Cuentos de Navidad. Algo para cenar
Las travesuras de tres niños en medio del duro proceso de crecer en un magistral relato de Magela Baudoin
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Cuando pasó lo que pasó, le prometimos a Mami no hablar nunca más del asunto. Y le cumplimos. Ella nos enseñó a no mentir. Supongo que todas las madres hacen lo mismo. Pero, cuando ella decía “no mentir” se refería –con los años finalmente se lo hice entender a mi hermano– no sólo a decir lo que fuera verdadero sino a algo mucho más simple. Para Mami era feo mentirles a los demás, pero era peor enredarse uno mismo. Lo que ella menos soportaba era eso de falsear para salvarte, de entrarle sólo a lo fácil o de fingir para hacerte el que más. ¿Cómo decirlo? Ella prefería que te jodieras honestamente a la blandura del purgatorio.
Más de una vez la vimos palidecer de vergüenza –porque la sinceridad puede llegar a encogerte– y, aun así, plantar la verdad. Mami era enfermera, lo que es igual a decir que era fría como un hielo. Trabajaba mucho, principalmente de noche y en el servicio privado, que es donde más ganaba, sin que eso significara que tuviera estabilidad ni que la plata fuera a alcanzarle. De día estaba fija en una clínica donde el sueldo era rigurosamente nacional y el trato presuntuosamente extranjero. Pero a Mami eso no le molestaba como a sus compañeras.
Por último tenía trabajo, decía. Y sí que había cosas que agradecer, repetía, tratando de convencer a mi hermano que en esa época tenía por deporte contradecirla y que odiaba las fiestas de fin de año, a las que todo el personal –médicos, enfermeras, administrativos, trabajadoras sociales, abogados y hasta el portero de la clínica– llevaba a sus hijos.
Mami se presentaba con nosotros, aunque seis hijos hacíamos mucho ruido. Seis hijos éramos difíciles de alimentar y de tener a raya. Esa era la razón por la que nadie nos invitaba y por la que ella mantenía las puertas de casa abiertas. Mami era capaz de multiplicar la cena de seis al número de niños extra que siempre había en la mesa. La cosa es que nunca nos perdíamos la fiesta de Navidad de su trabajo, primero porque se comía harto, segundo porque generalmente eran en el campo, y tercero, ahí estaba lo mejor, porque nos daban regalos.
Pobre Mami. Los regalos le caían del cielo, como una pequeña propina decembrina. Para nosotros, ya no tengo que mentir, no acababa de ser divertido eso de ligar el agua con el aceite y de mezclarnos con los hijos de los doctores.
A mi hermano le gustaba poner a Mami en aprietos, tenerla a prueba. Era como si dijera: “¡A ver, hacete pues la santita ahora!”. No pocas veces –él, que me contaba todo, me lo confesó– era malo sin proponérselo.
Pero no había persona más recta que Mami y, por lo tanto, más predecible que ella. Mami no le hacía a la teoría ni al diálogo con nosotros y nunca nos impidió que contásemos algo. Te daba tu chinelazo y listo o te lanzaba lo que pillaba en su camino: el cepillo, la cuchara de palo, el uslero, la cacerola vacía, las naranjas de la cesta… Lo usual, sin embargo, era que se quitara la chinela y te diera en la parte de atrás de las piernas: ¡Plaf, plaf! Aquella descarga no podía dolernos demasiado –al menos así lo recuerdo– porque Mami le hacía mejor a los gritos que a la fuerza; y porque –a conciencia– cada uno de nosotros sabía que lo merecía y eso suavizaba.
Mami no era rencorosa; lo opuesto que mi hermano, que era el único varón de la casa. Al resto de nosotras se nos pasaba rápido el enojo, pero él se quedaba ofendido con ella y decía que la odiaba. Lo repetía en voz alta para lastimarla porque era él quien más llevaba chinelazos. Lo cual, por otra parte, pasó de injusto a ser normal. Es cierto que no se podía ser el culpable de cuanto ocurría en una casa sin que interviniera ni media duda; pero también lo era que Mami ya ni preguntaba, pues cuando lo hacía, la respuesta provenía del mismo sitio. Así que muchas veces se ahorraba el camino y directamente le lanzaba la cuchara de palo. Mi hermano era frío, igual que ella. E igual que ella, al final también se derretía. Casi nunca lloraba, ni siquiera lo hizo cuando Mami murió. Una vez nada más recuerdo haberlo visto llorar como una niña. Es que a él no le importaba tanto llevar paliza como después vengarse. Y en una fiesta de Navidad de la clínica se vengó un día. Les contó a los hijos de los médicos que Mami nos pegaba. Mi hermano fue vago en el alcance pero categórico en su afirmación:
—Sí –dijo mostrando la parte posterior de sus piernas–, mi madre nos pega –Los niños se rieron. Mi hermano insistió.
