Con el agua hasta el cuello
La mujer está parada sobre la cama, desahuciada, con la cabeza echada hacia atrás, el pelo largo y suelto sobre un hombro, el escote de su vestido de terciopelo, abierto, y la esperanza prácticamente perdida. El río va entrando por la ventana, sube desde el piso del calabozo hasta el borde de un colchón estropeado. Y con la inundación, las ratas. Ella espera resignada que el agua la alcance; es irremediable, pronto estará hasta el cuello. El clásico cuadro de La princesa Tarakánova (1864), de Konstantin Flavitsky, retrata esta escena que reverbera en la memoria cuando escucho hablar del extenuante fin de año o cuando yo misma menciono que es cuestión de tiempo, que hay que evitar que los asuntos pendientes nos lleguen a la nariz antes de que el contador vuelva a ponerse en cero. “O termina diciembre o me ahogo”, le oigo decir a la mujer detrás de mí en la cola. “Falta nada, princesa Tarakánova”, pienso y me río sola, pero no abro la boca.
No es que sea una entusiasta de la pintura rusa del siglo XIX, pero por una razón en especial este óleo –que le dio fama a un pintor que vivió entre 1830 y 1866, solo 35 años que le alcanzaron para un único hit– siempre me impresionó. La musa retratada encarna la leyenda de una impostora o la supuesta hija de Isabel I, que se presentó como princesa rusa y, desafiando el poder de la Gran Catalina, aspiró al trono de los Romanov y terminó encarcelada en una fortaleza junto al río Neva, donde con frecuencia se anegaban algunas celdas. Sin embargo, la historia alrededor de este cuadro que una vez leí y jamás olvidé es otra, la de una chiquita caprichosa y desobediente que dejó atónitos a todos desde que dio el primer paso: aprendió a caminar a los ocho meses. Se llamaba Maya Plisetskaya.
No era ni siquiera una promesa de bailarina cuando vivió en Moscú en lo de su abuelo dentista: ocho habitaciones en hilera había y en una de ellas estaba el consultorio. Temía quedarse sola allí frente al grabado de una mujer con la mejilla abierta, que dejaba ver los 32 dientes. Pero en la habitación contigua colgaba otra pintura, “en un marco de cerezo oscuro, una copia torpe del famoso cuadro”. No era solamente miedo, sentía mucha lástima por esa mujer. “En los días difíciles de mi vida, cuando el KGB se las ingenió para considerarme una espía inglesa, y un vehículo de seguimiento con tres apuestos jóvenes me seguía por Moscú y pasaba las noches bajo las ventanas de mi casa, me acordaba de ese cuadro. La pobre princesa Tarakánova. Con una desesperación impotente. Yo quería bailar un ballet con ese tema. Vaciar mi pena delante de la gente. Muchos años más tarde le conté a Roland Petit esos sueños que me habían atormentado”, escribió en su autobiografía.
Unas cuantas páginas, trescientas más adelante, cuando revela los pormenores de la creación de La rose malade de Petit, sobre el poema William Blake con el adagietto de la Quinta de Mahler, y cuenta cómo la rosa se marchita en los brazos de un joven mortalmente enamorado de la flor y pierde los pétalos, entonces, recién entonces, retoma aquel deseo. Le habló al coreógrafo de su ilusión de bailar como la mujer de la pintura, la misma que la asustaba en su infancia en la casa de la calle Sretenka. Y no solo eso: logró interesar realmente a Petit, le entregó libros de cultura rusa, que con curiosidad el francés revisaba a la vez que los dos buscaban números sobre cuánto subió el nivel del Neva con el paso del tiempo. “Pero no pasamos de las estadísticas. El ballet nunca se creó”, confirma en Yo, Maya Plisetskaya.
Ella, que tuvo una trayectoria marcada por el éxito, pero también por la tragedia –su padre fue ejecutado por orden de Stalin, su madre deportada al gulag–; ella, que sintió la represión política, aunque no desertó, que resistió y se atrevió a soñar; Plisetskaya, que en nueve décadas fue más de 200 veces la rosa marchita, murió con la decepción de no haber salvado ni una sola vez la vida de la princesa Tarakánova.