Cristian Alarcón: “Que digan que mi novela es esperanzadora me da urticaria”
De larga trayectoria en la crónica, el autor chileno, aunque radicado en la Argentina, ganó el Premio Alfaguara de Novela con “El tercer paraíso”, que escribió durante el confinamiento
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“Esta novela surgió de la soledad y la desesperación”, dijo Cristian Alarcón, flamante ganador del XXV Premio Alfaguara de Novela por El tercer paraíso, una obra que navega entre el ensayo, la crónica, la autobiografía, la historia sociopolítica y la botánica. Tanto el jurado, presidido por Fernando Aramburu, como el autor y periodista premiado con 175 mil dólares y una escultura de Martín Chirino, definieron el libro como un relato híbrido, que traspasa las fronteras de los géneros. Escrito en dos años, durante el confinamiento que impuso la pandemia, llegará a las librerías del mercado hispano a partir del 24 de marzo.
Reconocida por “su vigor narrativo y una estructura dual, ambientada en diversos parajes de Argentina y de Chile”, según el fallo del jurado, la novela fue una de las siete finalistas entre 899 obras inéditas hispanoamericanas. “Es una novela de esperanza, donde se postula la belleza, el placer de los sentidos, la posibilidad de encontrar un refugio personal”, leyó Aramburu en el acto en Madrid.
“Que digan que mi novela es esperanzadora me da urticaria”, dijo Alarcón desde Buenos Aires en un momento de la conferencia realizada por Zoom. En diálogo con LA NACION, el autor nacido en Chile en 1970 que vive en la Argentina desde la infancia amplió luego el sentido de la frase: “No es verdad que el libro genere esperanza. Yo no le quiero dar esperanza a nadie; todo lo contrario. En este mundo no hay esperanza. Estamos ante las puertas de la extinción. Ningún gobierno nos genera esperanza, ni siquiera los movimientos populistas de América latina. Es muy difícil no ser cínico en esta situación. ¿Qué hacemos para evitar el cinismo? En principio, nos reímos de nosotros mismos y de nuestros amigos”.
El jurado, integrado por Olga Merino; Ray Loriga; Marisol Schulz Manaut, directora de la Feria del Libro de Guadalajara; Pilar Reyes, directora de la División Literaria de Penguin Random House; y Paula Vázquez, directora de Asuntos Culturales de la Cancillería Argentina, eligió la novela por unanimidad. En el fallo se destaca: “El protagonista reconstruye la historia de sus antepasados al tiempo que ahonda en su pasión por el cultivo de un jardín en busca de un paraíso personal. La novela abre una puerta a la esperanza de hallar en lo pequeño un refugio a las tragedias colectivas. Como dice el autor: «La belleza comienza en la maravilla de las flores, tan hermosas como finalistas en las que siempre veremos el destino que no puede ser resuelto»”.
“Fue una obra enteramente escrita en pandemia, en un retiro que me vi obligado a hacer en el sur de Chile intentando sobrevivir a una de las cepas más temibles de Covid”, contó Alarcón. “Tuve el privilegio de poder frenar el vértigo de la tarea periodística, decidí entregarme a la fabricación de una historia familiar latinoamericana y esta experiencia suburbana elegida. Me reencontré con mis ancestros y la profunda relación que muchas y muchos necesitamos con la naturaleza, a un resurgimiento de lo botánico y de la vida más allá de nuestras urgencias. Sin la pandemia no hubiera existido esta novela”, agregó el autor de Cuando muera quiero que me toquen cumbia y Si me querés, quereme transa, dos libros de no ficción que exploran la cultura suburbana, la música, el culto pagano y el narcomenudeo.
Fundador y director de la revista Anfibia, de la Universidad Nacional de San Martín, y del sitio Cosecha Roja, Alarcón trabaja hace tiempo en el cruce de géneros literarios. “Periodismo y literatura no son campos opuestos. Creo que esa frontera es antigua. Yo la combato hace años. Mi obra a punta a desarmar fronteras binarias: eso de ficción / no ficción o periodismo versus literatura”.
