"Con Osvaldo éramos dos solitarios"
De paso por Buenos Aires, Catherine Brucher, viuda de Soriano, habló de la vida en común junto al escritor, a quien conoció en Bruselas cuando ella tenía 25 años y él iniciaba su exilio europeo
En respuesta a mi pedido de entrevista vía correo electrónico, Catherine Brucher, viuda de Osvaldo Soriano, me daba desde su Francia natal una buena noticia (estaba por viajar a Buenos Aires) y otra menos buena: "No me gustan mucho las entrevistas, pero eso no impide que nos encontremos para una charla informal. Así que estoy a su disposición".
Nos encontramos un sábado en el departamento de Palermo que el periodista Francisco Juárez comparte con su esposa, donde Catherine se alojaba. Alrededor de una mesa a la que también se sentó Manuel, el hijo que tuvo con el escritor, la charla se deslizó sin esfuerzo y Catherine desplegó la personalidad que aquel e-mail anticipaba: había en ella discreción y calidez por partes iguales. A medida que avanzaba la conversación, yo me decía que finalmente accedería a considerarla una entrevista con todas las de la ley.
"Nos conocimos en Bruselas, en febrero de 1976 -recordó-. Yo tenía 25 años y desde hacía unos meses estaba viviendo en una casa donde había argentinos, chilenos y uruguayos, algunos de ellos exiliados. Mi hermana vivía allí y yo había ido a visitarla desde Estrasburgo. Cuando llegué decidí quedarme un tiempo en Bruselas y conseguí trabajo como enfermera. Como vivíamos casi de modo comunitario, teníamos muy pocos gastos. Osvaldo venía de Tailandia, donde había ido a hacer unas notas, y de regreso decidió ir a ver a su amigo Félix Samoilovich, que vivía en esa casa de la Rue de la Pacification."
-¿Simpatizaron enseguida?
-Félix y Graciela Clementoni, su mujer, que lo querían mucho, ya me habían hablado de él y de las historias que siempre contaba. Me pareció muy tierno, muy simpático y hablador. Yo no sabía castellano y él no hablaba francés, y Graciela me traducía. Salvábamos la barrera del idioma con ayuda de gestos. Un día quiso decirme que yo era muy dulce y no sabía cómo. Entonces agarró el azúcar y dejó caer una cucharada. "Viste, así sos vos", me dijo.
-¿Qué pasó después?
-A principios de abril, poco después del golpe militar, Osvaldo volvió a Buenos Aires. Para entonces ya estábamos juntos y pensábamos reencontrarnos. Nos escribíamos, él en castellano y yo, en francés. Me compré un diccionario para traducir sus cartas. Osvaldo vivía aquí con una chica, pero cuando volvió la dejó y se fue a vivir a la casa de Tito Cossa. Y en junio regresó a Europa.
-¿Cómo fue el reencuentro?
-Muy bueno, sí, pero yo no me quería quedar en Bruselas. No me adaptaba, porque los belgas son muy distintos de los franceses. A Osvaldo tampoco le gustaba mucho Bruselas, pero menos le gustaba Estrasburgo, donde yo vivía, porque es una ciudad muy chica y él prefería las ciudades grandes. Él soñaba con vivir en París, pero yo no quería. Entonces me volví sola a Estrasburgo, en septiembre u octubre, y él se quedó en Bruselas. Hasta la mitad de 1978 vivimos así. Venía a verme a Estrasburgo, se quedaba uno o dos meses, después pasábamos un tiempo sin vernos y luego yo iba a Bruselas a estar con él. Nos separaban unos 300 kilómetros, que hacíamos en tren.
-¿Cuándo se reunieron en París?
-Yo salí de viaje por Egipto con una amiga y cuando volví le dije a Osvaldo que aceptaba vivir en París. Alquilamos un departamento cerca del cementerio de Père Lachaise. Era muy chico, pero era lo que podíamos pagar. Conseguí trabajo de enfermera, y él empezaba a escribir para medios de España. Estaba trabajando en la corrección de Cuarteles de invierno , creo. Por esa época se publicó en Francia Triste, solitario y final , que ya se había publicado en Italia. Vivíamos con lo justo.
