Crímenes imperceptibles
En la novela de Guillermo Martínez, de la que se brinda este anticipo, la calma vida académica de Oxford se ve alterada por una serie de asesinatos ejecutados con un criterio matemático
Ahora que pasaron los años y todo fue olvidado, ahora que me llegó desde Escocia, en un lacónico mail, la triste noticia de la muerte de Seldom, creo que puedo quebrar la promesa que en todo caso él nunca me pidió y contar la verdad sobre los sucesos que en el verano del 93 llegaron a los diarios ingleses con títulos que oscilaban de lo macabro a lo sensacionalista, pero a los que Seldom y yo siempre nos referimos, quizá por la connotación matemática, simplemente como la serie, o la serie de Oxford. Las muertes ocurrieron todas, en efecto, dentro de los límites de Oxfordshire, durante el comienzo de mi residencia en Inglaterra, y me tocó el privilegio dudoso de ver realmente de cerca la primera.
Yo tenía veintidós años, una edad en la que casi todo es todavía disculpable; acababa de graduarme como matemático en la Universidad de Buenos Aires y viajaba a Oxford con una beca para una estadía de un año, con el propósito secreto de inclinarme hacia la Lógica, o por lo menos, de asistir al famoso seminario que dirigía Angus Macintire. La que sería mi directora allí, Emily Bronson, había hecho los preparativos para mi llegada con una solicitud minuciosa, atenta a todos los detalles. Era profesora y fellow de St. Anne´s, pero en los mails que habíamos intercambiado antes del viaje me sugirió que en vez de alojarme en los cuartos algo inhóspitos del college, quizá yo prefiriera, si el dinero de mi beca lo permitía, alquilar una habitación con baño propio, una pequeña cocina y entrada independiente en la casa de Mrs. Eagleton, una mujer, según me dijo, muy amable y discreta, la viuda de un antiguo profesor suyo. Hice mis cuentas, como de costumbre, con algún exceso de optimismo y envié un cheque con el pago por adelantado del primer mes, el único requisito que pedía la dueña. Quince días después me encontraba volando sobre el Atlántico en ese estado de incredulidad que desde siempre se apodera de mí ante cada viaje[...]
Mi directora me había dado todas las indicaciones para que tomara en Heathrow el ómnibus que me llevaría directamente a Oxford y se había excusado varias veces por no poder recibirme a mi llegada: estaría durante toda esa semana en Londres en un congreso de Álgebra. Esto, lejos de preocuparme, me pareció ideal: tendría unos días para hacerme por mí mismo una idea del lugar y recorrer la ciudad, antes de que empezaran mis obligaciones. No había llevado demasiado equipaje y cuando el ómnibus se detuvo por fin en la estación no tuve problemas en cruzar la plaza con mis bolsos para tomar un taxi. Era el principio de abril pero me alegré de no haberme quitado el abrigo: soplaba un viento helado, cortante, y el sol, muy pálido, no ayudaba demasiado. Aún así pude ver que casi todos en la feria de la plaza y también el chofer paquistaní que me abrió la puerta estaban en manga corta. Le di la dirección de Mrs. Eagleton y mientras arrancaba le pregunté si no tenía frío. "Oh, no: estamos en primavera", me dijo, y señaló con felicidad, como una prueba irrefutable, ese sol raquítico.
El cab negro avanzó ceremoniosamente hacia la calle principal. Cuando dobló a la izquierda pude ver a ambos lados, por puertas de madera entreabiertas y rejas de hierro, los tersos jardines y el césped inmaculado y brillante de los colleges. [...] El camino ondulaba ahora en medio de un parque imponente; detrás de cercos de muérdago aparecían grandes casas de piedra de una elegancia serena, que hacían evocar de inmediato las novelas victorianas con tardes de té, partidas de crocket y paseos por los jardines. [...]Vimos finalmente, donde terminaba la calle, unas casitas uniformes, mucho más modestas, aunque todavía simpáticas, con balcones rectangulares de madera y un aspecto veraniego. La primera de ellas era la de Mrs. Eagleton. Bajé los bolsos, subí la escalerita de entrada y toqué el timbre. Sabía, por la fecha de su tesis doctoral y de sus primeras publicaciones, que Emily Bronson debía rondar los cincuenta y cinco años y me preguntaba qué edad podría tener la viuda de un antiguo profesor suyo. Cuando la puerta se abrió me encontré con la cara angulosa y los ojos de un azul oscuro de una chica alta y delgada, no mucho mayor que yo, que me extendió la mano con una sonrisa. Nos miramos con una mutua y agradable sorpresa, aunque me pareció que ella se replegaba con un poco de cautela al liberar su mano, que quizá yo había retenido un instante más de lo debido. Me dijo su nombre, Beth, y trató de repetir el mío, sin conseguirlo del todo, mientras me hacía pasar a una sala muy acogedora, con una alfombra de rombos rojos y grises. Desde un sillón floreado Mrs. Eagleton me extendía los brazos con una gran sonrisa de bienvenida. Era una anciana de ojos chispeantes y movimientos vivaces, con el pelo totalmente blanco y esponjoso, peinado con cuidado en una orla orgullosa hacia arriba. Reparé al cruzar la sala en una silla de ruedas cerrada y apoyada contra el respaldo, y en la manta de cuadros escoceses que le cubría las piernas. Estreché su mano y pude sentir la fragilidad algo temblorosa de sus dedos. Retuvo la mía calurosamente un momento y me dio unos golpecitos con la otra, mientras me preguntaba por mi viaje, y si aquella era mi primera vez en Inglaterra. Dijo con asombro:
-No esperábamos alguien tan joven, ¿no es cierto, Beth?
