Cómo conocer gente en un bar sin mozos
No imagino procedimiento más imperfecto para conocer a alguien que un casting. Y digo conocer y no evaluar porque cualquier encuentro es una excusa para descubrir al otro, y esta tarea es imposible en una situación que inevitablemente está atravesada por las expectativas y el deseo de confirmar los propios prejuicios.
Pero lo cierto es que la metodología del casting se ha popularizado en muchas áreas de nuestra vida. La impresión de este primer encuentro siempre genera una huella indeleble en nuestra memoria. Fija un juicio sobre el otro que difícilmente cambie con el tiempo. A menos que devenga en una relación amorosa, donde el afecto o el sexo diluyan esa primera instantánea. Pero para los encuentros de tipo profesional un bar es siempre el escenario propicio. Permite dar por terminado el evento con elegancia si la situación se torna insostenible, o pedir una tregua simulando una salida al baño.
Los bares nos muestran al desnudo. Pero no es el escenario en sí lo que produce este efecto, sino la interacción con el mozo. Parecen detalles: si lo miramos a los ojos cuando nos toma el pedido, si interrumpimos la conversación para responderle si preferimos jarrita o taza, cómo medimos nuestra reacción cuando nos traen dos medialunas de grasa y las habíamos pedido de manteca. En ese instante queda depuesto el muñeco, se suspende el acting que interpretamos en toda primer cita, no hay impostura: somos lo que le respondemos al mozo que nos toca en gracia.
Hace unos días tuve que conocer a un señor, y siguiendo el método que acabo de referir, le propuse que nos encontráramos en un bar cerca de su casa. Lo eligió él, y al llegar descubrí que se trataba de una conocida cadena de locales de café que se caracteriza por no tener personal en las mesas. Me encontré con el señor en cuestión y, mientras esperábamos para hacer nuestro pedido, le pregunté por qué había elegido un bar que no contrataba mozos pero el precio del café se triplicaba respecto del de los locales que sí los contrataban. No llegó a responderme. Porque nunca se lo había preguntado. La cajera justo nos instó a hacer el pedido y a tal punto nos abrumó de opciones que le rogué que decidiera ella el tamaño y la cantidad de espuma. Entonces nos pidieron nuestros nombres para anotarlos en el pedido. Y yo dije el mío, naturalmente, pero mi acompañante dijo llamarse Claudio.
Nos sentamos en unos banquitos a esperar, y le pregunte si Claudio era su segundo nombre, porque hasta donde yo sabía este señor se llamaba Augusto. No me llamo Claudio, me dijo él, soy solo Augusto. Por eso vengo a este café. Porque me pongo el nombre que quiero y por un rato puedo ser otro. Así partió feliz con su falsa identidad rumbo a la barra, en busca de dos vasos descartables rebosantes de café orgánico. Luego, la conversación fue de lo más amable, porque Claudio resultó ser una persona encantadora. El café no estaba mal, y me llevé una excelente impresión de mi interlocutor. Sólo lamento no haber conocido a Augusto, y quedarme con la duda de como habría reaccionado si algún mozo confundía el edulcorante de aspartamo con el de sucralosa.
El autor es cineasta
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