Cuando el presente olvida el pasado
Entrevista con Manuel Cruz. El pensador español habla en esta entrevista de su último libro, Adiós, historia, adiós (Fondo de Cultura Económica), en el cual indaga el vínculo que la época actual entabla con su herencia. La disyuntiva de hoy, sostiene, no es recordar u olvidar, sino hacerlo bien o mal
Cuando el filósofo alemán Theodor Adorno llamó barbárico al intento de escribir poesía después de Auschwitz, no pretendía sancionar un imperativo ético sobre el arte. En realidad, tanto escribir un poema como seguir viviendo implicaban continuar integrando la misma cultura que había desembocado en el peor crimen de la humanidad. Participar en ella sin mayores reservas suponía desligarla de su relación intrínseca con los campos de concentración. Si la cultura por entero estaba implicada en esta brutal consecuencia, ¿cómo seguir habitándola sin revalidar la barbarie?
Las preguntas por cómo relacionarse con el pasado, cómo leer el presente y cómo proyectar el futuro que están implícitas en la reflexión de Adorno ponen en marcha, aunque con otro carácter y en un contexto histórico muy distinto, el último libro de Manuel Cruz, Adiós, historia, adiós. El abandono del pasado en el mundo actual (Fondo de Cultura Económica). Allí Cruz interpreta el vínculo que nuestro presente se plantea con su herencia. La llamada "posmodernidad" pareciera desmarcarse del curso de la historia, porque su legado no aportaría a la comprensión del tiempo actual. Por el contrario, no sería más que el testimonio de un capítulo en la evolución de la humanidad demasiado alejado de nuestra cosmovisión como para que notemos un aire de familia que permita relacionarnos con ella.
-¿Hay algo así como un "deber de la memoria"?
-Bueno, yo no plantearía la memoria como un deber, porque si fuera un deber, ¿de dónde saldría esa norma? Yo hablaría de la conveniencia de la memoria, de la utilidad -como decía Nietzsche- de los estudios históricos para la vida. La historia, la evocación del pasado, puede tener una gran utilidad para nuestras vidas en la medida en que es una fuente de lecciones, una fuente de sabiduría. Ahora bien, un ejemplo de "deber de la memoria" que se llegó a plantear en España fue el asunto del poeta Antonio Machado. Decían que debíamos repatriar los restos de Machado, que están en el cementerio de un pueblito francés al lado de España, llamado Collioure. Es un pueblo precioso, está un poco más al norte de donde murió Walter Benjamin. Es un cementerio pequeñito y tú vas a la tumba de Machado y está llena de escritos, postales, recordatorios; hay chicos y chicas de bachilleratos españoles y escriben sus poemas, una cosa muy bonita. Y un artista español enterrado en Francia atestigua que se tuvo que ir de su país. Entonces, el recordatorio más inteligente de lo que significó para el poeta la guerra civil, la confrontación, es que se tuviera que ir de su país. Es una prueba, un monumento clarísimo. Pero se lo quiere repatriar. ¿Y para enterrarlo dónde? ¿En el cementerio civil de Madrid? ¿Por qué? ¿Porque es la capital? ¿En Sevilla, porque nació en Sevilla? ¿Eso tiene que ver de verdad con la memoria? ¿Y eso quién lo decide? ¿El congreso de los diputados? ¿Por mayoría absoluta? ¿Por mayoría relativa? No estamos hablando de la memoria, estamos hablando de otra cosa. Entonces creo que ahí vamos a parar a una cuestión que a mí me parece muy importante: creo que en muchísimas ocasiones se apela a la memoria de una forma falaz, de una forma tramposa, como si la memoria fuera un valor indiscutible. La memoria, la historia, adquiere su bondad o su maldad de nosotros.
-Quizá la memoria se valore sin discusión porque se considera paradigmáticamente en combate con la amnistía, a pesar de que, en realidad, tiene muchos aspectos. El ejemplo de Machado parece ser un intento de deshistorizar más que de recordar.
-Lo importante es en nombre de qué recordamos y para qué recordamos. ¿Qué se planteó en Sudáfrica cuando terminó el apartheid ? Una comisión para la verdad y la reconciliación. Es decir, no para la verdad y -a continuación- la justicia, el castigo. Mandela llegaba a afirmar que podría haber hecho cobrar todo lo que le habían hecho, pero hay un valor superior: la reconciliación. Y eso no tiene nada que ver con los discursos que con mucha frecuencia se plantean en regímenes que tienen a sus espaldas un pasado bastante oscuro. En esos casos, muchas veces, lo que hacen ciertos sectores vinculados a la etapa anterior es plantear un discurso que puede parecer próximo a lo que yo acabo de decir, y no lo está; es el de no volver a abrir las heridas del pasado, creer que lo importante es mirar al futuro. El asunto no es que olvidemos. Pero pienso, por ejemplo, en la figura de la prescripción de los delitos. Es una figura que está en el derecho romano. Después de Auschwitz hubo quien dijo que había que determinar lo que es imprescriptible, entonces aparece la figura de los delitos de lesa humanidad. Bueno, serán unos pocos, pero tú no puedes perseguir todos los delitos por horrorosos que te parezcan, no puedes mantenerlos indefinidamente abiertos, porque no hay sociedad que lo resista y eso me parece que es algo que hemos de plantearnos sin hacer trampa. Cuando dices esto parece que eres benévolo con ciertos delitos o ciertas prácticas, pero no es así.