Beth, que se había quedado cerca de la entrada, sonrió en silencio; había descolgado una llave de la pared, y después de esperar a que yo respondiera tres o cuatro preguntas más sugirió con suavidad:
-¿No te parece, abuela, que debería mostrarle ahora su habitación? Debe estar terriblemente cansado.
-Claro que sí -dijo Mrs. Eagleton-; Beth le explicará todo. Y si no tiene otros planes para esta noche estaremos encantadas de que nos acompañe a cenar.
* * *
Pasaron dos semanas más. El verano empezó a anunciarse lentamente, con atardeceres suaves y muy largos. El primer miércoles de mayo, en el camino de regreso del Instituto, retiré de un cajero automático el dinero para pagar el alquiler de mi cuarto. Toqué el timbre en la puerta de Mrs. Eagleton y mientras esperaba a que me abrieran vi que por el camino que ondulaba hasta la casa se aproximaba un hombre alto, dando largos pasos, con una expresión seria y reconcentrada. Lo miré de soslayo cuando se detuvo a mi lado; tenía una frente ancha y despejada y ojos pequeños y hundidos, con una cicatriz notoria en el mentón. Tendría quizá unos cincuenta y cinco años, aunque cierta energía contenida en sus movimientos le daba todavía un aspecto juvenil. Hubo un pequeño momento de incomodidad mientras esperábamos los dos junto a la puerta cerrada, hasta que se decidió a preguntarme, con un acento escocés grave y armonioso, si ya había tocado el timbre. Le respondí que sí y toqué por segunda vez. Dije que quizá mi primer timbre había sido demasiado corto y al oírme el hombre distendió sus facciones en una sonrisa cordial y me preguntó si yo era argentino.
-Entonces -me dijo, cambiando a un perfecto castellano con un gracioso dejo porteño? usted debe ser el alumno de Emily.
Respondí que sí, sorprendido, y le pregunté dónde había aprendido español. Sus cejas se arquearon, como si mirara a un pasado muy lejano y me dijo que había sido muchos años atrás.
-Mi primera esposa era de Buenos Aires -y me extendió la mano-. Yo soy Arthur Seldom.
Pocos nombres hubieran podido despertar en mí una admiración mayor en esa época. El hombre de ojos pequeños y transparentes que me estrechaba la mano era ya entre los matemáticos una leyenda. Yo había estudiado durante meses para un seminario el más famoso de sus teoremas: la prolongación filosófica de las tesis de Gödel de los años 30. Se lo consideraba una de las cuatro espadas de la Lógica y bastaba revisar la variedad en los títulos de sus trabajos para advertir que era uno de esos raros casos de summa matemática: bajo esa frente despejada y serena se habían agitado y reordenado las ideas más profundas del siglo. En mi segunda incursión por las librerías de la ciudad yo había tratado de conseguir su último libro, una obra de divulgación sobre series lógicas, y me había enterado, con alguna sorpresa, de que estaba agotado desde hacía dos meses. Alguien me había dicho que desde la publicación de aquel libro Seldom había desaparecido del circuito de congresos y al parecer nadie se animaba a arriesgar qué estaría estudiando ahora. En todo caso, yo ni siquiera sabía que vivía en Oxford, y mucho menos hubiera esperado encontrármelo en la puerta de Mrs. Eagleton. Le dije que había expuesto sobre su teorema en un seminario y pareció agradecido por mi entusiasmo. Me daba cuenta, sin embargo, de que algo lo preocupaba y de que desviaba sin poder evitarlo su atención a la puerta.
-Mrs. Eagleton debería estar en la casa -me dijo-, ¿no es cierto?
-Yo hubiera creído que sí -dije-: allí está su silla a motor. A menos que la hayan venido a buscar en auto...
Seldom volvió a tocar el timbre, se acercó a escuchar contra la puerta, y caminó hasta la ventana que daba a la galería, esforzándose por mirar hacia adentro.
-¿Sabe si hay otra entrada por atrás? -Y me dijo en inglés-: Tengo miedo de que le haya pasado algo.
Vi, por la expresión de su cara, que estaba verdaderamente alarmado, como si supiera algo que no lo dejaba pensa r sino en una sola dirección.
-Si a usted le parece -le dije- podemos probar la puerta: creo que no la cierran durante el día.
Seldom apoyó la mano en el picaporte y la puerta se abrió serenamente. Entramos en silencio; nuestros pasos hicieron crujir las tablas de madera del piso. Se oía adentro, como un latido amortiguado, el vaivén sigiloso de un reloj de péndulo. Avanzamos a la sala y nos detuvimos junto a la mesa en el centro. Le hice un gesto a Seldom para señalarle la chaise longue junto a la ventana que daba al jardín. Mrs. Eagleton estaba tendida allí, y parecía dormir profundamente, con la cara vuelta hacia el respaldo. Una de las almohadas estaba caída sobre la alfombra, como si se le hubiera deslizado durante el sueño. La orla blanca del pelo estaba cuidadosamente protegida con una redecilla y los lentes habían quedado sobre una mesita, junto al tablero de scrabble. Parecía haber estado jugando sola, porque los dos atriles con letras estaban de su lado. Seldom se acercó y cuando le tocó con dos dedos el hombro, la cabeza se derrumbó pesadamente a un costado. Vimos al mismo tiempo los ojos abiertos y espantados y dos huellas paralelas de sangre que le corrían desde la altura de la nariz por la barbilla hasta unirse en el cuello. Di involuntariamente un paso hacia atrás y reprimí un grito.
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