Cuando la ciudad habla en primera persona
Cómo sería si la ciudad dejara hablar a los que vivieron, se enamoraron, murieron ahí? ¿Cómo sería si al pasar frente a una fachada de un edificio cualquiera una voz te contara al oído: en esta esquina, me llevó la policía en tapado de piel y con los pies descalzos; en este bar lleno de televisores, bebíamos y discutíamos de política hace treinta años; en esta esquina donde hoy hay una tienda de ropa editamos las películas más radicales de este país?
La última obra del artista suizo Stefan Kaegi, realizada en colaboración con el dramaturgista alemán Aljoscha Begrich para el Festival Santiago a Mil, produce el milagro: hace hablar a la ciudad en primera persona. A través de las voces de más de cien personas, se reconstruye lo que ocurrió antes y durante de la dictadura de Pinochet en sus escenarios reales. Para poder acceder a la obra, los espectadores deben bajar en su teléfono una aplicación llamada Recuerdos. Al caminar, teléfono en mano y con un par de auriculares, se activan automáticamente las voces.
La obra no tiene un recorrido preestablecido, ni una duración determinada. Puede hacerse de día o de noche, por partes o completa, en una hora o un día. Yo comencé el recorrido en el Centro Cultural Gabriela Mistral, donde una voz me dijo que en ese hall donde hoy hay un café hipster, en la época de Allende había un comedor popular al que iban a comer los trabajadores. Y cuando salí del hall, la voz de un soldado me contó que, después del golpe, ese mismo lugar se transformó en el edificio Diego Portales, emblema de la dictadura.
Caminando por el centro escuché que en el bar del cine El biógrafo, donde se reunían los disidentes, solía pasar un hombre misterioso que regalaba pastillas verdes contra la resaca; luego supieron que era Eugenio Berríos, el químico que creó el gas sarín para eliminar a los opositores políticos. Frente a un restaurante lujoso, la voz de un militar me contó que allí mismo había ido a votar por el sí en el plebiscito de 1980, cuando Pinochet modificó la Constitución para quedarse indefinidamente en el poder. Y al llegar a la puerta del Museo de Arte Contemporáneo, una mujer me dijo que a los dieciocho años había caminado bajo esos mismos árboles despidiéndose del mundo: iba a empezar una huelga de hambre para reclamar por la desaparición de su padre, algo que sabía que podía conducirla a su propia desaparición.
Varias veces había recorrido las calles del centro de Santiago; incluso había vivido un tiempo allí, investigando la historia reciente de Chile, para realizar una obra sobre la generación nacida en la dictadura, El año en que nací. Pero ahora miraba cada esquina con ojos nuevos: la ciudad me contaba sus secretos. Las voces de los protagonistas y la soledad de la caminata me fueron sumiendo en una suerte de melancolía.
Recuerdos es un viaje en el tiempo y, al contrario del teatro, es una obra que no muere. Mientras la tecnología lo permita, cualquiera puede pasear por las calles de Santiago y escuchar esas voces. Hoy, mañana y en cien años también.
La autora es escritora, dramaturga y directora de teatro