Cuánta emoción cabe un sábado a la tarde
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Sentada en Plaza Lavalle, frente a la puerta de entrada del Teatro Colón de la calle Libertad, la espera no pesa nada: con un libro y los últimos rayos de sol pegando en la espalda, da gusto la soledad. Hasta que se acerca Florencia.
–¿Me dice la hora señora, por favor?
–Cinco y diez.
Los relatos de Soy una tonta por quererte hacen que el tiempo pase rápido. Entre uno y otro, pasan también los turistas y se sacan fotos, varios nenes en monopatín, unas chicas que ya levantaron el picnic. Florencia se acomoda a distancia, en silencio, sobre el extremo del mismo banco. Tiene 30 años y hace doce que vive en la calle. Se lo cuenta a una vecina que sacó a pasear a su bulldog francés, Rafael, mientras tira de la correa.
–¿Lo puedo acariciar? Me da paz.
–Claro. ¿Te vas a quedar un rato más?
Entonces le dice que la espere, que termina de dar la vuelta al perro y va a traerle algunas cosas para que no pase frío esta noche. A esta altura ya sabíamos que la semana pasada le robaron el bolso con todo lo que había juntado y las zapatillas, que se las había sacado para descansar los pies, porque ella es de caminar bastante cuando sale a buscar comida. En una de esas, revolviendo tachos encontró el calzado de hombre que lleva puesto ahora, unos talles más grande. Cómo fue que llegó a la calle, cuándo denunció a su padre, por qué sus hermanos no le hablan y la ven como una traidora. Cuenta todo con los ojos verdes inundados. Dice que tiene fe, que ya va a salir. Saluda con respeto y gratitud: que tengas buenas tardes, me despide mientras cruzo la calle.
La fila para acceder al Salón Dorado atraviesa toda la escalera del foyer el teatro, de arriba abajo, como un hilo que baja y se pierde. Existir la vejez tuvo solo dos presentaciones el fin de semana pasado en la Bienal de Performance. Si no fuera porque no hay más funciones, darían ganas de salir con un megáfono para avisar que no se la pierdan. La invitación a repensar la vejez es a priori interesante y finalmente resulta tan conmovedora: la belleza que esas mujeres tienen para dar no manifiesta ninguna urgencia, y sin embargo…
Margarita Fernández repasa el brillo del piano negro con una pequeña franela anaranjada mientras Schumann atardece en Buenos Aires. Des Abends la lleva a hablar de la música y las musas; cita a Oscar Wilde y a John Cage, y sigue tocando, inclinada sobre las teclas, con maestría a los 96 años.
La otra Margarita, Bali, usa de barra una silla de oficina, la monta, se pone a girar con ella. Tiene las piernas largas de siempre, el humor encendido como su pelo, la memoria puesta al servicio del movimiento. Su historia es también la historia de la danza contemporánea en nuestro país, y es presente, ya lo vemos. No cumplió 80 aún, quién va a creer que puede quedarse quieta.
En la tercera posta que lleva a recorrer de un lado al otro el reluciente salón, la artista Ana Gallardo se acomoda de espaldas a una pantalla y de frente a un atril y al público. “Para la sociedad, la vejez parece una especie de secreto vergonzoso del cual es indecente hablar”, lee a Simone de Beauvoir. Gallardo es la última en exponer lo suyo en esta performance, pero fue pionera en pensar la vejez como obra. Su trabajo dio el puntapié a esta idea, que Julieta Ascar tomó por las astas como al toro de la pandemia, y al que se sumaron otras mujeres espléndidas. No es un detalle que la escenógrafa esté aquí, a pocos metros de la sala mayor, donde cuelga el telón que diseñó con Guillermo Kuitca y al que ella le puso alma, corazón y vida. Literalmente, parió ese telón a la par de su hija. En la tarea periodística, también con panza –mujeres de dos corazones éramos–, acompañé ese largo derrotero hasta que la piel escénica estuvo lista. Una vez, me dijo Ascar que el Colón era ese sitio adónde soñó (con bastante convicción) hacer algo de niña. Un lugar que le producía el mismo vértigo que nadar en mar abierto. “Pero si sabés nadar… no se agota”.
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