Donde el cielo celeste es más intenso y brillante que las estrellas
Por Natalia Trzenko
Hay ciudades que solo necesitan de la exhibición de uno de sus símbolos para evocar las sensaciones y los sentimientos que ese lugar provoca en quienes las conocen o desean conocerlas. Con Los Ángeles pasa lo mismo; el problema es que su imagen insignia representa solo su cara visible, su lado A. Y esa parte es más fantasía que realidad.
El cartel de Hollywood apostado en una de las muchas colinas que enmarcan los paisajes de la urbe californiana sugiere un mundo glamoroso donde las estrellas circulan en descapotables caros, las mansiones son grandiosas y hay una oportunidad siempre esperando a la vuelta de la esquina.
El encantamiento que algunas películas se ocupan de perpetuar y otras de revertir mostrando el costado más oscuro de la ciudad de los sueños está ahí en el modo en que el cielo parece más celeste y más inmenso que en otros lados, en la forma en que la luz del sol refleja inclemente sobre las autopistas que achican las enormes distancias de una ciudad que es como ninguna otra.
Sofia Coppola la conoce tanto que en su película Somewhere - En un rincón del corazón es capaz de mostrarla nueva, como nadie la había desnudado antes. Un lado B cargado de nostalgia. Metrópoli industrial donde los productos son films y sus engranajes los actores que viven detrás de los altos muros del hotel Chateau Marmont, la Los Ángeles de esta película consigue transmitir la soledad de esos espacios soleados, la distancia con la que el protagonista circula por su mundo, que es pequeño, privado y por momentos asfixiante. Aunque el cielo celeste parezca eterno y los atardeceres justifiquen esa magia que rodea el asfalto, las palmeras y las estrellas.
Un camino para dos por la costa francesa, con el encanto extra de Audrey Hepburn
Por Dolores Graña
La Normandía francesa es bastante más que el telón de fondo de esta preciosa comedia, cuya melancolía es solo superada por su glamour, dirigida por Stanley Donen en 1967. Como su cambiante geografía, surcada por caminos desiertos entre bosques interminables que pueden tanto depositarnos en la Edad Media como en la famosa costa de Alabastro, los personajes de Un camino para dos sufren innumerables desvíos y epifanías a lo largo de los diez años que dura su viaje.
Joanna (Audrey Hepburn) y Mark (Albert Finney) se conocen por accidente, se enamoran inexorablemente, comienzan a odiarse tras encontrar fama y fortuna, se engañan y finalmente dejan de hablarse, pero lo que nunca abandonan es ese camino (la sucesión de outfits, autos de colección y chateaux suman al aura de sofisticación continental que solo Hepburn supo aportar a Hollywood).
Al desordenar la cronología de los viajes de los Wallace y dejar al espectador la especulación de cuáles son las causas y cuáles las consecuencias de lo que vemos en pantalla, Frederic Raphael –que siguió diseccionando matrimonios en Ojos bien cerrados– tuerce con mano maestra la peregrinación de esta pareja, primero por placer, luego por el intento de recobrar ese placer, haciéndolos perderse y encontrarse por toda Francia, extranjeros vitalicios en su patria adoptiva.
El camino sinuoso, por supuesto, es una metáfora evidente para el matrimonio. Para empezar, las señales de peligro no suelen evitar los accidentes. Y la suma de los kilómetros recorridos puede dar resultados muy distintos. "¿Para qué hacés preguntas si sabés las respuestas?", le dice, exasperada, el personaje de Hepburn al de Finney cuando este le pregunta si lo dejará. "Las hago porque sé las respuestas", contesta, antes de arrancar.
Recorrer el mundo con las aventuras del arqueólogo más famoso del cine
Por María Fernanda Mugica
Los viajes en las películas de Indiana Jones empiezan con el logo de Paramount, que, gracias al fundido encadenado, se convierte en una montaña de Perú, en Los cazadores del Arca perdida, un grabado sobre un gong de un club nocturno de Shanghai en El templo de la perdición, la aguja de una roca en Utah en La última cruzada, y un cúmulo de tierra de la que emerge un roedor en el desierto de Nevada en El reino de la calavera de cristal. No hay tiempo que perder; la aventura ya está en marcha.
El arqueólogo más famoso del cine, creado por George Lucas y Steven Spielberg e interpretado por Harrison Ford, recorre el mundo tras artefactos históricos como el Arca de la Alianza y el Santo Grial, para protegerlos y estudiarlos. Su objetivo altruista se enfrenta al de mercenarios para los cuales esos tesoros valen solo en términos de dinero y poder. Entonces, el profesor de anteojos se convierte en el aventurero con sombrero y látigo, capaz de sortear cualquier obstáculo y pelear contra enemigos temibles. A lo único que le teme es a las serpientes y ni siquiera ellas logran apartarlo de su búsqueda.
No hay brunches en hoteles de lujo ni colectivos de dos pisos en los viajes de Indiana Jones, sino peleas contra los nazis en Egipto (filmado en Túnez); el cruce de un peligroso puente colgante en Sri Lanka; una cabalgata triunfante frente al Tesoro de Petra, en Jordania; y una visita obligada a las Cataratas del Iguazú. Lo suyo no es el turismo sino el viaje como un proceso transformador. Son aventuras en el tiempo y el espacio, que siempre implican un descubrimiento, histórico, pero también personal. Mientras el espectador lo acompaña en cada arriesgado paso desde la comodidad de su asiento. Las cuatro películas están en Netflix.
