Conversaciones con mi amiga
Llegué a la serie Conversation with Friends porque en la imagen la vi a Jessa de Girls y me gustó tanto Girls, aunque no me decido si Jessa en particular pero ese pelo inmenso, su acento, que apreté reproducir y listo. Un problema menos.
El comienzo ya me pareció algo. Dos jóvenes que estudian en la universidad sentadas en la vereda ensayando un poema feminista que había escrito una de ellas, la de la voz como el papel crêpe, para esa noche leerlo en el escenario de un bar en Dublín. Lo que siguió en los doce capítulos fue parecido. Una escritora famosa (Jessa, los labios en rojo Chanel y atuendo formal, qué mujer) las ve en el bar, se les acerca, las invita a su casa, ellas piensan que es una celebridad muy mainstream para sus gustos, pero van igual y ahí conocen a su marido actor, mas pop todavía, y entonces los engaños, los besos a escondidas, el sexo, la escritura, las charlas, el amor por todos lados.
La terminé de ver y busqué en internet data y me enteré de que estaba basada en un libro y llegué a la autora, la irlandesa Sally Rooney, y leí las críticas: que su literatura es “literatura menor”, que escribe “culebrones para los millennials”, que su “prosa es absorbente”, que es “la voz de una generación”, la “Salinger de la era Snapchat”. Y pese a que no decidí si la historia era perfecta o descartable, hice algo que no hago nunca: la recomendé. Se la pasé a una amiga del trabajo porque pensé que era un gesto y también porque me gusta la idea de tener una compañera para esto, para las series. Una cosa exclusiva. Le dije que era linda. No me animé a más. Ella aseguró que la iba a mirar y a los pocos días me mandó un audio de cinco minutos veintinueve segundos. Primero fue por lo bueno, la protagonista es bella como los adornos de antes, me sentí reflejada por esto, pero luego fue precisa y afirmó que la trama le había parecido muy palermitana y a mí me dio una vergüenza. Le respondí abrumada: “Los personajes tienen ganas y hacen. Eso está bien”.
Yo me crie a telenovelas. Las películas de Disney no fueron parte de mi infancia como sí los rostros de Grecia Colmenares o Andrea del Boca. Los mediodías mi madre preparaba el almuerzo, nunca vegetales, todo siempre de caja, mi madre es resolutiva en cuestiones alimentarias, y nos sentábamos frente al televisor a mirar Rosa salvaje, Topacio, Antonella. Por las noches la rutina era parecida: La extraña dama, Más allá del horizonte, Perla negra. Así crecí, así entendí la ficción (y un poco la vida): una seguidilla de no porque algo. Te quiero besar, pero no. Te amo, pero no. Te tengo que contar la verdad, pero no. Casate conmigo, pero no.
Ver Conversation with Friends fue absolutamente perturbador: una historia de amores en la que los protagonistas hacen lo que quieren. mujer 1 y mujer 2 eran novias y ahora son mejores amigas, hombre único besa a mujer 1 en su casa mientras mujer 3 toma vino; mujer 2 besa a mujer 3 en la calle, cuando hombre único está de viaje; mujer 1 tiene sexo con hombre único en la cama en que el hombre único duerme con mujer 3; hombre único se escapa cuando mujer 3 duerme para tener sexo con mujer 1; mujer 1, ese modo de pronunciar las T, las P, las F, escribe sobre su relación con mujer 2 y publica el texto en una de las revistas más leídas sin avisarle; hombre único le cuenta a mujer 3 que está con mujer 1 y mujer 3 lo entiende; mujer 1 y mujer 2, un nuevo beso en cualquier lugar, deciden vivir juntas y volver a ser novias.
Después de leer mi mensaje mi amiga me dio un poco la razón. No mucho más. Yo esa noche me sentí engañada por mi infancia. Ahí estaba la forma de montar una trama sin tantos “no”, pero nadie se había tomado el esfuerzo. Y pensé en mí y en quién soy hoy y en cómo me hubiera movido por el mundo si en vez de a Celeste miraba a estas mujeres.
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