—¡Bah!, si no me la creen… –Los retó–. ¡Vayan a preguntarle!
Los chicos intercambiaron miradas y sonrisas maliciosas.
La maldad puede ser infinitamente pura a los once años. Mi hermano no se compadeció. Los vio partir corriendo, interponerse en el círculo amplio en el que estaba Mami conversando, rodeada de médicos, de administrativos, de la gente importante de la clínica.
—Señora –le gritaron, riendo–, ¿verdad es que le pega a su hijo? –Se produjo un silencio instantáneo entre los adultos, todavía sorprendidos con la pregunta.
Mami se puso como un tomate, la vimos titubear a lo lejos, pero rápidamente recomponerse.
—Claro –dijo con humilde altanería–, cuando se lo busca le doy su chinelazo –Los adultos rieron.
Pensamos que Mami le daría mínimamente unos diez chinelazos a mi hermano llegando a casa, pero lo único que le dijo fue: “Ahí tengo, la venganza es un plato frío, ¿no?”. No estaba molesta ni de mal humor. Sólo tenía los ojos hondos y le temblaban un poco los labios.
Y aunque no hubo reclamos, mi hermano igual lloró, bajito, contra la almohada, como si le hubieran dado una tunda. Yo lo escuché, desde lo alto de mi litera. Las cinco lo escuchamos.
Aquella no fue la primera ni la última de mi hermano. Mami sufría sus torerías al menudeo, pero después las relataba con cierta algazara, orgullosa de sus atrevimientos. Sólo una madre puede convertir en ternura las maldades de su hijo. Convengamos en que la de nuestra mamá era una enseñanza a la antigua, que terminó forjándole a mi hermano una fama terrible, que lo precedía y que él acabó por esforzarse en confirmar.
Ella nunca tuvo un marido por mucho tiempo. Pienso que terminó gustándole eso de ser una mujer heroica: ella, con sus hijos, contra el mundo. Pero la verdad –la purísima verdad, decía mi hermano– era que Mami le tenía miedo a la soledad. Inflamaba su fuerza con la compasión que le brindaba el mundo, con la admiración y el asombro que provocaba el hecho de que además de seis hijos, ella siempre tenía un ocioso que mantener.
Cinco maridos, mientras estuvimos todos juntos. “Padre” fue una palabra sin uso en nuestra infancia. A mi hermano se le dio por usarla cuando cumplió siete. De pronto se ponía melancólico, sin apetito, tristón. Mami le preguntaba:
—¿Y a vos qué te pasa ahora? –Le tocaba la frente con los labios para palpar si tenía temperatura.
—Nada –respondía él con los ojos arqueados para abajo.
—¿Cómo nada? Entonces por qué estás tan callado.
—Extraño a papá –Ella trastabillaba, lo miraba con culpabilidad, se iba y le traía una gelatina.
Pienso que si mi hermano hubiera puesto el numerito una o dos veces nada más, le habríamos seguido creyendo. Pero él era exagerado. Y Mami, que tampoco era lenta, se las cantó en ocho letras:
—¡Farsante! –le dijo–. ¡Si vos ni te acordás de tu padre!
—Claro que me acuerdo.
—Pues más vale que te desacuerdes.
Mi hermano siguió jugando con su autito, como si no fuera con él. Mami podía ser tan fría como el congelador.
—Escúchame bien –Lo cogió de la polera–. Él capaz que te quiso pero se fue. Así que soy yo la que te cría y te da de comer. Tu padre y madre soy yo y nadie más que yo. ¿Me entendiste?
—Sí –afirmó él, abriendo una gran sonrisa en su rostro–, ya lo sabía –Y se fue corriendo.
