arrastrar también a Ramiro en semejante gesta.
Dos días antes lo llamo y le pregunto si está seguro. Le digo que mi familia puede conseguir rápidamente que me odie y que lamentaría tanto que él cambiara su opinión de mí por una cena. Insisto en que la invitación está en pie pero en que no hay necesidad ninguna de que la acepte, que sabe bien que Lauría es un paraje de mierda y que los turrones van a ser las sobras de por lo menos dos fiestas atrás. No hay manera.
Él está triste, pero más hablo yo y más parece divertirle la propuesta. Me dice que lo toma como una visita antropológica y que, además, hace mucho que no me ve y no va a perderse la oportunidad.
2. Hernán y yo llegamos a Lauría el 23 a la noche. Como cada vez, mamá nos espera con empanadas de pollo y cebolla, se queja de lo poco que la visitamos, pregunta por el trabajo, por los amigos, por el tío Polo que otra vez no vendrá. Le dice a Hernán que está demasiado flaco y a mí que me encuentra un poco demacrada. Pienso que debe ser la única persona en el mundo que sigue usando esa palabra. Papá no dice mucho. Después sale a fumar al patio. “Fermín”, le grita ella desde adentro, “no arrastres los pies”. Un clásico.
—¿Y cómo es lo de este muchacho Ramiro? —nos pregunta por fin.
Decido relajarme. Que se ocupe Hernán, que todo lo maneja mejor. Quisiera sumarme a papá en el patio, pero si voy seguro que arrastraré los pies o tendré que escuchar la historia de la enfermedad de Nelly que, quién lo diría, tampoco fumaba tanto.
—Ramiro es un amigo que nos hicimos en Buenos Aires, cuando estábamos estudiando. En realidad era compañero de Magda, yo lo conocí después. Muy buena gente, muy capaz. Se especializó en hematología y trabaja en el Hospital Italiano —responde Hernán, cara de póker.
—Qué lindo que hayan querido invitarlo. ¿No tiene novia? ¿Magda, no andará con vos?
Número puesto. Debería haber calculado lo que ella tardaría en hacer esa pregunta y levantar apuestas. En vez de contestar, le clavo los ojos.
Hernán aclara que Ramiro se separó hace unos meses, que no tiene familia y que entonces yo, que lo quiero mucho y siempre estoy pensando en los demás −maldito Hernán, siempre hay que aguantarle el numerito a cambio de que tome la palabra− pensé que era una buena idea invitarlo a pasar navidad con todos. “Acá nunca podría sentirse solo”, agrega, por si faltaba algo.
3. Ramiro llega a la terminal de Lauría a las nueve y media del 24. Tiene el pelo muy corto, una mochila grande colgada del hombro derecho y una heladerita de camping en la otra. Abraza primero a Hernán y se demora en un abrazo más largo conmigo. Cómo está, doctora, me dice por todo saludo. Yo le sonrío, le digo cuánto me alegra verlo, y le recuerdo con todo el énfasis del que soy capaz que está aquí bajo su responsabilidad. Él se encoge de hombros: Viste cómo somos de masoquistas los recién separados. Yo pienso que no dimensiona, pero no puedo hacer nada más. Caminamos hasta el auto de los viejos, que Hernán estacionó enfrente. Ellos se sientan adelante y hablan de fútbol. Yo, atrás, estoy entre tensa y eufórica.
Mamá nos está esperando en la puerta con el delantal puesto. Parece que se hubiera parado ahí para una foto. Bajamos del auto, Ramiro se acerca. Usted debe ser Clara, dice. No sabe cuánto aprecio la invitación. Traje unos turrones españoles muy ricos para esta noche, agrega extendiéndole un paquete a mamá y dándole un beso en cada mejilla. Para el desmayo. Lo veo a Hernán ahogar la carcajada. Y en la heladerita hay unas cervezas artesanales que son la debilidad de la doctora, dice mirándome. Bueno. No falta nada. Mejor me emborracho esta noche, está decidido.
4. Pelo y pelo papas. Porque la ensalada de papas hay que hacerla en el día. Tres kilos y medio de papas. Ramiro me mira divertido desde el marco de la puerta de la cocina y hace chistes sobre mi destreza con el cuchillo. Pero soy pediatra y no cirujana, le contesto. Le cuento cómo va el consultorio en Paraná, que estoy un poco aburrida de todo, pero tan estable. Él habla de Mani. Me sorprende que sienta más dolor que rencor. Soy –o creo que soy– tan distinta. Pregunta quiénes estarán esta noche y yo paso lista: nosotros, los viejos, mi tía Lala, mi abuela y su alzhéimer, mi prima Vicky y los dos nenes, y Enrique y Marta, los vecinos de la esquina.
—Pocos —dice él.
—¿Te parece poco? —pienso yo.
Es ahora que lo noto: hay algo distinto. Mamá no está en la cocina, ni siquiera en la casa. No recuerdo ningún 24 de mi vida en que yo no haya sabido exactamente dónde está.
5. Se invita siete y media para que lleguen a las ocho, pero todos llegan siete y media. Hernán, Ramiro y yo llevamos un rato en la cocina preparando una picada y liquidando la cerveza debilidad de la doctora. Papá y Enrique empezaron −extrañísimamente tarde– a hacer el fuego. Mamá reapareció hace un rato, dio unas cuantas instrucciones, acomodó la mesa, enderezó el árbol de navidad nuevo (el histórico cumplió el año pasado los siete años de rigor) y desapareció en la habitación, desde la que se la escucha hablar por teléfono.
