Cruel eterno femenino
TRAVESURAS DE LA NIÑA MALA Por Mario Vargas Llosa-(Alfaguara)-376 páginas-($ 39)
A juicio de Roberto Bolaño, la literatura de Mario Vargas Llosa "es gigantesca" y el tiempo no la va a perjudicar; "es inmensa, tiene miles de entradas y miles de salidas"; la jerarquía que posee es superior a la de quienes vinieron después y a la de todos los prosistas actuales. El novelista peruano ha concebido a lo largo de su carrera textos magistrales - La ciudad y los perros , La casa verde , Conversación en la Catedral y, en fecha reciente, La fiesta del chivo -, pero también obras menores, como ¿Quién mató a Palomino Molero? o Elogio de la madrastra.
Aunque la prosa de Vargas Llosa siempre alcance buenos momentos y nunca consiga aburrir, Travesuras de la niña mala se inscribe claramente, frente a sus relatos más memorables, en el segundo lote. No se puede entregar obras maestras todos los años ni tampoco mantener un nivel de excelencia constante. Y sólo a los grandes escritores, como es Vargas Llosa, se les perdonan deslices que muy pocos narradores resistirían. La historia de amor entre Ricardo, un limeño acomodado, y la chica del título transcurre en variadísimos escenarios -con París como telón de fondo-, presenta inesperadas vueltas de tuerca y logra, de a ratos, suspender nuestra capacidad de discernimiento. De lo contrario, el argumento sería insoportable debido a las concomitancias absurdas, al cúmulo de casualidades, al carácter folletinesco que lo sustenta.
El punto más alto de Travesuras de la niña mala se encuentra en las páginas iniciales. Estamos en el verano de 1950. El mambo irrumpe en Lima y dos chilenas, con su belleza, audacia e inteligencia, causan estragos entre los jóvenes del barrio de Miraflores. Pero Lucy, de quien todos se prendan y por la cual Ricardo, el protagonista, pierde la cabeza, resulta una embustera y pronto se ve desenmascarada. Más tarde, su nombre será Arlette, guerrillera castrista, sin interés en la política ni la revolución, aunque con la suficiente cabeza fría para usar esos ideales para salir del país. Luego se la encuentra como flamante esposa de un diplomático galo, luciendo joyas que se tienen por deslumbrantes. Después se convierte en la mujer de un riquísimo criador de caballos inglés. Hacia la mitad de la trama, estará instalada en Tokio, se llamará Kuriko, será la amante de un mafioso japonés y desempeñará peligrosas misiones en África. La heroína experimenta otras transformaciones y el pelele de Ricardo jamás deja de quererla. Por el contrario, sus desvelos aumentan en la medida en que esta encarnación del eterno femenino, en su faceta más cruel, recurre a él sólo cuando lo necesita, únicamente con fines utilitarios.
Travesuras de la niña mala despliega, con liviandad, la abrumadora información que ostenta Vargas Llosa sobre ciudades, paisajes, hechos históricos, fenómenos culturales, convulsiones sociales. La trayectoria de los protagonistas se desarrolla durante el auge de los movimientos insurreccionales latinoamericanos, a lo largo del hippismo, durante los levantamientos estudiantiles de los años 60 y 70 o coincide con pronunciamientos militares, crisis institucionales, períodos de relativa calma. Hay una superabundancia de personajes -de otra manera, el argumento no se sostendría- y un tinglado internacional sofisticado o burocrático. Se pasa una precipitada revista a tendencias estéticas, literarias, filosóficas y, por una vez, se agradece el orden cronológico convencional, en vez de los virtuosos encabalgamientos temporales presentes en otras obras del novelista.
Vargas Llosa se nota incómodo, de manera evidente, cuando se sumerge en los temas especulativos, en ciertos ambientes de enrarecido intelectualismo que insiste en frecuentar, en tópicos que ha rozado sin originalidad en sus creaciones previas (música, pintura, ballet, decoración). El suyo es, claramente, un arte realista, expresado en un nivel y complejidad cercanos a la perfección. Por eso, cuando incurre en aventuras sentimentales, suele descender al melodrama o el guiñol. Travesuras de la niña mala pasa a ser, entonces, dentro de su vasto corpus, un divertimento más.