Mami odiaba tanto la mentira que una vez le metió a mi hermano picante en la boca para que no fuera a repetir la ocurrencia de decir que ella era médico en lugar de enfermera. La maestra se la había topado en la clínica y luego preguntado frente a toda la clase si Mami trabajaba allí. El aula había quedado en silencio.
Entonces mi hermano tragó saliva, como hacía siempre que iba a decir una mentira:
—Sí, profe –reafirmó con la cabeza–, mi madre es doctora.
La maestra lo aduló con un chispazo de conveniencia, ocasionando un barullo de envidia entre sus alumnos y el malestar de un súbito remordimiento que le estrujó el corazón a mi hermano. El pecho se me volvió un puño, me dijo. Mami casi murió de la rabia cuando la maestra le pidió que la revisara.
—Pepas de locoto puritas te voy a dar la próxima vez que andes inventando mentiras –le gritó, mientras mi hermano hacía crujir las venas del pimiento con los dientes, sin una sola lágrima.
Cuando cumplió trece, mi hermano aprendió a manejar. No recuerdo quién le enseñó, pero él ya calentaba el viejo Renault de Mami. Lo adelantaba y lo retrocedía. La acompañaba al mercado sólo para mover el auto del garaje hasta la entrada de casa. Ella lo dejaba conducir ese pedazo.
—Cuando maneje bien –le prometía mi hermano, tomándola del brazo– la voy a llevar en las noches a ver a sus pacientes y la esperaré en el auto.
Mi madre sonreía a media asta, con esa mezcla de pesimismo y dudosa fe que siempre tuvo a flor de piel.
—¿Quiere apostar? –saltaba él–. ¡Deme el auto y va a ver que nadie va a manejar como yo!
—Ya veremos más adelante.
Pero el “ya veremos” nunca significó “no se hable más del asunto”. Para mi hermano, aquella expresión contenía una promesa implícita, una realidad tan próxima como lo fuera su terquedad. Aprender a conducir perfectamente se convirtió en su único interés. Se pasaba practicando imaginariamente, sentado sobre el sillón de la sala y haciendo los cambios. Hablaba de la cilindrada de los motores, de los corredores –Fangio, Ascari, Farina, Niki Lauda, Emerson Fittipaldi, Ayrton Senna, Shumacher…– y de las ventajas del sincrónico versus el automático. El auto de Mami era sincrónico y él lo adulaba.
—Es que, Mami, un sincrónico es lo mejor –Ella reía.
Los amigos de mi hermano, Marlon y Josué, lo seguían. Mi hermano inculcó en ellos su pasión por las carreras. También su imprudencia. Josué era hijo de un brasileño, entrenador de caballos, tan ajustado en su economía como nosotros. No, peor que nosotros.
A veces llegaba Josué a la cocina, muerto de hambre y devoraba lo que hallaba a su paso como una marabunta. Su padre no tenía auto; era buen tipo el hombre, siempre dispuesto a ayudar. A Mami le caía bien. En cambio el padrastro de Marlon, ese sí que era especial, opinaba Mami, discretamente, porque no le gustaba hablar mal de nadie. Ella nos prohibía repetir lo que decían en el barrio porque a nosotros no nos constaba que traficaba. Pero lo cierto era que el padrastro de Marlon tenía un Lebaron sincrónico de vidrios ahumados, que conducía supuestamente como taxi, en la rutina circular e infértil del hoy no y mañana tampoco, y siempre tenía plata. Se la pasaba rodando con la misma gente dentro del auto y bebiendo en la calle hasta la madrugada. Le pegaba a Marlon y a la mamá de Marlon pero no con las chinelas sino de un modo que era imposible de contar. Mami los había curado una vez. Marlon también era un muerto de hambre. También lo devoraba todo, pero después de haber comido en su casa. Su padrastro le decía: “Anda y aprovecha”. Y él venía y aprovechaba. A Mami no le importaba.
—Si viene, es que lo necesita –nos decía–; entonces que aproveche.
Marlon dijo un día, mientras cenábamos y después de lavarle el auto al padrastro:
—Es un desperdicio tener un auto y no usarlo –A mi hermano le brillaron los ojos.
—Deja el auto en paz y come –Mami miraba a Marlon con lástima cuando él no se daba cuenta. Marlon siempre tenía una mirada apagada, aunque riera.
