Cuento de primavera: la historia de un misterioso e ilustre jardinero que quería tener una plaza
“Los jardines de Plácido”, un relato conmovedor sobre la silenciosa labor de un hombre humilde, una puerta de entrada a la obra del escritor Enrique Wernicke
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Poeta, dramaturgo, periodista y escritor argentino, Enrique Wernicke nació en Buenos Aires en 1915 y desarrolló a lo largo de su vida diversos oficios: agricultor, titiritero, publicitario y fabricante de soldaditos de plomo. Habitante de la ribera bonaerense, plasmó esa experiencia en su novela más autobiográfica, La ribera. Gran parte de su obra se inspiró en la realidad cotidiana y la experiencia vivida, y mereció diversos galardones: Premio Municipal de Literatura 1940 por su libro de cuentos Hans Grillo, Faja de Honor de la SADE 1947 por los cuentos de El señor Cisne, Premio de la Dirección de Cultura de Buenos Aires 1955 por La ribera y Premio Nacional de Literatura 1968 (póstumo) por El agua. Murió el 30 de agosto de 1968.
También publicó libros de poesía y sainetes. Juan Carlos Castagnino, Carlos Alonso y María Wernicke (su hija) ilustraron algunos de sus libros. “Una prosa muy sobria, austera y lírica a la vez, es vehículo de relatos de intensa compenetración con la naturaleza”, escribió César Aira sobre el autor de Chacareros. El cuento que ofrecemos a continuación, para todo público lector, fue publicado en 2001 por Colihue, con ilustraciones de su hija, María Wernicke, en la colección Cuentos del Pajarito Remendado.
Los jardines de Plácido
Llovía; el agua corría por los grandes ventanales del salón donde Plácido aguardaba. Era un hombre alto, desgarbado, tan humildemente vestido que desentonaba hasta con los muebles, más o menos sencillos.
Transcurrieron tres cuartos de hora y por fin lo hicieron pasar.
El Alcalde no le tendió la mano; Plácido se quedó con el brazo en el aire, triste, más que turbado, porque tenía un alma simple que no entendía de cortesías. Entonces suprimió todo prólogo y dijo de golpe con voz clara:
—Alcalde, quiero una plaza.
—¿Una plaza...? ¿De qué?
—De tierra.
El Alcalde lo observó fijamente con sus ojillos verdes; disimuladamente, corrió sus dedos hacia el timbre. Plácido esperaba, indiferente al silencio que habían provocado sus palabras.
El Secretario acudió presuroso. Cuchichearon rápidamente y el rostro del Alcalde se distendió en una sonrisa. Había temido vérselas con un loco.
—¿De modo... —dijo, apartando a su servidor con un gesto— que quieres una plaza de la ciudad? ¿Una plaza con árboles, con bancos y fuentes?
—Sí, señor.
—¿Y qué vas a hacer en ella?
—Trabajar. Poner plantas. Y cuidarlas... Carpir, regar, podar...
El Alcalde vaciló un segundo apenas; en seguida resolvió, diciendo:
—¡Bien! Te daremos una plaza. Serás el jardinero honorario, el guardián, en fin, lo que quieras. Pero... tendrás que mejorar un poco la presencia.
El extraño postulante sacudió el polvo de sus miserables ropas y bajó los ojos, como avergonzado. Pero por fin sonrió con dulzura y respondió:
—Por las tardes podría vestirme de chaqueta.
—¿Tienes chaqueta?
—Sí, debo tenerla todavía.
El Alcalde lo saludó con un gesto. Plácido se volvió y trabajosamente dio con la puerta de salida.
El astuto Director de Jardines se frotaba las manos satisfecho. Se había librado de una pesadilla cumpliendo, de paso, el absurdo decreto del Alcalde.
Plácido pagaba las consecuencias. El terreno que le habían cedido estaba ubicado en las afueras de la ciudad; era, en realidad, el lugar donde alguna vez debió cumplirse un proyecto postergado que se conservaba bajo el título de Paseo Ribereño del Sur. Como lo decía su nombre, se trataba de la costa del río, tierra gredosa y pobre. Pero Plácido era evidentemente un loco y, además, solo había pedido tierra. Ahí la tenía.
El Director firmó la resolución y pocos días después tomó su licencia. Todo el mundo oficial olvidó a Plácido, hasta los ordenanzas que habían sido los introductores del postulante.
Pasaron unos tres meses durante los cuales el Alcalde estuvo ocupadísimo con las continuas interpelaciones que le hacía el Consejo. Pero como todas las cosas tienen su fin, un acuerdo político apaciguó los ánimos y el Alcalde dispuso nuevamente de su persona. Y quiso el destino que, apenas tuvo la paz necesaria para pensar tonterías, se le atravesara el recuerdo de Plácido y su notable pedido.
Comenzaba la primavera. La oficina olía a tabaco y humedad. Todo invitaba a salir, y, como el Alcalde acababa de encontrar el pretexto satisfactorio, llamó a su nuevo Secretario y salió en busca de Plácido.
Cuando llegó a la ribera no pudo creer en lo que sus ojos veían. Donde antes sólo existían matorrales y charcas, ahora había árboles, flores, grandes canteros de césped, glorietas y otras maravillas.
—¡Pero, este hombre es un genio! —gritó el Alcalde—. ¡Esto no puede ser! ¡Nadie en el mundo puede hacer otro tanto en tres meses!
