Cuánto cuesta ponerle el punto final a una historia
La literatura universal está llena de obras maestras que los lectores consideran perfectas, pero sus autores nunca dan por terminadas; casos que ilustran la máxima
En el célebre arranque de su novela El final del romance, Graham Greene escribió: "Una historia no tiene ni principio ni final: uno escoge arbitrariamente el momento de la experiencia desde el que mira adelante o hacia atrás". Tal vez los novelistas puedan elegir el momento narrativo desde el que comienzan su relato, incluso aquel con el que lo acaban. Pero otra cosa muy diferente es cuándo terminan de escribir una obra, porque muchos autores sienten que no lo hacen nunca. "Borges decía que el concepto de «obra definitiva» es sólo fruto de la teología o del cansancio", recuerda Alberto Manguel, autor de Una historia de la lectura y lector del autor argentino cuando perdió la vista.
La relación de los escritores con sus obras es tan intensa como la relación con sus propias vidas: algunos prefieren no mirar atrás, otros no paran de hacerlo, algunos son perfeccionistas hasta el infinito, otros prefieren que las obras se queden como están. La mayoría de los autores, lo confiesen o no, no puede evitar observar por la cerradura su vida y, por lo tanto, de su escritura. Desde Marguerite Yourcenar hasta Juan Ramón Jiménez, Milan Kundera, Ludwig Wittgenstein, que rechazó las tesis de la obra que lo convirtió en un autor mundialmente famoso, El Tractacus lógico-philosophicus, o Kafka, que pidió la destrucción de todos sus libros, la literatura universal está llena de obras maestras, que los lectores consideran perfectas, pero cuyos autores nunca dieron por terminadas.
"La reescritura siempre ha sido para mí una norma de trabajo, un texto artístico se puede corregir interminablemente", explica el poeta y narrador José Manuel Caballero Bonald, premio Cervantes en 2012, cuyas poesías completas están reunidas en Somos el tiempo que nos queda. El novelista Juan Goytisolo, que el próximo recibirá el máximo galardón de las letras españolas, también es un inagotable corrector: "He suprimido páginas enteras de Juan sin Tierra y en otras obras no he tocado nada, más allá de alguna errata. Toco cuando encuentro que lo que escribo no se corresponde con lo que espero del libro. La obra que cuenta es la que decide el autor. El que tenga una edición antigua de Juan sin Tierra o de La saga de los Marx debe saber que existe una edición posterior. La última es la que cuenta". "En todos he cambiado cosas", confiesa, por su parte, Javier Cercas, que publicó a finales de 2014 El impostor y una reedición de El vientre de la ballena, su tercera novela, en la que introdujo notables cambios. "Le hice una auténtica liposucción, porque tenía la intuición de que la novela era celulítica y que dentro de ella había un buen libro; creo que la intuición era exacta", afirma el escritor, que antes había convertido su primera obra, el libro con cinco relatos El móvil, en una novela corta con uno de ellos. "Ahora estoy releyendo Soldados de Salamina porque se va a publicar en mayo una edición revisada. He corregido adjetivos, más de una frase de sintaxis pedregosa, incluso algún anacronismo. Los poemas no se acaban, decía Valéry, sólo se abandonan; con los libros pasa lo mismo."
Los ejemplos son infinitos. La narradora Marta Sanz reescribió su novela La lección de anatomía, publicada en 2008 y reeditada en 2014. "No sentí que traicionase a los lectores de la primera versión, al contrario, estoy muy agradecida de que me dieran la oportunidad de reescribir mi libro", explica. "Si el autor tiene sentido de la autocrítica, tiende a mejorar las cosas. Desengrasé el estilo. Es en realidad un libro nuevo porque incluí dos capítulos y parcelé de otra forma toda la narrativa. El bueno es el último porque reflejamos lo que aprendemos."
También están los escritores que, una vez terminado el libro, cuando éste ha empezado su vida propia, se dan cuenta de que existen historias que, como ramas, surgen de sus páginas. El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince -con su libro La Oculta de próxima aparición- explica cómo surgió una nueva obra de su novela más célebre, El olvido que seremos. Sin embargo, Abad Faciolince no es partidario de volver sobre lo escrito. "Creo que un libro es una especie de espejo de lo que uno era en el momento que lo escribió. Como uno deja de ser el que era, ya hay muchas cosas de los viejos libros que te suenan extrañas, ajenas, incluso malas, entonces uno tiene la tentación luciferina de cambiarlas. Pero al cambiarlas, el libro se vuelve un híbrido que ya no funciona, pues el escritor de hoy es distinto al de hace 20 años, y los libros corregidos por el mismo autor quedan raros, como si hubieran sido escritos a dos manos", explica.