El auto pasó a ser una obsesión. Al principio, los tres lavaban el Lebaron tantas tardes como podían. Eso era tantas tardes como el padrastro de Marlon dormía y no salía a vueltear. A mi madre no le gustaba que a ningún hijo suyo lo anduvieran mandando, pero mi hermano se dejaba por puro gusto, igual que los otros. Se metían bajo el motor, le miraban el aceite y los frenos, el escape y hasta los mecanismos escondidos dentro de las puertas. Pasaban horas sentados en la vereda estudiándolo, sin tocarlo, guiados por las intuiciones de mi hermano y de Marlon, que habían trabajado juntos en las vacaciones como ayudantes de un taller. Mi hermano animaba a su amigo, extrayendo su sabiduría más radical de los refranes de Mami. Marlon asentía en silencio.
El Lebaron se convirtió en el auto más limpio de la cuadra. Mami se quejó:
—¿Qué tengo que hacer pa’ que me laven así el auto?
—Pagar –Mi hermano, de mal humor.
—¿Cuánto? –Mami.
—Harto –Otra vez mi hermano en seco.
—¡Bah! –dijo ella–. Entonces no quiero nada.
Sabíamos que era mentira. Mami no era tonta. El padrastro de Marlon no les daba ni las gracias. Al contrario, era capaz de cobrarles porque era él quien les hacía el favor de permitirles tocar el auto. Trataba a Marlon cada rato y lo humillaba, sobre todo cuando estaba acompañado. “¡Apurá!”, le gritaba si Marlon había comenzado a jabonar la carrocería. “Apurate tonto”. Marlon se apresuraba. “¡Apuraaate imbécil!”, lo acuciaba. “Este es un inútil –Se reía– igual a la madre”.
Marlon quería matarlo. Una vez, con mi hermano y Josué de testigos, el hombre sacó del asiento trasero un calzón, lo olió y se lo enrostró a Marlon para luego guardárselo en su bolsillo. “Cuidao con estar sacándome cosas del auto, ¿no?”, le advirtió. Mi hermano y Josué miraron hacia otra parte y Marlon se mordió la lengua postergando su rabia porque nada era más importante que aprender a manejar y en el Lebaron mal que mal podían hacerlo.
La misión de mi hermano, entonces, era enseñarles a partir y la de los otros vigilar que nadie apareciera. Lo planeaban todo. Por eso es que siempre hacían viajes breves llenos de adrenalina y de cautela. El día del desastre metió la llave, la giró. El auto saltó asmáticamente porque no estaba en neutro. Mi hermano se dio cuenta del error. Lo apagó. Respiró profundo para calmarse. “Qué burro”, dijo en voz alta. Puso la palanca en neutro, dio vuelta a la llave de nuevo. Ahora sí. Metió primera, partió lentito, unos tres metros nada más. Después retrocedió y el auto terminó en el mismo lugar del principio. Sus amigos lo siguieron. Josué fue primero, estaba mejor dotado. Marlon, no. El auto gemía porque Marlon era lerdo para sincronizar la primera con el embrague.
—Vamos, metele de una vez –dijo mi hermano descargando en él toda la presión de su ánimo. Marlon se puso frente al volante. Josué también lo alentó.
A Marlon no le quedó más que hacerlo. “Ahora es cuando”, dijo y lo hizo bien, aunque las rodillas no dejaban de temblarle.
—Te vas a desarmar –dijo Josué riendo–: ¡tranquilo!
La calle estaba casi desierta. A media tarde las calles siempre estaban medio desiertas. El calor ahogaba como a las mujeres el luto bajo el sol. Marlon tenía mojada la polera alrededor de las axilas y en el pecho. Le brillaba la frente.
—Estamos listos, ya es hora –dijo con voz de combate, y los otros dos se miraron–. Metámosle de una vez –Subió el tono, decidido–. ¿O la van a mariconear? La calle de atrás de la nuestra crecía en importancia en las horas pico porque daba a las puertas de un colegio grande y de un puesto policial. Por allí hormigueaban niños y se estacionaban muchos autos, en los alrededores del timbre de salida. Marlon aprovechó el impulso para avivar su perspectiva y echar adelante su señal:
—Quién dijo miedo –gritó, golpeando el volante con la palma de la mano. Recibió un conciso rebote de silencio. Por un segundo se vio abandonado.
