Cómplices en el arte: asistentes, una especie silenciosa y vital
Osvaldo Polesello no sólo quedó huérfano de hermano cuando murió Rogelio, el gran artista geométrico argentino. Había perdido también la razón de sus días, porque le dedicó los últimos 52 años a la obra de aquél, con el trabajo cotidiano en su taller. Rogelio era una figura pública, infaltable en vernissages y mimado por la prensa. Osvaldo, el secreto materializador de sus ideas.
La relación artista-asistente existe desde que hay artistas. En el medievo, la formación estaba al lado de un maestro y se iba ascendiendo en jerarquía de ayudantes a medida que se dominaba el oficio. Más tarde, los impresionistas pusieron en alza el valor del gesto de la mano y la sensibilidad, irreemplazable en cada creador. Hoy conviven las dos visiones. Para algunos, el arte es algo solitario y personal. Para otros, un trabajo en equipo en el que los asistentes son necesarios.
En el medievo, la formación estaba al lado de un maestro y se iba ascendiendo en jerarquía de ayudantes a medida que se dominaba el oficio.
Alexander Gorlizki vive en Nueva York y sus pinturas son realizadas por siete artistas en la India. Jeff Koons dice que trabajan para él 150 personas y que nunca toca un pincel. David Hockney presentó en 2012 una muestra en la Real Academia de Artes de Londres, y aclaró en un cartel: "Todos estos trabajos están hechos por el artista, personalmente".
Encendió la polémica contra Damien Hirst, que tiene un pequeño ejército de ayudantes, autores de sus 1400 cuadros de círculos de colores. "Ellos lo hacen mejor. Yo me aburro, me vuelvo impaciente", dijo entonces.
Pocos casos son tan entrañables como el de los hermanos Polesello. Pero más allá de costumbres y necesidades, los asistentes son una especie silenciosa y vital. Que persiste. En la Argentina, ocupan un lugar importante en el taller y en el corazón de artistas de renombre. Y en esa tarea muchas veces está el origen de futuras carreras al éxito.
En la vidriera del Espacio de Arte Milo Lockett se ve a tres jóvenes vestidos con overoles. Uno pinta rayas de colores en un caballo tamaño natural, mientras otro lija casitas de madera y el tercero lleva de acá para allá tachos de pintura de varios litros. En la espalda llevan inscripta una advertencia: "Yo no soy Milo". No lo son, pero casi: son los colaboradores en la creación de los cuadros art brut que se venden en cantidades industriales. "Este año queremos llegar a las 3000 obras", revela Lockett. "El arte lo estudiamos acá. Yo antes pintaba casas", dice Arnaldo Rojas, alias "Nando", de 29 años. Jonathan Navarro, de 28, lleva cinco en el taller y se está especializando en montaje. "Me gusta todo lo que hago", no duda. Francisco Carr -hijo de Juan Carr- empezó arquitectura, pero dejó. A los 22 años está satisfecho con su rol de asistente.
"Yo no podría trabajar solo, necesito la compañía física", confiesa Milo Lockett, que lo mismo pide un café, que le mezclen un rojo o pinten un fondo celeste mientras con sus ocho manos hacen dos o tres cuadros a la vez. La biblioteca, las visitas de artistas amigos, la barra, los viajes... todo es para compartir. Esa noche será de barnizado, porque hay varios cuadros esperando la mano final y se la darán entre todos. Cuando preparan trabajos chicos, se organizan como una línea de producción. "Uno hace fondos, otro detalles, otro líneas... y después Milo pone el toque final", cuenta Carr.
"Yo no podría trabajar solo, necesito la compañía física", confiesa Milo Lockett
En otros cuadros, no interviene nadie más que él. "La relación humana es lo que más me interesa. Tengo pocos complejos a la hora de dar participación en la obra porque tengo mucha claridad de lo que hago. Trabajamos mucho sobre el error también. La única manera de tener una obra a lo largo del tiempo, de poder construir un discurso, es haciendo en cantidad. Si se revisa la historia del arte, son los más productivos los que trascienden. La inspiración no existe. Existe el trabajo", determina Lockett, que tampoco cree en el mercado del arte: "No existe en la Argentina, hay que inventarlo, poniendo algo a disposición de la gente en un formato, con unos colores y un precio interesantes. Todos tienen derecho a consumir arte. Hay que ser menos prejuiciosos y más generosos. El arte no es para pocos".
