Con la fuerza de Rocky Balboa
Una amiga con ánimo de emprender me cuenta lo siguiente: que compartió, emocionada, su proyecto con una persona cercana y recibió a cambio, con todo el desdén que habita en la mediocridad, una suerte de burla. “¿Vos? No se te ocurra hacerlo”.
Justo por esos días había visto una serie de entrevistas a Sylvester Stallone, que este mes cumplió 78 años y, como suele ocurrir ante alguna efeméride, habló con varios medios en una especie de balance de vida y obra.
Me detuve en una en particular que recuperaba material de archivo de enero de 1977, un mes después del estreno en los Estados Unidos de su debut, Rocky, el film y el personaje que le cambiaron la vida.
El actor narraba en ese viejo reportaje de la BBC, todavía desencajado por el éxito apabullante, el derrotero que había representado cumplir su sueño. El cuento, una historia aún más apasionante que la película -por cierto, si hace tiempo que no la ve, dése el gusto nuevamente; resulta cada vez más grandiosa- es así: en 1976, Stallone vivía con su primera esposa, Sasha Czack, en un monoambiente neoyorquino de tres metros por cuatro, en el que debían levantar la cama para abrir la puerta. Tenía 106 dólares en el banco, su mujer estaba embarazada y era camarera, mientras él tomaba papeles como extra y cualquier trabajo eventual que apareciera. “Estaba espiritual, física y económicamente en bancarrota”, relataba. Pero tenía un guion que había escrito en tres días, poseído por un rapto de inspiración después de ver la pelea de Muhammad Ali vs. Chuck Wepner, acerca de -cualquier semejanza con la realidad…- un treintañero pobre, maltratado por la vida, que tenía todas las de perder y era considerado por la sociedad como un donnadie hasta que se convertía en un campeón de la gente. Y tenía fe. Y fuerza.
Un día, en uno de los tantos castings menores a los que se presentaba sin suerte, conoció a dos productores y les habló de esa historia. Irwin Winkler y Robert Chartoff leyeron el material y se enamoraron. Así que le ofrecieron a Stallone 100 mil dólares por el guion y le adelantaron que irían tras James Caan, Ryan O’Neal, Robert Redford o Burt Reynolds, todas estrellas en su apogeo, para el rol central. “De ninguna manera”, les contestó él. “El protagonista soy yo”. Ahí siguió una negociación con ribetes de comedia, en la que los productores comenzaron a ofrecerle al desconocido cada vez más dinero por no actuar en el film. Los 100 mil originales se convirtieron en 150, en 180, después en 220 y así escalaron hasta 360 mil dólares. Y siempre, Stallone, que hasta había tenido que entregar a su amado perro porque no podía mantenerlo -recordemos: el monoambiente y 106 dólares en la cuenta- les dio la misma respuesta. “Rocky soy yo”.
El film que escribió y protagonizó “el donnadie” resultó no solo una fábula de superación, también una historia de amor llena de fragilidad y belleza. Costó $960 mil dólares y recaudó $225 millones en todo el mundo, ganó tres Oscar (incluido el de mejor película), fue y sigue siendo un favorito de generaciones y la figura de Rocky Balboa, el Semental Italiano, se volvió un ícono cultural (por no hablar de la música del largometraje, un himno instantáneo compuesto por Bill Conti).
Dos detalles: Stallone, al final, cobró apenas $20 mil dólares como cachet por su actuación. Lo primero que hizo con ese dinero fue recuperar a su perro, un bullmastiff de 60 kilos, Butkus, que también se hizo famoso en la pantalla grande corriendo corriendo por Filadelfia junto a su amo de la realidad y de la ficción.
Por eso, estimada lectora, estimado lector, la próxima vez que alguien con dudosas credenciales y escaso don de gentes le haga un comentario desalentador, haga sonar en su mente ese épico leitmotiv, póngase el jogging gris y empiece a entrenar. El Oscar puede estar a la vuelta de la esquina. O en la cima de unas majestuosas escalinatas.
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