—¡Quién dijo miedo, carajo! –Se acopló la voz de mando de mi hermano.
—¡Nadie! –gritaron los tres.
Mi hermano se sentía intranquilo, a pesar de todo cuanto habían hablado, mas no se detuvo ante la idea de la calle abierta como un destino que ellos se habían propuesto dominar. Fue impecable al encender el motor.
Al pasar saludó a la vecina de la tienda y pensó en que como era amiga de mi madre la señora Micaela los chivaría. Metió la primera e incluso hizo un cambio a segunda, en el momento en que la caja comenzó a resentir la velocidad ascendente. Ya había dado prácticamente la vuelta entera cuando dejó que pasara un micro, torció a la derecha, entró a la bocacalle de nuestra cuadra y frenó toscamente al llegar. A él también le temblaron las piernas, me lo dijo. Le siguió Josué, que nunca se hacía el más listo, ni el más macho, ni el mejor.
—Estoy nervioso –confesó–. Ninguno le respondió.
Josué arrancó el Lebaron a tropezones, pero lo arrancó, y fue a una velocidad estable de carromato que no demandó ningún cambio en la palanca.
Cuando pasó por el colegio, la calle ya estaba llena de autos estacionados, pero vacía de niños. Mi hermano respiró. Josué rodeó la manzana con una lentitud infinita, se detuvo y bajó del auto como expulsado de un golpe.
—Me sudan las manos –Se las secó en el pantalón.
Mi hermano se rio a carcajadas de la cara de Josué. La verdad es que se rio de nervios. Era el turno de Marlon. Ya no lucía tan animado ni tan seguro. Mi hermano dijo que se veía verde como si fuera a vomitar.
—Si quieres la dejamos ahí –le dijo.
Marlon no titubeó en su frialdad. Cambió lugares con Josué. No respiró hondo, no movió la palanca de izquierda a derecha en neutro, no repasó los procedimientos acordados ni se hizo la señal de la cruz que los tres se hacían antes de comenzar. Dio un jalón abrupto. El auto saltó pero enseguida compuso su marcha. Marlon aceleró un tanto para cambiar de velocidad.
Puso hasta el guiñador para doblar. Tenía esa expresión, dijo mi hermano, que le daba tanta pena a Mami.
—¡No tan rápido, hombre! –le gritó Josué–. El plan es salir vivos.
En vez de reducir, Marlon metió más pata al entrar a la curva. El auto rugió, esquivó un bus, una moto, un taxi, un carretón jalado por un caballo. De la nada, apareció una mujer petrificada en el medio de la calle con dos niños pequeños. Ya no había tiempo de frenar. Mi hermano jaló el volante a su derecha con violencia. Josué se prendió al asiento y Marlon al tablero. La nariz del Lebaron crujió contra el muro del puesto policial, derrumbando la pared de ladrillos. El capó humeaba, arrugado como una hoja de papel.
Marlon se dio vuelta para verificar que Josué y mi hermano estuvieran sanos y salvos. Los ojos se le iban a caer de las cuencas. La voz no le surgía. Mi hermano lo empujó fuera del auto y salió él mismo de una zancada.
“Ahora sí que no la vas a mariconear, ya llegamos hasta aquí”, le dijo. Josué era el más sereno.
—Tranquilos –dijo–, ya vienen los pacos. El timbre del colegio sonó. En un segundo estaban rodeados de gritos de adultos y de niños. En el campo visual de mi hermano, lo único que existía eran las señas de Josué, los asientos del auto expuestos tal y como los habían dejado con las puertas abiertas de par en par y los pantalones mojados de Marlon. La reserva de su miedo y, al mismo tiempo, de su valor. Les preguntaron quién manejaba. Marlon seguía mudo. Mi hermano respondió mecánicamente con la prontitud que exigía Mami en los interrogatorios de casa.
—Yo –tragó y le tembló la voz.
