Compost: primeros experimentos
Hacer compost es una de esas tareas que demuestran de forma brutal lo lejos que está la idea que tenemos de naturaleza de la naturaleza en sí. En rigor, a los humanos nos resulta imposible tener acceso a la naturaleza verdadera. Entre nuestras percepciones y la realidad (cualquier cosa que sea la realidad) media una inextricable red de símbolos. Me encanta, por ejemplo, cuando hablamos de lo verde, como si algo así existiera ahí afuera. Para ponerlo en unas pocas líneas y no abundar: la luz de una estrella (el sol), que tiene una cierta temperatura de color, impacta sobre lo que vemos; nuestras retinas perciben esos reflejos; la corteza visual los procesa con un sesgo evolutivo fuerte (es decir, captamos mejor ciertas longitudes de onda), y eventualmente en uno de los miles de idiomas que existen usamos la palabra verde.
Vuelvo al compost. El modesto jardín que tenía en mi casa anterior era básicamente una gigantesca compostera. Como en menos de 40 metros cuadrados había un fresno, un paltero, un alcanforero, un ligustro y varios arbustos y plantas de sotobosque, la tierra era de un riqueza exuberante. ¿Por qué? Porque cada otoño caía una tonelada (no tanto, pero cerca) de hojas que luego eran procesadas por diversos organismos –algunos visibles, otros, no– para formar tierra rica en nutrientes. O sea, compost.
Donde vivo actualmente, el suelo es pésimo. Un mazacote sin estructura, no necesariamente pobre en nutrientes, pero mal balanceado y tan compacto que encharca durante días después de una lluvia. Pero tengo diez veces más superficie, por lo que planto más y necesito más tierra buena. Ahí apareció en mi radar el asunto de compostar.
Mi instinto me decía que una compostera doméstica no era el camino por seguir. Mi instinto tenía razón, pero no me arrepiento de haber comprado una, porque es un buen método para aprender de qué se trata este proceso. Las composteras son en esencia dos o más cajas superpuestas, la de arriba con tapa y la de abajo estanca, para recolectar el líquido que se produce como resultado (y que, diluido, puede usarse como abono). Andan a la perfección. La cuestión es el volumen. En mi caso, habría tenido mucho más sentido hacer el compost directamente en el suelo.
Dejando de lado eso, el método es relativamente sencillo. Se coloca una capa de material seco (hojarasca, cartón y papel, todo bien cortado), luego una capa de verdes (pasto, el sobrante de las verduras de cocina) y finalmente otra de seco (también lo llaman marrón). Dado el volumen de una compostera, no me preocuparía demasiado por las proporciones. Ya te aviso que la idea de reciclar todo lo que sobra de la cocina es una fantasía. Hacer compost lleva meses, y en ese tiempo una familia desecha una cantidad tan enorme de material verde que los dispositivos domésticos siempre quedan cortos.
El compostaje es un proceso de descomposición aeróbica; por eso hay que remover de vez en cuando el material. Hay docenas de buenos tutoriales online, pero mi mejor consejo es conseguir un ingrediente difícil y caro, y no me refiero a las lombrices rojas californianas, que vienen bien, pero no son indispensables. Hablo de la paciencia. Al compost le molestan la luz y los impertinentes. Una compostera es un pedacito de la química planetaria haciendo lo que viene haciendo desde hace cientos de millones de años.
Hay que mantenerlo húmedo, pero no mojado; sí, correcto. Airear regularmente, sí, también. Pero el compost se hace solo, no le gustan el sol directo ni que lo perturben. Entiendo la ansiedad de ver si ya se parece un poquito a lo que vimos en YouTube, pero eso es exactamente lo que no hay que hacer. Es una situación extraña en la que un montón de cosas que normlamente tiraríamos se terminan convirtiendo en algo útil y costoso. Pero con un poco de práctica, estoy descubriendo, el compost, como muchas cosas buenas, se hace sobre todo con tiempo.
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