Confesiones de un “nobelista”
Cuando estés leyendo esta nota, amable lector, ya se sabrá quién es el nuevo Premio Nobel de Literatura. Los candidatos que aparecieron como favoritos durante los últimos días se repartían entre los nombres de siempre (Margaret Atwood, Haruki Murakami), los que sonaban por primera vez (la china Can Xue,Gerald Murnane) y Salman Rushdie, factor de discordias y renuncias cuando el comité sueco no le otorgó la distinción tras la fatwa por Los versos satánicos (el muy concreto ataque que sufrió el año pasado lo volvió a poner como opción). Si me dieran voz y voto, eligiría al rumano Mircea Cărtărescu o al húngaro László Krasznahorkai, los autores más originales del este europeo poscaída del Muro. También a César Aira, aunque (espero errar) la psicología sueca nunca dirigió su dedo a autores tan lúdicos y vanguardistas.
Dejemos a un lado en estas líneas las clásicas objeciones sobre su valor literario, sus cálculos políticos, su eurocentrismo de fondo y su relativa atención distributiva según géneros y territorios. Veamos el Nobel, más bien, como una novela azarosa, que suma año a año un nuevo capítulo a su tómbola. Así, observado en su totalidad, el canon que conforma la lista de premiados –extensa, porque empezó a otorgarse en un lejanísimo 1901– es un depósito irregular y singularísimo de toda clase de obras.
Una confesión contradictoria: así como existen los vaticanistas, soy a mi pesar un nobelista (así, con b). Tengo la absurda o inútil plusmarca de haber leído aunque más no fuera un libro de todos los premiados (sí, inclusive a los de 1975: los suecos amigos de la casa Eyvind Johnson y Harry Martinson). No es deformación profesional sino casualidad: cuando adolescente, aparecía una colección de quiosco con un libro semanal, de escritor en escritor. Solo así se explica que haya pasado por mis manos una antología de Sully Prudhomme (el primer premiado), un poeta parnasiano que ya debía sonar añoso en su época. O que haya leído un bodoque del novelista rural Henrik Pontoppidan y un opus más ligero de Karl Gjellerup, narrador de toques budistas, los daneses premiados conjuntamente en l917. Si nos atenemos a los primeros 40 años del Nobel, no solo hay desconocidos. Algunos son poco leídos hoy, pero inobjetables para su época, como Romain Rolland o Anatole France. Hay también otros a los que bien o mal hubiera llegado sin necesidad de esa colección: pienso en Rudyard Kipling (por pura herencia borgeana), Knut Hamsun, William Butler Yeats, Thomas Mann. Pero si no fuera por esa constancia ingenua, nunca me hubiera aventurado en el polaco Wladyslaw Reymont. No es que valga mucho, pero es a sus novelas de campo a las que Witold Gombrowicz les toma el pelo en Pornografía. Leer cosas inútiles también ayuda al ojo crítico.
A partir de la posguerra los nombres son más cosmopolitas y menos anacrónicos: lo ganaron en fila Gabriela Mistral, Hermann Hesse, André Gide, T.S. Eliot, William Faulkner (menos apreciado entonces en Estados Unidos que en Europa). Sí, además siguen entreverándose los ignotos y algún escandinavo de rigor. Sin embargo, entre esos caprichos surgidos de Estocolmo, hay alguna deuda: difícilmente hubiera explorado sin el Nobel a una poeta excepcional como Nelly Sachs ni hubiera transitado uno de los largos libros de Shmuel Agnon, que –descubriría hace poco– era una de las lecturas preferidas de Walter Benjamin. Más cerca en el tiempo tampoco hubiéramos sabido nunca de Wislawa Szymborska.
Veámoslo así: a las omisiones inevitables (Proust, Kafka, que murieron demasiado pronto) y a las negligencias deliberadas (de Ibsen a Borges, de Thomas Bernhard a Philip Roth) los tendríamos de todas maneras a mano. La falible superstición del Nobel, contra todo, cada tanto nos regala –aunque no creamos en los premios– algún hallazgo de otro modo inalcanzable.
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