Hasta el infinito y más allá
Las obras literarias, el pensamiento filosófico, son cuerpos vivos que respiran a través de la relación que establecen con los lectores, pero también porque nunca acaban de separarse totalmente de sus autores. "El libro tiene una autoridad sobre uno que uno no tiene sobre él", asegura Rafael Chirbes. Sin embargo, los procesos de escritura pueden prolongarse hasta el infinito. Uno de los casos más extremos es el de la belga Marguerite Yourcenar (1903-1987): Opus Nigrum, una de sus grandes novelas, fue primero un libro de relatos, publicado en 1934, La mort conduit l'attelage (La muerte conduce la carroza), transformados luego en una novela, publicada en 1968. Juan Ramón Jiménez hacía tantos cambios en su obra que al final es imposible saber si es una sola obra o son varias: el libro/poema Espacio tiene una versión en prosa y otra en verso. También puede haber transformaciones pequeñas, pero cruciales. Alberto Manguel explica que "W. H. Auden cambió sus versos y eliminó varios, porque dijo que se daba cuenta de que no eran ciertos". Por ejemplo, el célebre verso We love one another or die ("Nos amamos el uno al otro o morimos") lo suprimió porque pensó que, aunque nos amemos o no, la muerte es inevitable".
El novelista y ensayista mexicano Álvaro Enrigue, ganador del Premio Herralde de novela con Muerte súbita, explica otra sutil, pero inmensa diferencia entre versiones: "Se dice que en el último manuscrito de Pedro Páramo, de Juan Rulfo [1917-1986], la primera frase era: «Fui a Comala» y que el «Fui» está tachado y encima dice «Vine». De ser cierta la leyenda, sería el tipo de corrección que cambia la historia". Este novelista y profesor de literatura relata otras historias de escritores obsesivos: "José Emilio Pacheco [1939-2014, otro Cervantes en 2009] no permitía que se reimprimieran sus libros porque le parecían llenos de torpezas, aunque eran de una precisión estilística admirable. Volvía locos a sus editores reteniendo las reimpresiones para leerlos y releerlos. Los ejemplares de sus libros en la biblioteca de la Universidad de Maryland, donde dio clases, están todos corregidos a lápiz por él mismo. Algunos tienen anotaciones sobre las correcciones". Pero él mismo tampoco es ajeno al veneno de la reescritura como narrador: de su novela La muerte de un instalador existen cuatro ediciones. "La última, que es la que circula en España, la reescribí de principio a fin, palabra por palabra", asegura Enrigue. Sin embargo, afirma que nunca ha podido regresar a Hipotermia, en el que relata una depresión, porque es un tiempo al que no puede, ni quiere, volver.
El madrileño Carlos Giménez volvió, en cambio, a los momentos más dolorosos de su vida para dibujar una de las obras maestras del cómic europeo, Paracuellos, en el que relata su infancia en un Auxilio Social de la posguerra. Fue reeditado en los últimos años, como casi toda su obra. Sin embargo, un dibujante se enfrenta a la enorme dificultad que encarna cambiar una plancha. "Cada vez que se reedita un trabajo mío en español, me obligo a leerlo para comprobar que está completo, que no están cortadas las viñetas y que no hay fallas de compaginación", relata Giménez.
La voluntad de cambiar, de revivir el texto, se remonta casi al principio de la creación literaria. El catedrático de la Universidad Complutense de Madrid Carlos García Gual, uno de los más respetados helenistas españoles, recuerda: "Hipólito, de Eurípides, y Las nubes, de Aristófanes, que leemos ahora son versiones corregidas por ellos de obras anteriores que no tuvieron éxito en su primera representación teatral. ¿Podemos ver en Las leyes, de Platón, una versión corregida de la utopía de La República? En ese largo diálogo de vejez, donde ya no sale Sócrates, Platón postula un consejo nocturno que en su afán inquisitorial habría condenado a muerte a su escéptico maestro. ¿El viejo y escarmentado Platón desconfiaba ya del libre examen y de los ideales políticos de antaño?".
Estos cambios sobre cambios, versiones, búsquedas infinitas de palabras y de frases, marchas hacia delante y hacia atrás hacen más difícil el trabajo de los filólogos, pero sin duda más apasionante. El catedrático italiano Pedro Álvarez de Miranda, miembro de la Real Academia Española, asegura: "Esos cambios son muy importantes para el filólogo, las modificaciones que el autor introduce en un texto siempre tienen interés. En el terreno de la lexicografía, y en particular para la elaboración de un diccionario histórico, es fundamental precisar la fecha de cada texto".
Cuando Philip Roth decidió dejar de escribir, se dedicó a releer las 31 novelas que había publicado entre 1959 y 2010. "Quería saber si no había perdido el tiempo -explicó el año pasado a The New York Times-. Mi conclusión, después de terminar, se parece a unas palabras que pronunció uno de mis héroes, el boxeador Joe Luis. Fue campeón del mundo de los pesos pesados. Había nacido en el Viejo Sur, fue un niño negro sin educación, parco en palabras. Cuando se retiró, dijo para resumir su carrera: «Lo he hecho lo mejor que podía con lo que tenía»."
El combate de los grandes escritores con las palabras no se acaba nunca. Sólo el tiempo es capaz de derrotar los inagotables cambios que impone la imaginación.
EL PAIS