¿Cómo saldar la distancia entre los sueños de juventud y la realidad adulta?
La mano de un dios distante (Emecé) narra la vida de dos amigos muy distintos cuyo presente en crisis refleja lo corto que puede ser el camino que va del orden al caos; aquí, el proceso de creación y un adelanto de la novela
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Siempre me ha costado elegir. Cada elección supone una renuncia y soy de los que se resisten a soltar. Lo quiero todo. A este imposible me aferré de joven cuando me vi tironeado por un dilema que acaso todavía no he resuelto por completo: la opción entre una vida viajera y otra sedentaria.
Entre los veinte y los treinta años hice dos largos viajes sin rumbo definido, entregado a los estímulos del camino. Mientras deambulaba por Latinoamérica, Estados Unidos, Canadá, Francia o España conocí gente consagrada al nomadismo perpetuo, una fantasía que entonces me sedujo. Sin embargo, sabía que seguir ese destino era relegar un proyecto de familia, idea que también me llamaba. Los que somos así oscilamos entre dos peligros: quedar inmovilizados frente a cada encrucijada o vivir añorando eternamente aquello que decidimos dejar atrás y ya no tenemos.
Un día se me ocurrió desdoblar esta contradicción mía en dos personajes y así nació La mano de un dios distante, una novela epistolar en la que Santiago y Jano, viejos amigos de temperamentos disímiles, restablecen contacto después de años sin verse. Santiago, casado y con dos hijos, vive para su ascendente carrera en un banco importante. Jano, que lleva años dando vueltas por Centroamérica, se embarca en la reapertura de un aserradero abandonado en plena selva con la dudosa ayuda de indígenas del lugar. A través de largos mails que van y vienen, los amigos se cuentan su presente a medida que lo van viviendo y rescatan episodios de su pasado en común.
Un día se me ocurrió desdoblar esta contradicción mía en dos personajes y así nació La mano de un dios distante, una novela epistolar en la que Santiago y Jano, viejos amigos de temperamentos disímiles, restablecen contacto después de años sin verse.
Mi intención era confrontar dos modos de vida antitéticos. Jano, el nómade, representaba la dimensión presente, la intuición, la improvisación, la libertad. Santiago era la razón, la construcción de futuro, la seguridad. Pero no es posible narrar solo con ideas. Para desplegar la historia, los personajes debían convertirse, para mí, en seres de tres dimensiones con un perfil definido, aunque también dotados de misterios y secretos.
Para aprender a conocerlos, me detuve en la reescritura de los primeros capítulos. Las dudas enriquecieron el planteo. ¿Uno y otro habían elegido su destino o eran llevados por las circunstancias? Cuando adquirieron consistencia, supe que ambos se encaminarían hacia su opuesto. Jano va del caos al orden. Santiago, del orden al caos. Con esa premisa solté la mano.
Avanzada la escritura, empecé a escuchar una tercera voz: la de la esposa de Santiago, a quien ambos amigos conocieron en su primera juventud. Cecilia descubre por accidente esa cadena de mensajes y se entera de cosas que se suponía no debía saber. Decide entonces escribirle a Jano, iniciando un arriesgado juego de a tres que pone en jaque sus vínculos y convicciones.
Santiago, Jano y Cecilia escriben sobre todo para sí mismos. Se narran para dar con sus sentimientos y para encontrar el hilo de trayectorias de vida que, al orillar los cuarenta años, perciben azarosas y ajenas. Los tres recuerdan, en versiones contrapuestas, aquellos días compartidos de la adolescencia en que sus vidas, sin que lo advirtieran, tomaron quizá un rumbo en apariencia definitivo que los llevó hasta este presente en crisis.
La novela me alejó del punto de partida y me encontré escribiendo sobre la fragilidad de nuestras certezas, el modo en que la memoria construye sus mitos, la distancia entre los sueños de juventud y la realidad adulta, y la posibilidad de cambiar. Eso sí, nunca me abandonó la obsesión de crear personajes vivos que atraparan al lector.