-En las últimas décadas hubo un resurgimiento de las conmemoraciones, una proliferación de museos y discursos sobre la memoria. ¿Cómo interpreta este creciente interés por el pasado?
-Me parece que la disyuntiva que se dibuja hoy en el mundo contemporáneo no es una disyuntiva entre recordar u olvidar. El problema es recordar bien o recordar mal. Que recordamos es evidente. La proliferación de conmemoraciones, de museos, la monumentalización son una forma de relacionarse con el pasado, de que el pasado de alguna forma esté presente. La cuestión es precisamente la forma en la que está presente en los museos, en los monumentos, en las conmemoraciones. ¿Es una forma que realmente aporta conocimiento o, por el contrario, en el fondo obtura el conocimiento del pasado? Mi conclusión es que cuando hoy en nuestra sociedad se viaja al pasado, no vamos para obtener conocimiento, sino que vamos de visita al pasado. El pasado es para nosotros un parque temático. Ha habido gente que habló de estos temas y los desarrolló bien, gente que ha escrito sobre la mirada del turista, que es un asunto interesante. El turista tiene una manera particular de relacionarse con la realidad. Entonces, hablamos mucho del pasado, pero no es tanto una forma de viajar al pasado para que nos aporte conocimiento sino al revés, para que el pasado nos ratifique lo que ya sabíamos. El conmemorativismo es el modelo de esto; no es conocimiento, es reconocimiento. Damos por descontado que en una determinada fecha se celebra la victoria tal, la construcción de la patria, la derrota del enemigo... Y todo lo damos por descontado, no lo cuestionamos en la conmemoración, lo ratificamos. Una de las características que se está revelando en esta forma que tenemos hoy de relacionarnos con el pasado es que en el fondo no nos reconocemos, no nos identificamos con nuestros antepasados. Lo característico de nuestra época es lo que Ortega y Gasset llamaba un profundo adanismo. Nos creemos Adán, nos creemos inaugurales, fundacionales. Esto es una actitud que es muy típica de los adolescentes. El adolescente es alguien que cree que está inventando lo que descubre. Nosotros todos los días estamos leyendo en los periódicos u oyendo: "Entramos en una nueva época, éste es un nuevo tiempo, entramos en una nueva etapa". Estamos inaugurando constantemente. Claro, el gesto inaugural, en el fondo, tiene una doble cara: lo visible y lo no visible. Cada vez que declaramos algo inaugural, algo nuevo, estamos diciendo otra cosa, y es que todo lo anterior es viejo, ya no tenemos nada que ver con ello. Estamos constantemente desentendiéndonos del pasado y ésa es la atmósfera en la que vivimos. Y es por eso que digo "adiós, historia, adiós", no porque sea la historia que ha terminado o no ha terminado, sino porque el mundo contemporáneo se ha empeñado en desentenderse del pasado. No tenemos nada que ver con él.
-Pero además de ser un gesto muy adolescente, es un gesto muy moderno.
-Sí, es curioso porque es un gesto muy reiterado a lo largo de la historia, el gesto de hacer tabla rasa es uno de los gestos más antiguos que hay. La humanidad lleva mucho tiempo diciendo que quiere hacer tabula rasa . En Descartes y en Husserl por descontado, pero también está en Campanella, está en muchos autores. La perspectiva filosóficamente adulta es preguntarse: ¿por qué los pensadores dicen en un momento dado que hay que hacer tabula rasa ? Los hombres siempre dicen que hacen tabula rasa en determinadas circunstancias, después de determinadas situaciones. El gesto de la tabula rasa , en sí mismo, no se interpreta, y hay que interpretarlo desde otra mirada.
-Usted hablaba de la figura del turista. Hay sitios históricos que no son exactamente museos pero han sido museificados. Por tomar un ejemplo muy emblemático, Auschwitz se volvió un lugar de aprendizaje histórico. Pero ¿no corre el peligro de volverse una atracción turística?
