Crear en verano: el caso Red Hot Chili Peppers
Cada enero, aprovechando la velocidad crucero que aparenta tomar la ciudad, con unos amigos nos entregamos, ante la ilusión del mayor tiempo libre, a un juego indulgente que hace unos años hemos bautizado “obsesiones veraniegas”. Por lo general, la cuestión pasa por revisitar la obra de un autor, escuchar todos los discos en forma cronológica de algún artista o ver compulsivamente algún film hasta volverse un erudito de sobremesa en la materia. Este año, la obsesión veraniega que me convoca es un productor musical que tiene un podcast (Tetragrammaton), que editó en 2023 un libro fascinante, The Creative Act (El acto de crear) y que, para quienes amamos las canciones, es hace más de 30 años un gurú: Rick Rubin.
Rubin es una figura particular, cuando menos. Haciendo a un lado su excéntrica estampa, mezcla de científico genio con rey mago, de su labor profesional multigalardonada se podría escribir un tratado: creó a los 19 años su primera discográfica, revivió artísticamente a Johnny Cash con la serie de álbumes American Recordings y diseccionó el sonido de los Beatles en el documental McCartney 3, 2, 1, junto con el mismísimo Sir Paul.
Al margen de la colección de logros, hay en su historia una aventura con ribetes de fábula; un sensible trabajo de amor que hizo de un grupo de chicos al borde del abismo una banda madura, con sonido influyente hasta hoy. Llamémoslo el ‘Caso Red Hot Chili Peppers’ (RHCP).
En los 80, los RHCP eran cuatro poco más que adolescentes fuera de sí: estaban enojados, dos de ellos habían vivido en la calle, exhibían una apariencia bufonesca y hostil y hacían mucho, mucho ruido sobre el escenario. Pero tenían un relativo éxito en el circuito musical de Los Ángeles y habían editado algunos discos muy desparejos.
Para ordenar el caos, el sello EMI los puso a trabajar con Michael Beinhorm, un productor implacable -”la mejor música no siempre te hace sentir bien”, era su lema-, que los obligaba a tocar sin descanso, los encerraba en el estudio y se reservaba la última palabra en materia creativa, lo cual -además de generar constantes peleas- estaba aniquilando a cuatro veinteañeros que tenían talento y ganas de más.
Ahí entra Rubin. Convencido de estar ante un diamante en bruto escondido bajo capas de estridente bronca, el productor tomó al grupo -previo paso contractual a Warner- bajo su cobijo. Para grabar, les anticipó, no iban a usar un estudio tradicional. Los mudó ese verano a una casa en la naturaleza y les propuso tocar por las noches en el jardín, con las luces apagadas. Así y todo, seguían sonando enojados. Entonces Rubin hizo la jugada maestra: los liberó de ellos mismos. Para empezar, les subió el volumen de los auriculares al máximo. “Si el sonido les explota en los oídos -pensó- van a tocar más bajo”. También les pidió que compusieran no para la banda, sino “para sus artistas favoritos”, y después los hizo tocar esos mismos temas -en el parque, bajo las estrellas- pero antes de cada interpretación los instó a pensar en un destinatario: que tocaran para su madre, para su alma gemela, para su mejor amigo o para una persona muy amada de quien se hubieran separado. De cada canción obtuvo, cuenta, múltiples versiones; una más melodiosa y exuberante que la siguiente.
El disco salió en 1991, se llamó Blood Sugar Sex Magik, vendió más de 13 millones de copias y convirtió a los RHCP -que dieron dos shows memorables en River el año pasado- en la banda que es, capaz de sonar poderosa sin perder melodía, brillo, preciosura.
La magia de Rick Rubin está en esas hendijas que abre, en la invitación a parar, en el espacio que habilita como un nido para la creatividad. Esa es la moraleja. Lo importante no es lo que hace, sino lo que no hace. Porque, ¿para qué otra cosa sirve un verano, después de todo?
Por cierto, el productor terminó comprando esa gran casa en las colinas de Hollywood donde salvó a los RHCP. Su propietario anterior también estaba acostumbrado a hacer lo imposible; era Harry Houdini.
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