Cuando la estrella no es el concertista
"Firmo contrato si se agrega cláusula piano afinado por Matanovich" fue la respuesta de Cavalli a los empresarios.
Pocas personas habían escuchado a este pianista. Un tirano, cansado de sus quejas, lo regaló a un amigo. Se encontró sin querer en el frente de batalla, protestando por el estado de los pianos. El fin de las hostilidades lo abandonó a sí mismo, y por primera vez se obstinó en imponer condiciones.
Matanovich y Cavalli se conocían por vagas referencias; esa vaguedad bastaba. Salido de un campo de concentración, Matanovich no tenía domicilio; los empresarios lo encontraron en un despacho de bebidas, hablando.
La prisión aumentó su prestigio, aunque era raro que se aviniera a afinar. Una afinación de Matanovich presuponía un tiempo ilimitado, todo el que necesitara: fue una de las condiciones que impuso para afinar en el teatro el piano de Cavalli, quien, por otra parte, exigía tocar en su propio instrumento.
Con tal de organizar el festival Cavalli, los empresarios aceptaron las exigencias de los artistas. Según el contrato firmado con Matanovich se comprometían a proporcionarle un interlocutor durante todo el tiempo que llevara la afinación para descansar el oído; así acompañado por un joven bailarín del elenco estable del teatro, comenzó a trabajar.
Pasaban los días. Cavalli se negaba a practicar en otros pianos. Matanovich afinaba una nota y descansaba. Entablaba con el muchacho una conversación que parecía casual, como si en ese momento se hubieran cruzado por la calle. Le narró los cuentos que había contado a sus compañeros de prisión. Un cuento –le explicaba– es como una persona: el olvido lo destruye.
Una noche, menos de dos semanas después, el afinador dio por terminado su trabajo. A la mañana siguiente se presentó Cavalli para probar el piano. Fue el primer encuentro de los dos; cuando se vieron, corrieron a abrazarse. Alguien sacó una fotografía. Cavalli se sentó al piano e improvisó unas disonancias que impresionaron a Matanovich. Luego anunció el Faschingsschwank op.26 de Schumann.
El respeto por la arbitrariedad es la convención más aceptada. La cordura invita a franquear los límites de la admiración. Los empresarios meditaban: pone los dedos en cualquier parte; se entrega al azar.
Matanovich, saliendo de su recogimiento, declaró que el piano estaba ya desafinado. Los empresarios sospecharon que Matanovich no podía callar. Sin embargo Cavalli, interrumpido, reconoció en seguida que el afinador tenía razón, que una tecla no sonaba como debería sonar. Si ellos lo afirmaban, así sería; había que resignarse a su parecer unánime. Matanovich aseguró que la tecla se había destemplado por culpa de la energía del pianista. Cavalli bajó la cabeza. El afinador prometió componer la tecla por la tarde, siempre que le trajeran al bailarín, lo que tranquilizó a todos; pero le arrancó a Cavalli el juramento de no volver a tocar el piano hasta el momento del concierto.
La noche del debut, Matanovich se hallaba sentado en la platea. A pesar del precio de las entradas, el teatro estaba lleno. Se permitió gente de pie en los pasillos de los costados y del medio; no se admitió a nadie en el escenario, para no perturbar al pianista. Entró en escena Cavalli, con pasos que afirmaban su bienestar; saludó con una curva profunda y prolongada. Sintió los aplausos como insultos. Recordó a sus amigos; por un instante lamentó que hubieran muerto. Se dirigió al piano, acomodó las colas del frac, y por fin el público, ya predispuesto a asombrarse, oyó con incomprensión lo que de ninguna manera hubiera comprendido. El programa anunciaba al Faschingsschwank.
Desde su butaca, Matanovich se gozaba los sonidos del piano. Eran perfectos. Seguirían siéndolo hasta que los golpes de los martillos, que su talento práctico le permitía distinguir por trasparencia, aflojaran notablemente alguna cuerda: ese percance era inevitable; sólo podía postergarlo la debilidad del pianista, o una deliberada suavidad, a la cual Cavalli jamás accedería. La música –reflexionaba el afinador– no interesa a nadie. No es la organización de los sonidos que nos da placer, sino los sonidos mismos. Hoy día, Schumann es lo primero que se nos ocurre, ¿y a quién se le ocurriría atenerse a las partituras? No hay quién sepa leerlas. Lo importante es sentarse al piano decididamente, apretar las teclas sin vacilaciones, demostrar convicción. Este era el modo de pensar de Matanovich mientras escuchaba los sonidos separados y en acorde, sin preferencias, con igual devoción. Pero ya no era posible seguir callando. Se puso de pie y gritó "Ese mi bemol está desafinado".
Se aplacaron las toses. Matanovich se encaminó en silencio al escenario, al mismo tiempo que el pianista se apartaba del teclado. Sacó una llave de afinar de un bolsillo interior del traje y se inclinó sobre el piano. Resonó un arpegio repentino. Después, las cuerdas vibrantes se estiraban. El público escuchaba a los fantasmas de los sonidos. Intermedios, oblicuos, los sonidos se transfiguraban. El volumen decreció; llegó a ser tan tenue que, para dar a entender que había concluido, Matanovich se tocó la frente con el pañuelo. Es difícil describir el entusiasmo del público. Los aplausos no cesaban. El afinador miró al pianista; él también aplaudía.
Aplaudiendo a su vez, Matanovich saludó con reverencia a la platea y señaló generosamente a Cavalli, quien no dejaba de aplaudir. Luego volvió al piano y lo afinó otro poquito. En realidad, solo hizo ademán de afinar alguna nota. Desapareció detrás del escenario seguido por una ovación.
Cavalli recomenzó el concierto. Muchos conjeturaban que, sin detenerse a repasar lo tocado, miraba hacia adelante. Otros creyeron oír sonidos de antes. De todos modos, distraídos por sus propias opiniones, no le prestaban mayor atención.
- Alfredo Novelli. Nació en Buenos Aires en 1931, vivió en Italia durante 20 años y se doctoró en Ciencias Matemáticas. Fue docente universitario en ambos países (volvió en 1974). Como autor de cuentos, fue muy elogiado por Silvina Ocampo y Bioy Casares. Falleció en 2014.
- Un ejemplar de prueba (Malsalva). Pequeños grandes cuentos forman parte de este libro de Alfredo Novelli, escritos mayormente en los 80, pero que parecen de esta era y que Malsalva logró reunir en 2019.
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