6. La picada es devorada en segundos, la cerveza un acierto insospechado. Ramiro da cátedra sobre su elaboración y todos lo escuchan embobados. Enrique trajo tres bolsas de hielo que rebalsan la pileta de lavar la ropa, así que, por una vez, la bebida está fría. En el centro de la mesa hay tres fuentes distribuidas, todas con ensalada de papas, huevo duro y mayonesa. Mi prima Vicky trajo la –también– tradicional de ananá, palmitos y apio y un bol repleto de patitas de pollo, alimento base de la dieta de sus hijos.
Papá y Enrique van de la parrilla a la mesa satisfaciendo pedidos. Me sorprende que el vacío no esté crudo. Me parece que hay más botellas de vino que lo habitual y que se reponen casi con entusiasmo, pero no estoy segura. Las diez menos veinte.
7. La abuela Quita se sienta al lado mío, en la hamaca del patio. Tu hermano está muy raro, me dice mirando a Ramiro, sentado al otro lado. Estoy a punto de decirle que no es Hernán, pero él me detiene con un movimiento breve de la mano derecha. Todos necesitaríamos un alerta para ser capaces de seguirle la corriente. La que está linda como siempre sos vos, abuela, le digo. Ramiro se levanta y la besa en la cabeza. El lindo es él, me responde. Ramiro vuelve con un vaso de vino blanco en cada mano. La abuela mira quién sabe qué cosa. Ramiro me mira a mí y me acaricia la espalda. Mamá, tía Lala y yo levantamos los platos de la mesa y yo apilo de a seis los de postre. Sacamos de la heladera la fuente infinita de ensalada de frutas, a la que mamá le agrega algunos cubos de hielo que saca de la pileta. Me acerco a la mesa, empuño el cucharón, sirvo las porciones y se las paso a Marta, que ofrece el agregado de crema chantilly y las alcanza luego a cada uno de los invitados. Pero algo sale mal: me engancho con el mantel, trastabillo y para no caerme me agarro de la fuente que primero se derrama encima mío y luego se estrella contra las baldosas. Son esas cosas que duran un segundo detenido. De golpe escucho a mamá que se ríe y trae el repasador de la mesa. Me rio también, sin entender nada y busco a Hernán, que se encoge de hombros y me guiña un ojo. Creo que están todos locos. Voy a cambiarme la ropa mientras los demás limpian el desastre que dejé. Desde la pieza, me parece escuchar el timbre. Once y media.
8. Coreamos la cuenta regresiva y gritamos a las doce. Papá nos mira, se sonríe –¡se sonríe!– y dice, como siempre: Que el año que viene seamos más. Brindamos. Busco a Hernán con la vista, pero no lo veo por ninguna parte.
Mis sobrinos abren los regalos con efervescencia, compiten por la cantidad y el tamaño de los paquetes y revolean los envoltorios mientras el flamante árbol se tambalea. Espero que tía Lala los ponga en su lugar, pero ella los mira, casi con deleite, y no dice nada. Marta se acerca y me pregunta si puedo envolverle un pedacito de lo que sobró del turrón de yema.
Son más o menos las 12.30 cuando empiezan a sonar los cohetes. Como religiosos, todos se levantan de la mesa. Ramiro me mira. Hora de ir a la plaza, le digo. Miro a la gente salir a la calle y se me repite la sensación de “estamos todos” y “qué pocos somos”. Ramiro nos sigue con cierta sorpresa. El semicírculo se arma alrededor del mástil. En el centro, los chicos mayores –solo los varones– y sus padres se preparan; se apagan las luces de la plaza, se prenden las linternas, se escuchan los primeros cohetes, lloran los bebés. Hernán se me acerca por la izquierda: ¿Me perdí algo? Surgió un compromiso ineludible, me dice. Mira a Ramiro: ¿No se parecen a los del Buenos Aires, no? Pero Ramiro no lo escucha. Mira en silencio, como hipnotizado. Me preguntó qué más hay ahí, además de destellos.
Volvemos en silencio. En el recorrido dejamos en su casa a la tía Lala y la abuela y tres cuadras más adelante a Vicky y los chicos. Te tenías escondido al bombón porteño, murmura mi prima cuando me saluda.
De vuelta en casa, mamá y Marta organizan el comando de limpieza que se desarrolla tan calladamente que me siento ahogada. Por fin, los vecinos se van y los viejos se acuestan.
—Fin de fiesta para tu visita antropológica —le digo a Ramiro.
9. Como todas las navidades, no puedo dormir. Me desvela esta vez algo atípico: esta noche no los odio.
10. Desayunamos en el patio mate con garrapiñadas. Mamá le dice a Ramiro que siempre que quiera está invitado a Lauría. Papá –otra vez– sonríe. Prende un cigarrillo y fuma con el repasador y la pava apoyados en la rodilla izquierda.
A las diez y media acompañamos a Ramiro a la terminal. La escena de ayer se repite: abrazo corto para Hernán, un poco más largo que lo conveniente para mí.
Vemos el micro abandonar la dársena y alejarse por la calle de tierra.
—¿Y? —me dice Hernán.
—¿Cómo no se nos ocurrió antes invitar a un extraño? —contesto—. ¿Qué te parece Marina para el 31?
Caminamos demasiado despacio. Tenemos el almuerzo por delante y lo sabemos.
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