Cuatro colaboradores zen
En el taller de Eugenio Cuttica, los cuatro jóvenes asistentes cumplen horarios marciales y se autodisciplinan meditando cada vez que la energía parece disiparse. Se reúnen en círculo, bajan la cabeza, cierran los ojos y siguen en sus mentes la guía del maestro. ¡Plaf! Cuttica golpea dos maderas y rompe el hechizo. Fin de la práctica zen. Todos se mantienen en calma. Otras veces, para recuperar la armonía, se declara la ceremonia del té y durante 40 minutos ordenan frenéticamente hasta el último rincón del taller. Cada pomo, cada pincel, debe quedar alineado por orden de tamaño y color, equidistantes unos de otros.
Sebastián Ferrari estudia Análisis de Sistemas, vive en Guernica y comparte el perfeccionismo de su jefe. Junto con Jonathan Paredes, trabajan de 7 a 17. Las dos semanas previas a la inauguración de la muestra que se ve ahora en el Museo de Bellas Artes trabajaron día y noche. Se los veía entonces cansados y andrajosos (pero vestían relucientes trajes el día de la inauguración, brindaban y se sacaban fotos, satisfechos). Camila Fernández tiene 19 años y hace dos años que asiste a Cuttica. Es cantante. Clara Rizzo es la única que tiene formación como artista. "Yo asumo que siempre, tarde o temprano, seguirán sus caminos solos. Es parte del legado y me encanta. La relación es como una especie de remolino de sentimientos y emociones. Mucha pasión de por medio. ¡Acá somos todos artistas!", dice Cuttica.
Se entienden por telepatía, y el silencio es la regla: "Estoy pintando y necesito enmascarar una parte: viene Ferrari sin que le diga nada y lo hace. Ellos son extensiones de mis manos, como parte de mi cuerpo. Se arma una simbiosis. Yo soy como un sismógrafo. No puede haber alguien enojado. Controlo que no entre un espíritu perturbador disfuncional. Hay mucha empatía. Creo en el estilo renacentista de la escuela taller, en hacer arte como un trabajo en equipo".
La relación es como una especie de remolino de sentimientos y emociones.
En cada obra de Mondongo, se leen fácil las horas y horas de trabajo minucioso: se forman caras con hilos, hacen prodigios de plastilina, mastican chicles, arman rompecabezas de chacinados. En esa labor, junto con Manuel Mendanha y Juliana Lafitte, trabajan cinco personas. "Varía la cantidad, según los proyectos. Es como un acordeón que se agranda y se achica. Llegamos a ser doce. Hay gente que está con nosotros hace mucho. No creemos en la autoría personal de las ideas", dice Mendanha. "Empezamos a tener ayudantes en 2005. Buscamos descendientes de japoneses, porque admiramos su cultura", dice Mendanha.
Una de las primeras en sumarse fue Sol Sugahara, de paciencia y rasgos orientales, hace diez años. Los asistentes principiantes, además de barrer, mezclan colores en plastilina. Pero Sugahara, formada en Bellas Artes, fue puesta a prueba como Daniel San en Karate Kid: tuvo que clavar 30.000 clavos en una tabla de madera para después tejer en ellos un dólar en hilos de plata. "Es muy ecléctico el trabajo", dice, acostumbrada a los materiales estrafalarios de sus patrones. En la época de Paisaje de Entre Ríos (obra de 45 metros, en 15 paneles), le pasaban cosas raras: "Estaba todo el día acá en el taller con la plastilina, y al salir me encontraba con el Jardín Botánico... y me parecía de plastilina. Llegaba a mi casa y sentía el olor de la plastilina atrapado en mi cartera o en la ropa". En ese ámbito conoció a su pareja, Federico Bergutz. "Compartimos millones de horas acá." Igual que los Mondongo, que son un matrimonio, vida y obra, todo junto.
