Cristina Rivera Garza: “Todavía hay una larga lucha que librar contra la indiferencia ante el dolor de las mujeres”
El femicidio de su hermana llevó a la escritora mexicana a sumergirse en cajas con sus pertenencias, cartas y textos que excavó para darle una voz; una de las plumas más destacadas de la literatura latinoamericana, que acaban de nominar como finalista del premio Vargas Llosa de Novela
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MADRID.– Durante tres décadas, cada vez que Cristina Rivera Garza (México, 1964) se sentaba a escribir sobre su hermana, recibía su visita. Como los ángeles en Las alas del deseo, la película de Wim Wenders, Liliana podía escuchar los pensamientos de la escritora, anticiparse a los renglones que aparecerían en la pantalla, e incluso colarse en la sala con su murmullo. Ambas mantenían un diálogo tan íntimo como maravilloso. “Cuando había cualquier posibilidad de que me volviese cursi, de exagerar las cosas, aparecía ella diciéndome: «¡No, no, fuera de aquí!»”, recuerda la autora de El invencible verano de Liliana (Random House), una oda a su hermana asesinada a los 20 años por su exnovio, en 1990. Sociable y carismática, Liliana, brillante estudiante de arquitectura, llevaba años intentando terminar su relación con Ángel González Ramos.
La directora del Doctorado de Escritura Creativa en español de la Universidad de Houston vivió un duelo silencioso al que pudo hace poco movilizar cuando se animó a abrir, atesoradas en la casa de sus padres, siete cajas con objetos de su hermana, principalmente cartas y cuadernos. Así nació esta novela inclasificable, que pasea por distintos géneros, múltiples lenguajes, le da voz a Liliana, recoge los testimonios de los testigos, los amigos de Liliana, indaga sobre un lenguaje preciso para designar la violencia y clama justicia: el paradero del asesino es aún un enigma y no cumplió jamás condena por el feminicidio.
Rivera Garza, una de las plumas más destacadas de la literatura latinoamericana (Nadie me verá llorar, Autobiografía del algodón, El mal de la taiga), ganadora del Premio Rodolfo Walsh, el José Donoso y el Xavier Villaurrutia por esta novela, conversa con LA NACION desde su estancia de investigación en Alemania. Por esta novela, actualmente es finalista del premio Vargas Llosa de Novela, que entregará cien mil dólares.
-¿En qué ha cambiado tu vida desde la publicación del libro?
-A nivel personal ha sido muy importante transformar un duelo privado, silencioso y silenciado, un silencio impuesto, en un luto extendido que se siente ahora como un abrazo. Creo que a Liliana le hubiese gustado contar su historia y que otros recuerden historias similares. Las estadísticas nos dicen que los feminicidios son muy altos en países como Honduras o como México, pero eso no quiere decir que no haya feminicidios en todo el globo. En Estados Unidos el nivel de feminicidios es grandísimo, es una epidemia silenciosa, pero no se usa, como sí en América Latina la palabra feminicidio. Allí hay un aprendizaje y una posibilidad de solidaridades transnacionales.
"Un duelo dura toda una vida, pero hay maneras de trabajar con ellos, de entender esta especie de ausencia/presencia que va a ser una constante."
-Hablás del duelo y hay una pregunta clave que aparece en el libro: “¿Se puede ser feliz durante un duelo?”¿Tuviste alguna respuesta después de escribir el libro?
-Creo que por muchos años cuando estas historias no tienen manera de articularse, el duelo se queda atorado; es una especie de limbo. Hoy, de manera personal, está en un cierto proceso, continúa, pero ya no atorado. No creo que mi situación sea extraordinaria. En México, y en otros países, donde este tipo de violencia es invisibilizada, los duelos quedan detenidos. Quiero decir, un duelo dura toda una vida, pero hay maneras de trabajar con ellos, de entender esta especie de ausencia/presencia que va a ser una constante.
-Hay un mensaje muy claro en el libro: necesitamos el lenguaje para designar a la violencia de modo preciso [”La falta de lenguaje nos maniata, nos sofoca, nos estrangula, nos dispara, nos desuella, nos cercena, nos condena”]. Liliana no tenía palabras para referirse a la violencia que vivía. En sus cartas aparece la palabra “vehemencia” cuando se refiere a su exnovio. ¿Cuán lejos estamos de tener ese lenguaje?