Fue, justamente, ese quiebre de fronteras literarias lo que lo hizo pensar que no iba a ganar el premio. “No lo esperaba. Cuando recibí el llamado a las seis de la mañana, primero pensé que eran amigos de Colombia. Y después, cuando vi que era de España, pensé que me harían esperar el anuncio oficial. Así que realmente fue una sorpresa fuerte, arrasadora. Todavía lo estoy procesando”, reveló mientras Max, su perro “no binario” se paseaba por el living de su departamento en el barrio porteño de San Cristóbal.
Es por eso que, según reconoció emocionado en su charla con LA NACION, no hay nada que le importe más del premio que el llanto de su madre cuando le dio la noticia. “Quizás suena un poco cursi, pero compartir la emoción con ella, con mi padre, con mi hijo no se compara con nada”, asegura. “La reacción de mi madre ante la revelación de que el camino que hemos recorrido juntos ha tenido algún sentido fue una experiencia única. Somos migrantes exiliados, morochos de la Patagonia. Todo lo demás (las críticas buenas o malas) no importa”.
El jurado resaltó el trabajo delicado del autor para crear la estructura de la novela. “La estructura es como un átomo, va y viene. Tiene mucho de la vida real. Fue un ejercicio de introspección profundo, vinculado a lo vital. Tuve que abandonar la voz del cronista, que honra a mis grandes maestros, como Ryszard Kapuściński, y alejarme del concepto de ‘verdad’. Pero realmente no sé si es una novela, tiene mucho de ensayo, de crónica, de historias familiares. Experimentar con el lenguaje sigue siendo un espacio de libertad”, aseguró el autor.
Alarcón se reconoce en la voz del narrador y en el niño exiliado que aparece en la trama. “Antes de todo, antes de ser marica, varón y padre de Juan Pablo, a quien le dedico el libro, fui migrante. Al escribir confluyen dos trayectorias: la vital y la lectora. Estamos hechos de experiencias lectoras”.
Presentada al concurso bajo el seudónimo de Daniel Vitulich, en la novela confluyen la vida cotidiana de un personaje y las tragedias colectivas que nos complican la vida. Confinado en las afueras de Buenos Aires, el protagonista empieza a cultivar un jardín con plantas y flores. “Su amor por la naturaleza le lleva a indagar en la formación del pensamiento científico, el nacimiento de la botánica y la gran aventura de las expediciones europeas del siglo XVIII. Al mismo tiempo, rememora la historia de su familia, que fue arrancada de cuajo de sus raíces en Daglipulli, Chile, por la dictadura de Pinochet”, informa el dossier de prensa.
En el relato aparece el recuerdo de las dalias que plantaba la abuela Alba y la exuberancia de la selva amazónica que encontró Alexander von Humboldt en 1799. “No fui a los documentos, solo leí sobre la vida de los botánicos. El título es un homenaje a Giles Clément y su libro El tercer paisaje, que es el que queda fuera de la mano del hombre”, dijo el periodista, que en 2014 recibió el Premio Konex en la categoría Crónicas y Testimonios. Profesor titular de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad de La Plata, dirige la Maestría en Periodismo Narrativo de la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín.
–En el anuncio dijiste que El tercer paraíso surgió de la soledad y la desesperación. ¿La causa fue la pandemia y la incertidumbre o algo más de tu vida personal?
–Como niño solo que fui, me aterra la soledad. Y, a pesar de los veintidós años de psicoanálisis, me sigue aterrando. Por lo cual, la pandemia para mí fue enfrentarme por primera vez a ese monstruo ante la imposibilidad real de estar rodeado de mis afectos. Lo que no imaginaba es que me iba a reconciliar con un lugar en el que la soledad me iba a resultar el espacio ideal para inaugurar el diálogo conmigo mismo.
–¿Te sumergiste en la escritura como si fuera tu propia burbuja anti Covid?
–Sí, logré cerrarme en el campo a desarrollar estos personajes, a reinventarlos. Y, al mismo tiempo, la soledad me llevó a ese diálogo conmigo mismo, que no me bancaba al principio, y entonces se dio con las plantas. El mundo de las plantas se me configuró como la posibilidad de recrear mi sociabilidad extrema en relación a estos códigos naturales que me fueron enseñando tanto: la búsqueda histórica y genealógica de la botánica para poder comprenderla.
–O sea que dedicarte a las plantas fue otro refugio.