-¿Ya tenía él ese hábito de escribir de noche y dormir de día?
-Cuando lo conocí, él ya vivía así. Pero yo, como enfermera, también trabajaba de noche. Los dos vivíamos de noche y dormíamos de día. Nos levantábamos a las 15 y después de desayunar solíamos ir a las librerías o al cine. Cenábamos, y él se ponía a escribir y yo hacía mis cosas, leía o me iba al trabajo. Era una vida sencilla. A veces venían amigos argentinos a casa, pero él nunca fue muy sociable y no le gustaba recibir gente en casa. No hace mucho me enteré de que la gente pensaba que la que no quería recibir era yo, pero eso no era así [se ríe]. Era él; le gustaba más ir a las casas de los otros.
-¿Quiénes eran los amigos de Soriano en esa época?
-Íbamos a cenar con Cortázar y su mujer, Carol Dunlop, que nos invitaban. También nos veíamos con Carlos Gabetta y con Eduardo Febbro, corresponsal de Página/12 . Y con el Tata Cedrón. Fueron lindos años, pero duros, porque Osvaldo sufría al estar lejos de la Argentina.
-¿Cómo veía el país desde allá?
-Escribía y recibía muchas cartas, y ésa era su manera de no cortar el cordón con su país. Era muy desordenado en la vida diaria, pero ordenaba las cartas por orden alfabético. Hace poco estuve reordenándolas, después de tantos viajes y mudanzas. Hay muchas de Tito Cossa, que son muy lindas. Tito le contaba todo lo que pasaba aquí, incluso en el fútbol. Hay también muchas de Daniel Divinsky y de Mempo Giardinelli, y otras de Tomás Eloy Martínez y Antonio Dal Masetto.
-Él decía que siempre había sido un poco vago. ¿Lo era para escribir?
-Para escribir, no. Era obsesivo con la corrección y estaba horas y horas sacando palabras y limpiando sus novelas lo más posible. Hasta que en un momento decía: "Aquí paro, no saco más porque no va a quedar nada". Para lo que lo apasionaba no era vago.
-¿En qué momento le empezó a ir bien con sus libros?
-Al año nos mudamos a otro departamento mejor, ya teníamos un poco más de plata; no me acuerdo si él había cobrado algo. Pero las traducciones no daban mucho dinero. El éxito llegó recién en Buenos Aires. Cuando estábamos en París, en el primer departamento, le ofrecieron trabajar en France Press, pero él había decidido que era escritor y no aceptó. Sí, era vago para trabajar [ríe].
-¿Cómo decidieron instalarse en Buenos Aires?
-Vinimos para la Feria del Libro de 1983. Era la primera vuelta de Osvaldo a la Argentina, y estaba muy contento de reencontrarse con amigos y con las calles de Buenos Aires. En la feria se sintió reconocido, dio charlas y lo vino a ver mucha gente. Decidimos comprar un departamento acá, porque ya estábamos bien económicamente.
-¿Qué impresión te produjo la Argentina?
-Yo le decía que Buenos Aires me hacía acordar a la Francia de los años sesenta, cuando la gente todavía sacaba la silla a la calle. Había un trato cálido, muy distinto del de París. Y estuve de acuerdo con él en vivir aquí. Volvimos, me acuerdo, para el estreno de la película No habrá más penas ni olvidos . Entonces compramos el departamento, el primero, en Sarmiento y Junín, un departamento chico, no muy lindo. Y nos establecimos a principios de 1984, creo. Gradualmente a Osvaldo le fue yendo mejor con sus libros. Cuando empezó a trabajar en Página/12 , ya estábamos más cómodos.
-¿Cambió Osvaldo con el éxito?