Fragmento de La mano de un dios distante, de Héctor M. Guyot
De Jano a Santiago
Miércoles 26 de marzo de 2003
Asunto: Tumbado en un catre
Hablo poco últimamente, quizá porque no me quedo en ningún sitio el tiempo suficiente como para llegar a conocer a alguien. Cuando empiezo a acostumbrarme a la gente, me digo que es hora de seguir. Igual, a los de por aquí nunca llega uno a conocerlos del todo. Y menos todavía a los indios, entre los que vivo desde hace unos meses. Nos comunicamos con veinte o treinta palabras que no alcanzan. En verdad, no nos hemos entendido y las pruebas están a la vista, aunque estoy seguro de que ellos, taimados como son, me comprenden más de lo que dejan entrever. A cada indicación mía responden con una mirada de serpiente, fría y lejana, y en respuesta largan dos o tres palabras en esa media lengua primitiva con la que se comunican entre ellos. Trabajan, sí, y voy a tener que pagarles, pero ya veo que no van a darme lo que necesito. De modo que los miro hacer y paso los días ensimismado en mis papeles, ocupado en clasificar madera, fraguando informes para el capitalista, atontado por un calor al que ellos parecen inmunes. Así, me fue envolviendo un silencio parecido al que habitan ellos. He perdido la costumbre de las palabras y ahora que recibo este largo mensaje tuyo no sé cómo responder. La idea de escribirte me resulta tan inútil como hablar con los indios. Sin embargo, seré fiel a mi primera respuesta. Fue un impulso lo que me llevó a responderte y ahora ese impulso me obliga a seguir. No es fidelidad hacia vos o hacia nuestra vieja amistad, que ya no existe tal como era porque hace mucho dejé de ser aquel que conociste. Respondo, quizá, porque tengo tiempo. Y porque si no hago algo con el tiempo que tengo creo que me voy a volver loco.
Tu correo llegó en el momento justo. Estoy tumbado en un catre, recuperándome de una fiebre de origen difuso que se combinó con la secuela de la ingesta de un hongo alucinógeno que probé sin pensarlo dos veces, más para tratar de entender a estos indios que para escaparme de una realidad de la que solo se sale, ya lo aprendí, cuando nos llega la hora. Sin embargo, estuve más cerca de conseguir lo segundo que lo primero, según dijo el médico que vino a verme. Lo trajeron, vaya paradoja, los mismos indios que casi me matan con su silencio y sus hongos. Dos de ellos hicieron a pie los cuarenta kilómetros que nos separan del villorio, al otro lado de la isla. La camioneta del médico tuvo dificultades en abrirse paso a través del camino que llega hasta el aserradero, que ya nadie transita y está a punto de ser devorado por la selva. Por suerte, estaban los indios para remover los obstáculos. Cuando salieron a buscar ayuda, me dicen, yo seguía inconsciente, pero el médico, un ser pequeño y flaco a quien la visita domiciliaria que le había tocado en suerte no parecía hacerle ninguna gracia, me encontró ya despierto. Sin embargo, yo seguía en un estado de debilidad tal que apenas pude responder a sus preguntas. Se fue enseguida, después de tomarme la temperatura y de darme una cucharada de un jarabe intragable. Por si hacía falta, me confirmó que no había muerto y que ya había pocas posibilidades de que eso ocurriera.
−Ha tenido suerte −dijo mientras guardaba sus cosas−. Ese veneno casi lo manda al más allá y en un sentido literal, créame. Para colmo, usted venía incubando el mismo tipo de fiebre que en estas islas se ensaña contra niños y ancianos. Pero nunca se sabe, quizá haya sido esa misma coincidencia lo que lo salvó. Le dejo el jarabe. Una cucharada por la mañana durante diez días. Solo tiene que seguir en cama hasta que la fiebre remita y su cuerpo recupere la fuerza.