Y después de repetir cuantos superlativos conservaba en la memoria, el Alcalde sacudió de un brazo a su Secretario y le preguntó furioso:
—¿Y usted? ¿Cómo no me ha dicho una palabra?
—¡Yo... soy nuevo en el cargo! —se disculpó el empleado. Y era verdad, no hacía siete días que reemplazaba al Secretario anterior—. Y además —continuó— yo he pasado por aquí hace una quincena y no me ha llamado la atención...
—¡Tonto! —rugió el Alcalde y se precipitó fuera del auto. Caminó por el pasto y se detuvo ante una rosa amarilla para olerla embelesado. Luego quedó extático frente a un macizo de lirios. Y después ya no supo qué admirar más y corrió dando saltos.
Entretanto, el Secretario no lograba salir de su estupor. Porque, para él, esta obra estupenda era labor de quince días. ¿O podría habérsele pasado por alto? ¡Imposible! ¡Cuántas veces había estado allí, con su novia! Esto olía a brujería...
Un grito cortó sus meditaciones. El Alcalde lo llamaba. Acudió al trote.
—¿Dónde está Plácido? —le preguntó.
—No sé quién es Plácido, señor.
—¡Es el “dueño” de esta plaza! ¡El santo! ¡El mago!
Y como el Secretario no sabía nada de aquel famoso asunto, el Alcalde hubo de explicarle todo, con lo cual sólo consiguió asombrar más al pobre hombre y terminar de confundirlo. Luego, ambos comenzaron a recorrer el parque dando gritos:
—¡Plácido! ¡Plácido!
Pero no pudieron hallarlo. Más aún, no vieron un alma durante todo el paseo.
Aquellos canteros tan frescos y limpios parecían cuidarse solos, porque en ningún lado encontraron palas o mangueras o carretillas, instrumentos indispensables para el floricultor.
Regresaban ya, rendidos y roncos de tanto gritar, cuando con nuevo asombro descubrieron en el punto de partida a unos diez o quince hombres que afanosamente carpían la tierra.
—¿De dónde salen ustedes? —preguntó violentamente el Alcalde— ¿Dónde estaban?
—Estábamos en el trabajo... —replicaron.
Con distintas voces pueblerinas aclararon que eran vecinos de la ribera y que, luego de terminar cada uno su trabajo particular, acudían al parque para ayudar a Plácido. Pero estos hombres también eran gente sencilla, caracteres simples, más hechos para entenderse con el famoso jardinero que con el Alcalde y su Secretario. Tal vez por eso no se explicaban la excitación del funcionario ni aceptaban sus desmesurados elogios sobre los jardines.
—No es tanto, no es tanto... —decían moviendo las cabezas—. Hay pulgón... hay peste... Las dalias no andan bien...
No mentían. Para ellos el parque estaba lejos de ser lo que debía haber sido.
El Alcalde se indignó ante estas manifestaciones que atribuyó a la ignorancia de sus interlocutores y no quiso perder más tiempo.
—¡Basta! —gritó—. ¡Ustedes no saben lo que dicen! ¡Quiero ver a Plácido!
—Va a ser difícil... —le respondieron a coro.
—¿Dónde está?
—En alguna otra plaza.
—¿Otra plaza?
Aquella tarde iba a ser memorable en la vida del Alcalde. Jamás había experimentado tan contradictorias sensaciones y difícilmente volvería a recibir respuestas más inesperadas.
Según el decir de aquellos hombres simples, Plácido “tenía” muchas plazas como aquella, pues había repetido su notable solicitud en unos cuantos pueblos de la provincia.
—Pero... —gimió el Alcalde— entonces, ¿quién ha hecho esto?
—Y... —los hombres se miraron entre sí—. Esto lo hacemos nosotros, siguiendo las indicaciones de Plácido.
El Alcalde ya no pudo con sus nervios. Dio unas patadas en el suelo y, con los ojos llenos de lágrimas, corrió a esconderse en el auto. El Secretario, después de bambolearse unos segundos, lo siguió tropezando.
Los ayudantes de Plácido comentaron tan absurda retirada. Para unos, el Alcalde estaba enfermo. Para otros, el Secretario se había dormido parado. Pero como la tarde corría y había que terminar con aquel cantero, todos a un tiempo levantaron las azadas.
En toda esta curiosa historia de Plácido hay varios detalles muy extraños. El primero es ese del efecto que hizo en los funcionarios la belleza del Parque Ribereño. Es evidente que tanto el Alcalde como su Secretario (y todos los funcionarios que concurrieron posteriormente) veían el parque con ojos muy diferentes de aquellos con que lo veían los ayudantes de Plácido y demás gente del pueblo. Algo así como si la función pública hubiera transformado o alterado su visión de las cosas hasta el punto de encontrar maravillosa la efectiva pero simple labor de unos cuantos hombres. Este misterio resulta más notable en el caso del nuevo Secretario que, apenas se hace cargo del puesto, ya desconoce el paseo recorrido pocos días atrás.
Otro detalle curioso es el que nos plantea Plácido al repetir en distintos pueblos sus notables solicitudes. Pero el más chocante de todos es el de la desaparición de Plácido. Efectivamente, nunca, a pesar de todos los empeños oficiales, se pudo dar con el ilustre jardinero.
Para terminar esta historia, yo, que soy hombre de pueblo, he visitado algunos de los jardines creados por Plácido. Son hermosos, sí, pero mucho más hermoso es el hecho de que los hayan realizado los vecinos.
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