Con la feroz veracidad de George Orwell
Las Obras Completas del autor de Rebelión en la granja confirman la vigencia de sus notables libros y la implacable sed de verdad que lo llevó a luchar contra los fascistas y contra los comunistas, así como a criticar las hipocresías de ricos y pobres.
GEORGE ORWELL despreciaba la riqueza y el boato; quizá parezca, pues, un tanto extravagante sepultarlo en 20 volúmenes lujosos a un precio de 750 libras esterlinas. Pero esta nueva edición de sus Obras Completas (a cargo de Peter Davison y colaboradores) no obedece, ni con mucho, a razones puramente estéticas. Su objetivo ha sido rastrear e imprimir todos los ensayos, notas periodísticas, reseñas bibliográficas, cartas y apuntes privados que escribió Orwell a lo largo de su vida, devolviéndoles, además, las palabras y frases suprimidas por aprensivos editores tempranos, un paso que altera los textos recibidos de casi todos sus libros.
Orwell, ¿es merecedor de semejante emprendimiento editorial? La respuesta es un "¡Sí!" estentóreo. Con su típica espontaneidad aparente, elaboró la prosa inglesa más clara e irresistible del siglo XX. Dejemos a un lado lo demás: esto justificaría, por sí solo, esta edición trascendental. Por supuesto, Orwell fue algo más que un gran escritor. Hoy lo necesitamos porque su pasión por la verdad sonroja a nuestro relativismo voluble.
Si bien despreciaba la religión, su veracidad poseía una intensidad religiosa y su vida giró sobre el gozne de una conversión en el camino a Damasco. En Eton, había sido un "pequeño esnob odioso". En Birmania, donde prestó servicio en la Policía Imperial India, jugó al sahib colérico que golpeaba a sirvientes y peones. Después, lo alcanzó la benevolencia: "Tomé conciencia de que debía expiar una inmensa carga de culpa". Regresó, pues, a Europa y se arrojó al abismo: consiguió trabajo como lavacopas en un restaurante de París y luego, se codeó con la repugnante hez de Londres disfrazado de linyera. La primera taza de té que bebió en un mísero hotelucho fue "una especie de bautismo".
No se unió a los oprimidos sólo por penitencia. Quería bucear y desafiar a sus lectores con datos concretos. Sus revelaciones sobre la presencia de inmundicias en las comidas de los restaurantes elegantes fueron una afrenta calculada a los comensales ricos y deben de haber revuelto más de un estómago patricio. Descubrió que la mendicidad, lejos de ser una alternativa cómoda, implicaba trabajar más que el común de la gente decente y era una tortura para los pies: "Eso me enseñó a no usar la expresión ´vago de la esquina´".
En su investigación de la industria minera, mientras preparaba El camino a Wigan Pier , descendió a una mina de carbón y descubrió que gatear hasta el fondo de la galería lo dejaba exhausto antes de que comenzara la jornada de trabajo.
Su avidez de información directa lo arrastró a participar en la Guerra Civil española. Siempre se había sentido cobarde, en comparación con la generación de 1914-1918, y combatir como miliciano anarquista lo tranquilizó respecto a su coraje físico... aunque también recibió un balazo en la garganta que casi lo mata. La traición de los comunistas hacia él y sus camaradas le dejó una herida más pertinaz. Había pensado que a todos los unía la lucha contra el fascismo y, en cambio, descubrió que era el blanco de las mentiras y el terrorismo comunistas. Otros miembros de su unidad fueron perseguidos, asesinados o encarcelados. Orwell y su esposa se escabulleron por la frontera justo a tiempo (el documento comunista en que se acusa a ambos ha salido a luz y se reproduce en esta edición). De regreso en su patria, los diarios de izquierda se negaron a publicar su versión de los acontecimientos y tuvo que mirar cómo se rescribía cínicamente la historia. Esta censura extraoficial prosoviética persistió por años. En 1945, varios editores (incluido T.S. Eliot, en Faber) rechazaron Rebelión en la granja porque la obra trataba a los rusos con excesiva dureza.
En 1949, ya a punto de morir de tuberculosis, Orwell entregó al servicio secreto británico una lista de 35 criptocomunistas y compañeros de ruta. Este episodio ha venido suscitando balidos indignados de viejos izquierdistas desde 1992, año en que se tuvo noticia de él por primera vez. Sin embargo, no fue un acto vergonzoso o impropio de Orwell. Por entonces, como lo señala Peter Davison, la guerra fría se hallaba en su punto más gélido y los rusos aún bloqueaban Berlín. Orwell sabía que el comunismo soviético significaba la muerte de la verdad objetiva y la libertad, y estaba resuelto a impedir que Europa cayera en sus garras.
La verdad significaba enfrentar no sólo las hipocresías ajenas, sino también las propias. Orwell odiaba el imperialismo, pero comprendía cómo se sentían los imperialistas cuando eran objeto de burlas y provocaciones. La misma sinceridad embarazosa le impidió limitarse a repetir como un loro los mantras socialistas.
Apoyó la independencia de la India, pero insistió en que su otorgamiento inmediato -corría el año 1943- sería fatal por cuanto la India no podía defenderse por sí sola. El subcontinente entero era incapaz de fabricar un motor de automóvil. Por otra parte, las peores atrocidades que padecían los indios no provenían de los europeos, sino de sus compatriotas. Todo esto lo malquistó con los indios y la izquierda ortodoxa.