Los policías que los metieron adentro del retén los cercaron a preguntas que ellos contestaron sin precaución, como si nunca hubieran visto en la tele que tenían derecho a permanecer callados. Dijeron atropelladamentede quién era el auto y el oficial apuntó “del padrastro”, luego de que Marlon le dictara su nombre completo. Enseguida explicaron que cada uno dio una vuelta a la manzana y el policía dijo en voz alta: “sin autorización”. Mi hermano repitió que había sido él quien chocó, que era la primera vez que manejaban el auto, a lo que el policía incorporó: “sin daños humanos”. Les anunciaron que el auto estaba confiscado. Marlon se vino en desesperación. “Mierda, mierda, me va a matar”, repitió muchas veces, pasándose las manos por la cara y suplicando que no se fuera a perder nada. “¿Y qué tanto hay en el auto pues?”, dijo el policía. Josué se dirigió a Marlon: “Tranquilo vos, aquí no te va a pasar nada”. Pero Marlon sollozó destemplado: “Es que no sabés lo que es ese tipo, ¡me va a matar!”. El policía escribió en su libreta. Mi hermano se enojó: “Entonces hacete el muerto y dejá de llorar, mierda”.
Esa tarde el barullo era tan grande que Mami y yo, que veníamos en el Renault de la clínica, no alcanzamos a llegar a casa. La voz se había corrido en todo el barrio. La señora Micaela le hizo señas y nos detuvimos frente a su tienda. Como había predicho mi hermano, los chivó con lujo de detalles. Madre condujo como un rayo hasta el retén policial: “Dios bendito, Dios bendito”, decía. A mí se me hizo un nudo de piedra en la barriga.
Llegamos. Pidió con el policía que llevaba el caso y lo escuchó pacientemente. ¿Está seguro de que fue mi hijo?, preguntó, porque no era lo que le había contado su vecina, y el policía contestó que eso era lo que el mismo chico había dicho. Mami sabía reaccionar cuando las cosas se ponían feas. El policía le explicó que con las declaraciones que tenían sería rápido reconstruir el accidente y que podrían liberarlos después de los papeleos y de pagar. El padre de Josué estaba en el campo y el padrastro de Marlon no daba señales de vida. Mami dijo que si tenía que pagar para que liberaran a su hijo lo haría, pero que primero quería hablar con él. Lo dijo con amable entereza. Nos dejaron entrar, mientras inspeccionaban el auto. En la celda distinguimos primero a Josué que estaba de pie y nos saludó con la mano. Marlon se hallaba en una esquina hecho un bulto y mi hermano recostado contra los barrotes. Al vernos tragó saliva. Se acercó.
Mami lo cogió de las manos:
—Muchacho e’ miércoles, ¿por qué te echaste la culpa? –le dijo en voz baja, atenazándolo del brazo. Mi hermano no se soltó. Guardó silencio antes de hablar.
—Mami, por favor, no vaya hacer lío –le suplicó, mirando desde arriba a Marlon. Ella lo acunó con la vista. Marlon tenía los párpados terriblemente hinchados.
—Vas a ver cuando lleguemos a la casa, ají a la boca te voy a poner –A mi hermano se le aguaron los ojos. Mami le apretó la mano y luego dijo, lanzando su voz crecida hacia el interior de la celda–: ¡Y ustedes, chicos!, ¿tienen hambre? ¿Les traigo algo para cenar?
Al volver a la oficina, el policía nos explicó que el lío era gordo porque habían encontrado el auto “cargado”. “Un trabajo profesional”, dijeron. En ese momento mi cabeza comenzó a disparar imágenes como una vieja proyectora de cine, en el techo de nuestro cuarto a oscuras.
La Policía buscaba al dueño del vehículo mientras Mami llamaba al abogado de la clínica. Lo demás ocurrió realmente como en una película. La mamá de Marlon dejó de llorar y declaró lo que todo el mundo sabía en el barrio. La de Josué era tan serena como él.
Al padrastro de Marlon se lo tragó la tierra. No lo encontraron ni ese día ni después. Mami pagó el abogado, además de los daños por los tres chicos con un préstamo de su trabajo. Los padres de Josué prometieron devolverle su parte pero volvieron a Brasil al poco tiempo. La mamá de Marlon también se fue, pero porque Mami se lo aconsejó. Y mi hermano se libró de los chinelazos y del ají, pero esta es una historia de la que nunca más hablamos. Mami nos lo prohibió en aquella época y, cuando murió, ya había pasado mucho tiempo para recordarlo.