-Estamos a muchos años de 1990 cuando mi hermana estaba tratando de orientarse en un mapa sin nombres, tratando de encontrar un término para lo que le estaba ocurriendo. Claro que se nota en sus escritos que sentía que algo estaba fuera de lugar, algo más allá de su control. Los nombres que tenía al alcance eran los nombres equivocados. Hay un trabajo de muchos años ahí y le debemos mucho a las movilizaciones de mujeres. Eso no significa que todo el trabajo esté hecho, todavía hay una larga lucha que librar contra la indiferencia ante el dolor de las mujeres.
-¿Pensás que el lenguaje inclusivo puede colaborar para hacer más equitativa la sociedad o para que merme la violencia de género?
-Estamos, como comunidad avanzando a tientas, probando formas. El lenguaje inclusivo me parece precisamente una forma de aminorar esta violencia. Hace 20 años participé en un congreso de escritores en Sevilla [Encuentro de Autores Latinoamericanos, organizado por la Fundación José Manuel Lara y la Editorial Seix Barral], el último al que fue Roberto Bolaño. Era la única mujer invitada entre 20 hombres. Eso sería hoy impensable. Esas son formas de violencia que hay que ponerlas en su justa dimensión, porque estas no surgen de la nada, surgen de pequeñas violencias cotidianas que dejamos pasar, nos hacemos de la mirada gorda, como decimos en México. Hay que ser cuidadoso con un lenguaje que te está minimizando, desnombrándote. Pero también admito que me gusta llevar la contra. Cuando todo el mundo está usando el inclusivo, también como para molestar, para que no se convierta en el establishment, uso otro lenguaje. Hay que ir balanceando, pero también pensar en cuál será la próxima provocación.
-En tu novela, a diferencia de otros textos, incluso con perspectiva de género, le das una voz a la víctima.
-Es una especie de intuición. Ahí están esas voces. Hay que construir un espacio de escucha. Casi en todos mis libros, pero mucho más encarnizadamente en este, estaba pensando en la escritura como la construcción de este espacio. Tuve la fortuna de tener acceso a este archivo al que he llamado el “archivo de los afectos”. No todas las personas que nos han sido arrebatadas por la violencia construyeron un archivo, pero ciertamente hay objetos, hay huellas que nos siguen hablando de su presencia. Eso es algo que la escritura puede hacer. El reto que me propuse fue construir un contexto en el cual las palabras de Liliana pudieran ser tan directas como lo son, pero también tan indecisas. Quise estar con ella, volverme vulnerable con ella, pero no usurpar un lugar que no es el mío, no editorializar. Escribir sobre la violencia es un terreno resbaladizo.
-¿Cómo fue ese proceso y cómo hiciste para mantener esa fortaleza?
-Fueron muchos los intentos, muchos borradores. No sale así a la primera porque la escritura de la violencia implica muchos de estos despeñaderos, reacciones automáticas que han sido construidas culturalmente: que los protagonistas sean los varones, una banalización o una pornoficación de la violencia. Tuve que hacer una buena lectura de sus escritos y su voz estaba siempre conmigo. Mis padres leyeron el libro antes de enviarlo a la editorial. Me importaba su opinión porque el escrito explica en qué remolino nos vimos inmersos durante tantos años.
-En un blog apareció publicado “¿De qué se ríe un feminicida?”, un texto donde se busca información sobre el asesino de Liliana [aparece una versión reciente que sostiene que el feminicida cambió su nombre por el de Mitchell Angelo Giovanni y que murió ahogado en 2020 en California]. ¿Ese texto es tuyo?
-Sí. Qué bueno que me lo preguntas. Ese es un artículo de opinión que publiqué en El País, sin fotos. No todo el mundo puede ingresar en el artículo. En mi cuenta de Facebook subí también links con las fotos de su funeral, de su supuesta muerte, porque todavía no hay una confirmación oficial. Después de que puse esas fotos, mi Facebook fue deshabilitado. Mandé a Facebook la pregunta que se hace todo mundo cuando esto sucede y la compañía me contestó que me brindaría una respuesta. No lo han hecho. Mi teoría es que alguien relacionado al presunto asesino o su familia se ha quejado y Facebook está haciendo censura, con fuentes que estuvieron abiertas a la comunidad. No me estuve metiendo en sitios que tuvieran contraseña o candados. A mí me gustaría hacer una pregunta pública a Facebook: ¿van a censurar cualquier demanda de justicia en caso de feminicidio? ¿van a estar siempre del lado del perpetrador?