-Sí, y más allá de peligro de la banalización que obviamente existe, yo creo que, sobre todo, el problema es el espejismo de veracidad que transmite ese tipo de situaciones, usos de realidades como la de un campo de concentración y exterminio. Eso es más importante que la mera banalización. Te cuento una anécdota que me parece absolutamente reveladora. En España hace unos años se destapó un escándalo. Una persona que había llegado a ser presidente del memorial Mauthausen y que se suponía que era un superviviente de Auschwitz llegó a convencer a todos los integrantes de la Asociación del Mauthausen Memorial: estudiosos, historiadores. Él iba por ahí dando conferencias en institutos, en los colegios. Llegó a ir al congreso de los diputados en Madrid y en una sesión de una comisión explicó su experiencia en Auschwitz. Contó cuando llegó en un tren, en un vagón hacinado, cuando los prisioneros bajaban, cómo los alemanes los empujaban a culatazos y había unos focos que los deslumbraban. Habló de los soldados alemanes con los perros? Estaba todo el mundo emocionado. Pues era un impostor. No había estado ahí, todo lo que contaba lo había leído o lo había visto en películas. Y él, pues, intentó justificarlo, decir que era una causa justa; eso hacía, en su opinión, que fuera menos malo que mintiera. Parece que hay una presencia del pasado. Lo que tenemos que plantear es qué pasa con esa presencia del pasado, qué función cumple.
-En cuanto a la dimensión del futuro, ¿qué cambios hubo en nuestra capacidad de proyectarlo?
-Yo creo que uno de los rasgos más característicos de nuestro presente es, precisamente, que se ha debilitado mucho la idea de futuro entendida como ese espacio imaginario en el que ubicábamos las ilusiones, esperanzas y sueños. Nuestra capacidad de proyectar se ha debilitado, entre otras cosas porque no sabemos qué podemos proyectar. Antes proyectábamos en el futuro aquello que a lo mejor podía darse en algún tiempo. Hay una cita que me gusta mucho -que no es mía, por eso puedo decir que me gusta mucho-, que está en un libro de Fredric Jameson, donde él dice: "Al hombre contemporáneo le resulta más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo". Si nosotros hemos interiorizado que a esta sociedad no hay forma de cambiarla, entonces, ¿qué sueños vas a proyectar? No hay utopías sociales hoy en día, porque se da por descontado que al capitalismo no hay forma de cambiarlo. Entonces, la condición de posibilidad de los grandes proyectos transformadores es que la sociedad sea transformable, pero si tú ves la sociedad como una especie de fatum , de destino, si naturalizas la sociedad, es como si vieras en las noticias el tiempo de mañana. Uno al tiempo se adapta, no piensa que pueda hacer algo para que mañana no llueva; no, mañana lloverá. Puede agarrar un paraguas, un impermeable; intentará protegerte de eso, pero no buscará transformarlo. Digamos que algo de eso pasa. Vemos cada vez más a la sociedad, al orden social, como si fueran naturaleza. Y, por lo tanto, no nos planteamos hacer algo, sino más bien adaptarnos, defendernos de ella.
-¿Cómo interpreta la relación con la monarquía española en un momento en el que el pasado protagonizado por el rey Juan Carlos cumplió casi cuarenta años y en el presente se discute el restablecimiento de una república?
-Sin ninguna duda éste es un momento histórico para España. En los últimos años la relación que se ha tenido con la institución monárquica ha sido peculiar, una relación muy instrumental. No ha sido tanto una adhesión a una forma de Estado como una aceptación de la gestión de un monarca y de que en esa circunstancia histórica la función arbitral que podía jugar un rey podía ser interesante. Dicho con las palabras de Santiago Carrillo (1915-2012; histórico dirigente del comunismo español), "yo no soy monárquico, soy juancarlista". Hay una adhesión más bien escasa a la forma política monarquía. Ahora bien, precisamente este momento es histórico porque es una reválida para la monarquía. Más allá de que la figura del rey Juan Carlos fue aceptada, ahora lo que se pone a prueba es si otro monarca también puede ser aceptado. En ese sentido, se juntan las dos cosas: una situación histórica y una cuestión coyuntural, porque este cambio, esta sucesión se produce en un momento extremadamente complicado para España, un momento muy duro de crisis, y en el que hay un profundo malestar social, político, etc. Entonces, en ese momento cabe la posibilidad de que ese malestar se vehicule, salga, es como una olla a presión, y lo que hay dentro de la olla pugna por salir y puede salir por cualquier lugar. Lo que en este momento está pasando, que haya manifestaciones que reclamen la república, también debe entenderse como expresión de un malestar más general. Un malestar que es muy profundo, por la crisis económica, por la crisis política; es un problema grave del sistema político, entonces eso puede salir por muchos sitios. Es una especie de malestar que pugna por salir en muchas direcciones.