Yo me permití dudar de mi suerte. Había despertado de la fiebre sin saber quién era y seguía más o menos igual. Me sentía en medio de una nube de ceniza que oscurecía mis pensamientos. Esa niebla ahora se ha despejado, pero desde entonces vivo casi sin noción del paso del tiempo y según las necesidades básicas de un animal: hambre, sed, frío, sueño. La realidad es un magma informe solo alterado por la visita de una india que me trae la comida dos veces al día. Así ha sido al menos desde que recuperé la conciencia. Antes, no sé. Lo último que recuerdo fue el perfil de los árboles desvaneciéndose y el mar detrás, partiéndose al medio, como si le hubiera caído encima un inmenso hachazo invisible y la hendidura fuera a tragarse todo, empezando por la cabaña en cuya galería procuraba yo un poco de fresco que calmara mi dolor de cabeza. De pronto se me nubló la vista y una garra me atenazó el estómago. Caí al suelo y maldije el té amargo que poco antes le había aceptado a Camba, el cabecilla de los indios. ¿Qué me había llevado, una vez terminado el día de trabajo, a bajar hasta la playa y sentarme junto a ellos alrededor de un fuego que habían encendido con ramas y hojas secas? Tal vez con ese gesto de acercamiento desistía de seguir dándoles órdenes que no comprendían. Tal vez aquello era, en verdad, la renuncia a seguir intentando lo imposible. La aceptación de una nueva derrota.
Te voy a ahorrar el relato de los mil y un trabajos que hice durante todos estos años, desde vender pulseritas en las playas más exclusivas del Caribe hasta pasar relojes falsos de Puerto Rico a Dominicana. Algunos asuntos fueron legales y otros no tanto, pero en algo se parecen todos: eran laburos a plazo fijo, rebusques para seguir, excusas para desplazarme por estos lares que piden poco al que con poco se conforma, sobre todo si ese poco garantiza una libertad exenta de compromisos. Te digo esto como si fuera una pauta de vida que se desprende de mi carácter y a lo mejor es al revés. Quizá viví a los tumbos solo porque así vino la mano. Lo que sé es que todos estos años de idas y venidas me han cambiado. Y me han cansado. Tal vez por eso cuando el Vasco Arocena me habló del aserradero me sentí como el marino que adivina un puerto después de una larga temporada en el mar.
Debería explicarte quién es Arocena. En primer lugar, es la razón por la que hoy espero en este cuarto desnudo mirando el techo desde una cama de cañas, rodeado de indios que tanto provocan mis males como, según parece, se ocupan de mí. Podría describirlo como alguien que tiene talento y hasta un gusto genuino por vivir a la deriva. En verdad, lo que le gusta es la vida, y un día decidió que sería mejor vivirla de cualquier modo al otro lado del Atlántico que malgastarla lavando coches en el lavadero de su tío, en las afueras de Bilbao. Una mañana en la que se dirigía al trabajo dobló por una calle que lo llevó al puerto y no volvió más ni a su casa ni al lavadero. Se embarcó en un carguero de bandera argelina que lo dejó en Recife, al norte del Brasil. [...]
[...] Tomé el brebaje que me dieron los indios para acercarme a ellos con el fin de entenderlos y lograr que hicieran lo que necesito. Pero solo conseguí abrir un paréntesis en mi vida y en mi mente, después de sentir un dolor como jamás tuve y de creer que me asomaba al abismo de una muerte joven y absurda. En compensación ahora tengo, por las mañanas, la mano dulce y caliente de Dolores, la india, que se apoya sobre mi frente para comprobar la temperatura y ahuyentar la fiebre. También tengo tiempo para escribirte. Le debemos esta comunicación a Juan Camba. Aunque, a diferencia de la mano de Dolores sobre mi frente, no sé qué beneficio puede reportarnos.
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