-Querés ser tan fiel a Liliana que respetás hasta la caligrafía de sus cartas.
-La voz no solo me importaba como un vehículo de significado, como la anécdota que me estaba contando, sino la voz como objeto en sí. Su letra era una manera de ponerse ella misma en el espacio material. Fue una idea de su amigo Raúl Espino Madrigal, que diseñó la tipografía, a partir de algunos screen shots que le pasé.
-¿Puede la literatura ayudar a sembrar consciencia de la violencia? ¿Tiene el poder de mejorar un poco el mundo?
-Es la gran pregunta de los que producimos y leemos libros. Si yo no creyera que poco a poco esta manera de subvertir narrativas nos puede enseñar a ver, a vivir el mundo de otra manera, no lo haría. No creo que la literatura sea un manifiesto, pocos escritos tienen esa fuerza pero lo que sí tiene es el es el poder insidioso de insistir y de voltear narrativas. Finalmente, somos sociales por cómo nos contamos.
-No quiero pasar por alto tu mención a Bolaño. Él vivió en México, estudió en la misma universidad que vos y que Liliana, y también escribió La parte de los crímenes, dentro de 2666, sobre los feminicidios en Ciudad Juárez. ¿Llegaste a tratarlo?
-No mucho. Lo he leído, por su puesto. 2666 es una obra maestra, uno de esos primeros libros, como los de Sergio González Rodríguez [Huesos en el desierto o Campo de guerra], en el que el periodista se convirtió también en personaje en la novela. Ellos llegaron a articular con una fuerza enorme lo que pasaba hacía muchos años en México y en otras partes del mundo.
-¿Sentís que el mundo editorial es machista?
-Es tremendo. Se menciona hoy con tanta frecuencia el boom de tantas mujeres que están publicándose, pero no se trata tampoco de volver a elegir a unas cuantas, sino de abrir los espacios. El sistema sigue siendo muy patriarcal, el número de mujeres publicadas sigue siendo inferior al de los hombres, o el de las mujeres que vienen de raíces africanas o indígenas, tampoco tienen espacio.
-¿Cuándo aparece la escritura en tu vida? Estudiaste Sociología, luego Historia de América Latina.
-La escritura y la lectura preceden todo. Lo que pensaba cuando era mucho más joven era que iba a necesitar tantas herramientas como pudiera para contar mis historias, para poder construir esos otros mundos que me interesan. Nunca pensé en estudiar literatura porque estaba leyendo todos los libros que quería leer y no lo que me imponían en la universidad. Recuerdo leer con mucha avidez Las olas, de Virginia Woolf, los cuentos de Juan Rulfo, las poesías de Rosario Castellanos. También los rusos, mal traducidos en español, en esas ediciones que se vendían en los grandes supermercados. Kafka. Ellos fueron guardianes y maestros.
-Pensaba en El invencible verano de Liliana y en La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, en cierto modo emparentados, por la construcción de un artefacto polifónico para narrar la violencia.
-Ella es otra maestra para mí. Hay mucho que aprender de ese libro. Ojalá yo lo haya hecho. Elena se adelantó a su tiempo. Estaba haciendo Creative non Fiction en América Latina mucho antes de que Estados Unidos.
-¿Cómo te sentís como mexicana viviendo en los Estados Unidos? ¿Se ha integrado esa fuerza a la sociedad? ¿Sentís esa mirada?
-Es nuestro país también, tengo un hijo que nació ahí, vivo allí hace muchos años. Como ha sucedido en el mundo en general, el ascenso de la derecha y de los nacionalismos racistas, y la apertura que le dio la presidencia de Trump a este tipo de discursos, ha afectado muchísimo no solo a las comunidades de africoamericanos, sino también de latinos en Estados Unidos. Es siempre una posición compleja que exige actos de resistencia continuos. Ocurre con los latinos, algo similar a lo que ocurre con las mujeres: necesitamos un espacio de escucha.
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