–Sí, porque en el campo, la soledad se vive mirando las plantas. Cuando te levantás, lo primero que haces es salir al jardín a ver qué pasó, qué floreció, qué creció, dónde está la plaga, cómo luchar contra las hormigas.
–¿Pero es una actividad que hacías antes del confinamiento?
–No. De niño, tengo el recuerdo de estar al lado de mi abuela en la aldea campesina donde vivíamos en el sur de Chile; me acuerdo, en especial, de la cosecha de las flores. En verano, las dalias estaban en su punto culmine; las margaritas, los gladiolos, todo lo que ella vendía para los parroquianos de la aldea que iban al cementerio el fin de semana. Mi mayor fascinación era cortarlas y armar el ramo que presidiera la mesa. No había ni florero: era una jarra. Yo armaba el ramo y esa era la delicada actividad mariquita infantil que me era permitida. Combinar los colores, las formas, era la experiencia estética y artística que implica la relación con la naturaleza.
–Fue un regreso a la infancia en los recuerdos y las vivencias.
–Absolutamente, hay algo del orden de la experiencia que viví a lo largo de la novela como un modo de sustraerme de ese egoísmo urbano. Un corrimiento, que yo venía trabajando a nivel psicoanalítico, de una personalidad avasallante, exagerada, para ir a lo mínimo. La jardinería requiere de concentración, respeto, cuidado. Te obliga a entender una lógica no binaria en la que el efecto de circulación de lo vital es múltiple, diversa, azarosa. Hay que entender la lógica del sistema, que es lo que me impulsó a leer sobre botánica. Esta novela es una experiencia de conocimiento. No podía hacer jardinería y lograr que mis dalias brotaran sin saber todo lo que necesitaba saber para construir la genealogía de la botánica.
–El proceso de escritura te llevó dos años, mucho menos que tus libros anteriores. ¿Puede deberse a que tenías esta historia en la cabeza desde siempre?
–Exactamente. Desde que era muy pequeño, mi madre me contaba historias que hoy se transformaron en novela. Me hizo depositario de verdades atroces a una edad demasiado temprana y una vez me pidió perdón por eso. Ella siempre había fantaseado con el momento en el que yo escribiera la novela familiar. Y yo me juré como cronista que nunca lo iba a hacer.
–Faltaste a tu propio juramento, entonces.
–Sí, con la idea de ser más joven. No hay un modo más sano de rejuvenecer que romper con los propios juramentos.
–¿Hubo una imagen, una idea, una anécdota que disparó el proceso creativo?
–Tengo una experiencia psicoanalítica y una de búsqueda espiritual que nadie imagina en mí porque soy un sujeto mundano y de ciudad. En los últimos veinte años hice indagaciones espirituales y en las ceremonias más profundas pude tener visiones: todo lo que apareció siempre fueron flores. El camino me fue revelado. Yo no lo sabía a nivel consciente. La literatura llegó y no lo pensé demasiado. En un momento supe que ese era el único camino posible, claro que condicionado por la pandemia y el encierro.
–¿Qué opinás de las definiciones “híbrida” y “anfibia” que el jurado dio sobre tu novela?
–Creo que estamos yendo hacia un campo de la cultura donde se abandona la lógica de lo masculino / femenino y eso va a impactar, tarde o temprano, en otras áreas de la cultura. Lo que está ocurriendo es que las fronteras ya no tienen sentido. Es parte de un proceso que acontece en las narrativas de lo nuevo, pero que todavía no hace mella en la raíz social. Tengo un hijo de 19 años que me enseña un modo sutil de vivir sin joderle la vida a nadie. Hay una caída de los prejuicios que confronta tu identidad sin necesidad que vos te consideres parte.
–Yo apuntaba a que, en el intento de no etiquetar o de abrir las fronteras, igual se termina catalogando un producto cultural como tu libro con palabras que no dejan de ser etiquetas nuevas.
–Creo que hemos progresado. Hasta hace poco mi libro Cuando me muera quiero que me toquen cumbia estaba en el estante de Sociología de las librerías.
–¿Pero te sentís cómodo con esas definiciones o la definirías con otros términos?
–Yo me sentiría más cómodo si dijeran que mi novela es un curso de jardinería.
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