Su negativa a hablar de los pobres en términos almibarados también resultó ofensiva. La gente que encontraba en los hoteluchos de mala muerte -comentaba- a menudo era envidiosa y abyecta. En cuanto a la clase obrera, era imposible intimar verdaderamente con ella. Pretender otra cosa era, simplemente, caer en la hipócrita jerga socialista. No sólo las premisas culturales de esos sectores eran diferentes sino que, además, eran más xenófobos y antisemitas que la clase media. Orwell llegó a insinuar que los obreros hedían, observación que levantó alaridos furibundos pese a su sensata acotación de que no cabía esperar otra cosa dadas las inadecuadas instalaciones sanitarias que los trabajadores debían soportar. En suma, estaba dispuesto a luchar por los pobres, pero no a mentir acerca de ellos. Se refirió con igual franqueza a sus correligionarios socialistas que, en su mayoría, le repelían: eran una tribu deprimente de mojigatos presumidos y abstemios que, en realidad, no tenían el menor deseo de redistribuir la riqueza porque sabían que eso perjudicaría su cómodo nivel de vida.
Leyendo estos volúmenes, uno se pregunta cómo reaccionaría Orwell frente a la Gran Bretaña de hoy. ¿Qué sentiría, confrontado con el neolaborismo, el culto a Diana, los ricos y famosos, los supermodelos y los millones de zombis sentados delante del televisor, mirando la Copa del Mundo? La respuesta inevitable es que sentiría un franco desprecio. Nuestro interés estúpido por las tablas de posiciones de las ligas del país más rico del mundo le parecería particularmente obsceno. Percibiría al instante que hemos vuelto a caer en el tacho de basura (el hedor del dinero, el culto del éxito) del que él intentó escapar yéndose a combatir en España.
Sus propios valores eran austeros. Quería igualar los ingresos y abolir todo vestigio de privilegios de clase, desde la Cámara de los Lores hasta los coches de primera clase en los trenes. Le repugnaba la opulencia; si aprobó (con reparos) la Segunda Guerra Mundial, fue por haberla suprimido. Esperaba que el racionamiento de la vestimenta durara hasta que las polillas hubiesen devorado el último esmoquin. Su ideal era ser "valiente y duro". En su pequeña finca de Hertfordshire y, más tarde, en la isla de Jura, crió pollos y cabras, cultivó hortalizas y se esforzó por vivir de sus propios recursos. Sus diarios muestran que le fue bastante mal. En Jura, le cayó un rayo. Los conejos y las babosas devoraron su huerto. No obstante, él luchó gustosamente porque peleaba contra la molicie y, en última instancia, contra la muerte.
Sus diarios -aquí están todos, completos- muestran su eterna curiosidad frente al mundo y su talento para detectar las cosas comunes: cómo hacen los tordos para abrir el caparazón del caracol, la herradura especial que usan los asnos en Marruecos, los titulares de prensa, las inscripciones en las lápidas del cementerio de Kensal Green (adonde iba cuando quería o necesitaba reírse con ganas). En su columna semanal "As I Please" ("Como se me antoja") escribió sobre las tabernas inglesas, la preparación de una taza de té y el placer con que había comprado unos rosales en Woolworth, a seis peniques cada uno (una mujer socialista había escrito al diario denunciando el carácter burgués de las rosas... y le dio pie para burlarse una vez más de los socialistas). Analizando lo cotidiano -los semanarios infantiles, las postales playeras- inventó lo que ahora conocemos como estudios culturales. Del mismo modo, en historia, reparó en los detalles inesperados de las cosas comunes: por ejemplo, que el Gran Ejército de Napoleón había marchado sobre Moscú vistiendo gabanes británicos o que en 1849 ya se usaba la máquina de afeitar. Era un voraz lector de libros, en especial los "maniqueos" y los insólitos. Sus comentarios sobre Dickens, Thackeray, Joyce, Jack London y decenas de escritores menores poseen una agudeza y una frescura incomparables.
La vieja antología de Penguin en 4 tomos, Essays, Letters and Journalism , deja paso a 11 volúmenes con nuevos ensayos, muchas cartas desconocidas hasta ahora, rarezas (como las conferencias que Orwell dirigió a su pelotón de Guardias Cívicos) y apretadas notas. Una masa de correspondencia, lecturas de poemas, libretos y reseñas bibliográficas, de los años de guerra, cuando trabajaba en el departamento de propaganda para la India de la BBC, lo muestra organizando una Universidad Abierta radial dirigida a los estudiantes indios. El material suplementario incluye cartas de amigos y enemigos, así como las que escribió su esposa, Eileen, en vísperas de su muerte, acaecida en 1945, cuando Orwell era corresponsal de guerra en Alemania.
Los amantes de la vieja edición Penguin sostendrán, con razón, que allí se escogió lo mejor. No obstante, estos 20 tomos voluminosos contienen grandes reservas de placer orwelliano hasta ahora desaprovechado. Entre los libros publicados este año, pocos habrá tan merecedores de una lectura como cualquiera de ellos.