Viena, punto de partida de una saga de amor viajera y generacional
Por Constanza Bertolini
Tan cierto como que a una ciudad se la conoce caminándola es que un romance toma colores extraordinarios cuando sorprende lejos de casa: a primera vista o paso a paso, también nos enamoramos del escenario donde empieza a andar esa historia. Un buen ejemplo de esta máxima es Antes del amanecer, la película que –¡hace ya 25 años!– estrenó Richard Linklater y que sigue el derrotero de dos jóvenes que se encuentran en un tren a Viena y deciden pasar la noche juntos.
Jesse (Ethan Hawke) y Céline (Julie Delpy) van conociéndose, de aquí para allá, por empedrados y callejones, desde la estación de tren que marca el inicio del paseo y el final del primer capítulo de esta saga que es sinónimo de romance para una generación. Visitan una tienda de vinilos, se detienen en el café donde una mujer les lee las manos –cierto: esto le pasa al turista en cualquier ciudad–, cruzan puentes y plazas, ingresan en iglesias y museos que ya figuraban en el city tour austríaco pero que, después del film, redoblaron su interés. Si hasta hay itinerarios solamente dedicados a visitar la Viena de esta pareja de, entonces, veinteañeros (nueve años después, los protagonistas van por París a sus treinta, en Antes del atardecer, y la madurez los encuentra en el Peloponeso para Antes de la medianoche, que completa la trilogía).
Con vista panorámica se dan su primer beso; más tarde bajan y, a orillas del río, un poeta les regala unos versos. Todo parece estar tan cerca que menos de dos horas alcanzan para atravesar la ciudad, reírse, llorar e ilusionarse con el reencuentro. Igual que cuando uno se va de ese lugar al que mira por última vez deseando ya volver.
La selva amazónica, protagonista de un film basado en diarios de exploradores
Por Daniel Gigena
El abrazo de la serpiente, film de Ciro Guerra nominado al Oscar como mejor película extranjera, en 2016 (uno de los pocos premios por los que compitió y no ganó), narra dos historias en el mismo lugar: el manto verde de la selva amazónica colombiana. En 1909 y en 1940, respectivamente, un etnógrafo alemán y un botánico estadounidense intentan hallar una planta a la que se atribuyen poderes mágicos: la yakruna. Con propósitos terapéuticos o alucinatorios, uno y otro la necesitan: el alemán padece una dolencia física y el estadounidense, una enfermedad del alma. Pero el protagonista de esta película es el chamán Karamakate, indígena no asimilado que oficia de guía por el territorio, en su juventud con Theodor y en su madurez con Evan.
Basado en diarios de exploradores, el film le da al personaje del indígena una hondura existencial similar a la de los hombres blancos a los que orienta en las travesías por tierra amerindia. Filmada en blanco y negro, asoma la otra gran protagonista: la selva amazónica.
"Esta selva es frágil, y si la atacas ella se defiende –le dice Karamakate a Evan–. La única manera de que nos deje viajar es respetándola".
Con los personajes, se recorren atajos serpenteantes entre la fronda, manglares y siringales, una aldea del pueblo cohiuano, las sombrías misiones evangelizadoras y las no menos siniestras caucheras, los torrentosos ríos Cuduyari, Uaupes y Yarí, las cachiveras y cascadas, y (al final del viaje) los cerros de Mavecure, "el taller de los dioses". Allí los exploradores esperan encontrar el último ejemplar de la flor de la yakruna.
Una historia de ángeles que sobrevuelan el Berlín de Wim Wenders
Por Marcelo Stiletano
"Cuando el niño era niño andaba con los brazos colgando, quería que el arroyo fuera un río, y que el río fuera un torrente y que ese charco fuera el mar". La transcripción de estos versos del Nobel Peter Handke sobre una hoja de papel es la primera imagen de Las alas del deseo (Wings of Desire / Der Himmel über Berlin) que Wim Wenders convirtió en 1987 en uno de los mayores tributos de la historia a la ciudad que mejor identifica a Alemania en el mundo. En esta historia de ángeles que acompañan y consuelan el dolor de los humanos, la cámara de Wenders planea con elegancia por los cielos berlineses cada vez que la historia se cuenta a través de los ojos de esas criaturas celestiales. La travesía se hace casi siempre a través de nubes y brumas. Y en medio de ese gris con el que Wenders recuerda los horrores de otros tiempos e imagina una redención sobresale el dorado de la Siegessäule (la Columna de la Victoria), tal vez el mayor símbolo de la ciudad.
Cuando los ángeles caminan, la recorrida nos lleva a la espléndida Staatsbibliothek (la Biblioteca del Estado). Allí se cruzan con el casi nonagenario Curt Bois, leyenda de la actuación alemana. También observamos inmensos espacios baldíos, seguramente ajenos a la vitalidad del Berlín actual. Y cuando uno de los ángeles, Damiel (Bruno Ganz) decide hacerse mortal, el primer momento en que percibe su condición humana (el sabor de la propia sangre) lo muestra junto a los restos grafiteados de lo que queda del Muro. Este viaje-descubrimiento del Berlín de Wenders, construido en gran parte desde la memoria, se completa en Tan lejos, tan cerca (Faraway, So Close), secuela de 1993. Las dos películas están disponibles en Amazon Prime Video.
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