Jorge Miño pasó 24 años como silencioso asistente de Guillermo Kuitca. Hacía un secundario de Bellas Artes y empezó a trabajar con él en los 90. "Fui creciendo en paralelo. Hice un taller con Kuropatwa, fui asistente suyo también. Con él comencé a trabajar en mi propia obra. Alberto Goldenstein después me impulsó a exponerla. Y ésa fue mi primera disyuntiva: ¿asistente o artista? La prioridad era Guillermo siempre, era mi actividad y sustento diario, y lo disfrutaba muchísimo. Fui un testigo privilegiado de su desarrollo, aunque nunca le pedí su mirada sobre mi trabajo. Nunca quise usar a mi jefe como acceso para mi obra, por una cuestión personal mía", aclara, y se refiere también a las Becas Kuitca, en las que nunca aplicó -aunque le hubiera gustado- porque, justamente, era su asistente. Tenían una relación muy cercana, aunque con cierta distancia. Miño viajó a los mejores museos para los montajes de las muestras de su "jefe". "Me enriqueció muchísimo. La perfección que ahora busco en mi trabajo es la que aprendí de él. Tuve una academia privadísima. Fui un observador muy favorecido. En un momento, con mucha culpa, prioricé por primera vez mi trabajo. Necesitaba tiempo para producir, mostrar y asistir a residencias. Cuando se lo dije, con cierta vergüenza, fue algo importante para los dos. Pasé más tiempo con él que con mi mamá o mi pareja. Fue un abismo convertirme en artista las 24 horas del día. Era más cómodo ser asistente. El 30 de diciembre de 2013 fue la última vez que fui a trabajar", cuenta con detalle. Miño ha hecho una carrera meteórica, con varios premios y exposiciones. Todavía no puede contratar a su propio asistente. "Es tremendo. Es una barrera que tengo que vencer. Necesito urgente alguien que me ayude, pero me volví demasiado omnipotente y estoy acostumbrado a resolver todo: revisar marcos, atender el teléfono, actualizar la página web, ir al laboratorio... no puedo dejarlo."
Varios talleres en uno
Luis Felipe Noé es, quizás, el paradigma del artista generoso. Antes Elena Nieves y Marcolina Dipierro, y ahora Natalia Revale y Cecilia Ivanchevich disfrutan su trabajo y compañía. A sus asistentes les ha construido sus propios talleres dentro del suyo, e impulsa tanto sus carreras de artistas que han llegado a exponer en su propia galería, como en el caso de Ivanchevich, que presentó su obra en Rubbers. Ahora integran juntos una muestra colectiva que une música con artes visuales, Laboratorio Interdisciplinario de Arte, en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, donde también Ivanchevich ha curado un panorama de obras políticas de Noé: Olfato. Ella es artista, pero estudió curaduría para poder organizar la obra del maestro y tuvo una formación teórica en los talleres de análisis de obra de Noé en 2005, cuando empezó a asistirlo.
A sus asistentes les ha construido sus propios talleres dentro del suyo, e impulsa tanto sus carreras de artistas que han llegado a exponer en su propia galería
"Me gusta mucho cómo piensa. La palabra «asistente» es chica. Son colaboradoras, y con el tiempo se han ido especializando en funciones distintas. Estoy aprendiendo a delegar", dice Noé. El trato es muy libre, según la necesidad. Trabajan por proyectos, alternando períodos de dedicación full time y largas vacaciones: "Desde el verano hasta fin de abril, trabajé en los proyectos de Yuyo. Cuando trabajo al ciento por ciento, yo no soy artista. En mayo viajo y al volver me dedico a mi obra, porque tengo una exposición en julio. Y en agosto retomo y hago una curaduría de él en Montevideo". Así maneja sus dos yo, curador-asistente y artista. "Estar cerca de una figura como Noé puede llegar a autoanularte: su mundo es tan rico, con tantas posibilidades, que podés dedicarle toda tu energía. El desafío fue crecer para acompañarlo mejor. Para eso son importantes los permisos que me doy. La sanidad de la relación tiene que ver con no dejar de ser yo misma", dice Ivanchevich, que tiene en el taller del maestro un colchoncito, por las dudas la sorprenda la inspiración en plena noche, una jornada de trabajo larga... o el sueño. Está como en su casa.
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