-No cambió en nada. Inclusive en cosas banales, como la ropa, siguió igual que siempre. Recuerdo que Andrés Cascioli le decía que tenía que comprarse ropa buena para vestirse más decentemente. Pero él siguió siendo una persona a la que le gustaba estar en casa, que evitaba las presentaciones de libros o las reuniones sociales.
-Y después se mudaron a La Boca, una casa que a Soriano le gustaba mucho...
-En la calle Del Valle Iberlucea, a unas cuadras de Caminito. Allí nació Manuel. Estuvimos diez años y nos hubiéramos quedado más, pero yo quería que Manuel fuera al Liceo Francés y quedaba muy lejos. A Osvaldo le gustaba La Boca. Salía a la calle y hablaba con todo el mundo, y con eso escribía sus notas, sobre todo las que hacía para Italia. Inventaba historias, claro, pero sus personajes surgían del barrio. Esa vida de barrio se perdió en Palermo, adonde nos mudamos después.
-¿Cómo era Soriano como padre?
-Tenía 47 años cuando nació Manuel y estaba con mucho miedo, como podrás imaginar. Pero fue sorprendente, porque perdió el miedo enseguida y se interesó mucho por su hijo. Cuando creció, le contaba cuentos casi todas las noches. Le preguntábamos a Manuel de quién quería una historia. Yo era incapaz de inventar y le leía, a veces en castellano y otras en francés. Osvaldo inventaba historias alocadas que a veces continuaba a la noche siguiente.
-¿Osvaldo era un tipo solitario?
-Sí, era muy solitario. Decía que nos llevábamos bien porque los dos éramos solitarios, y eso es cierto.
-¿Cómo se enteró de su enfermedad y cómo la asumió?
-Empezó en Francia, adonde había ido a terminar La hora sin sombra , con una tos y una dificultad para respirar. Cuando Osvaldo volvió, fue a ver al médico, que diagnosticó una neumonía. La dificultad para respirar siguió. Le hicieron unos estudios y fue a buscar los resultados con Pasquini Durán, porque yo estaba volviendo de Francia. Ya desde ese primer informe la cosa era grave. No se podía operar porque el tumor era demasiado grande y decidieron hacer quimioterapia. Eso fue muy duro. Él no quería que se supiera, sólo lo sabían unos pocos amigos: Pasquini, Tito Cossa, el Negro Juárez, que lo acompañaba al sanatorio. Osvaldo guardó el secreto unos meses. Después le bajaron las defensas, tuvo otra neumonía y se tuvo que internar.
-¿Cómo cambió su vida en esos últimos tiempos?
-Estaba muy cansado. Con las quimioterapias el cáncer se había reducido bastante, y los médicos decidieron operar. Antes de la internación, Osvaldo se puso a cambiar todo en el escritorio que se había hecho en la terraza y hasta compró una biblioteca, como preparando su vuelta. La operación salió bien, pero hubo una complicación posoperatoria. Fue todo muy rápido.
-¿Por qué decidiste volver a Francia tras su muerte?
-Al principio no sabía muy bien qué hacer. Pensaba quedarme, sobre todo por Manuel, que estaba en primer grado. Me decía que éste era el país de su padre, y pensaba que la parte argentina debía crecer en él más fuerte que la parte francesa. Fue Pasquini quien me dijo: "Tu hijo va a estar bien donde vos estés bien". Entonces fui a ver a un psicoanalista para que me ayudara y me dijo lo mismo. Así decidí volver a Francia.
-¿Y dónde viven hoy?
-Vivimos a 40 kilómetros de París, en un pueblito de dos mil habitantes que se llama Janville. Yo trabajo como enfermera en París, y el trabajo me mantiene activa. Manuel, que antes prefería vivir en un pueblo chico, ahora prefiere París, y cuando regresemos a Francia se va a instalar allí para estudiar.
-¿Cómo te gusta recordar a Soriano?
-Con su sonrisa. Cuando volvía a casa con su sonrisa.
© LA NACION
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