Colonizar contra viento y marea
La dramática historia de los hombres que se enfrentaron en uno de los territorios más legendarios de la Argentina en el siglo XIX renace en estos fragmentos de Tierra del fuego. Una biografía del fin del mundo (El Ateneo), de la autora de El parque
En 1830 entraban a un canal, que todavía no tenía nombre, los barcos de Su Majestad británica Adventure y Beagle . El canal tomó el nombre del barco y se llamó desde entonces canal Beagle; el capitán era Robert FitzRoy. La expedición tenía como propósito relevar los accidentes costeros y los ríos de la Patagonia y de Tierra del Fuego, lo cual daría a Gran Bretaña el conocimiento cartográfico de puntos de reabastecimiento necesarios para sus flotas en la extensa ruta hacia el Pacífico.
Los marineros del Beagle entraron en contacto amistoso con los yámanas, amistad que cambió de signo cuando los indígenas se apropiaron de una ballenera. En un intento desesperado por recuperarla -ya tenían el invierno encima-, el capitán optó por subir cuatro rehenes a bordo, entre ellos una niña, para forzar a los yámanas a devolver el bote.
El bote no fue devuelto pero en cambio FitzRoy concibió la idea de llevar a los nativos a Londres. Se les daría una educación, una fe y se les enseñaría el idioma inglés. Fue así como cuatro indígenas, Fuegia Basket, York Minster, Boat Memory y Jemmy Button viajaron a Inglaterra. Su fama se extendió en una población orgullosa de la misión que le estaba reservada a Gran Bretaña en los cuatro puntos cardinales y hasta fueron recibidos por el rey y la reina. Boat Memory había muerto en el Hospital Naval no bien llegaron a Londres. De los otros tres, el que sin duda se destacó fue Jemmy Button, un joven de unos quince años. Dos años más tarde, FitzRoy decide devolverlos a Wulaia, su país en el Cabo de Hornos, y culminar con la experiencia civilizadora que había concebido: lograr un puente de cooperación entre los yámanas y los barcos ingleses que cruzaran aquellas desoladas aguas. En la nueva expedición que lleva de regreso se embarca como naturalista un hombre fervientemente recomendado por sus profesores: el joven de veintidós años Charles Darwin.
Otra vez en su tierra, los ahora "civilizados" yámanas, vestidos a la europea, fueron desconocidos por sus familiares. No obstante, allí se quedaron. Un año después, volviendo con el Beagle desde Chile, FitzRoy comprobó que su protegido, Jemmy Button, había vuelto a la vida natural. Atrás habían quedado las botas lustradas, las ropas y las costumbres de los blancos: Button era otra vez un yámana. De la casa de madera que habían armado en la playa no quedaba nada. Profundamente decepcionado, FitzRoy nunca más volvió a ver ni tampoco a mencionar a Jemmy Button.
Décadas más tarde, esta historia tendría un epílogo trágico. Los yámanas, tal vez cansados de "los hombres venidos del este", mataron a una tripulación entera de misioneros anglicanos que intentaban, confiadamente, fundar una estación misionera en Wulaia, en la costa oeste de la isla Navarino. En este hecho sangriento participaron parientes de Jemmy Button.
Allen Gardiner
Pocos años después del viaje de FitzRoy, Allen F. Gardiner, capitán retirado de la marina británica y hombre de fe, creaba en Londres la Patagonian Missionary Society, misión anglicana cuyo nombre se cambiaría más tarde por el que lleva hasta la actualidad: Sociedad Misionera de Sud América. Su propósito: rescatar a los salvajes del fin del mundo de las tinieblas y llevarlos hacia la luz de la religión.
Un valor personal temerario y una inquebrantable fe guiaban a Gardiner. Poco sabía, es cierto, sobre el peligro de navegar por estas aguas, menos aún de cómo se entablaría la relación con los "nómades del mar". Lo concreto fue que ese primer intento de contacto misionero terminó de manera trágica: el territorio, atrincherado en su soledad de siglos pareció defenderse encarnizadamente de la intrusión, provocando uno de los naufragios más dramáticos que registra la historia de Tierra del Fuego.
Allen Gardiner y sus compañeros se habían hecho a la mar en dos pequeños barcos, el Speedwell y la Pioneer . En diciembre de 1850, llegaban a destino. Desembarcaron los suministros en la isla Picton, en la boca oriental del canal Beagle, y luego cantaron himnos de agradecimiento que deben haber sonado extraños en la profunda soledad de esa isla. Casi de inmediato, observaron columnas de humo que se elevaban de las islas cercanas. Entre regocijado y expectante, Gardiner veía avanzar las canoas de los yámanas que pronto desembarcaron y se les acercaban por la playa. El misionero quiso ir a su encuentro, pero los indígenas se mostraron desconfiados y hostiles. Gardiner y los suyos tuvieron que emplear cierta violencia para rechazar a los que se tomaban demasiada confianza con los víveres y los suministros. Los ingleses consideraron su inferioridad numérica y Gardiner ordenó el reembarco con todo lo que se pudieran llevar a bordo. Dejaron, cerca de la costa, una inscripción en una roca indicando a posibles navegantes el rumbo que se proponían tomar. Los yámanas no parecían impresionados ni por los barcos ni por las armas de fuego, y los persiguieron por los canales sin permitirles desembarcar. Gardiner se vio huyendo de aquellos a quienes había venido a salvar.
Una noche, comenzó un vendaval. Las famosas "tempestades del Hornos" descriptas por innumerables capitanes en sus bitácoras. En medio de la oscuridad y el rugir del temporal, los dos barcos buscaron refugio en Bahía Aguirre. Gardiner pensó que hasta allí, tan lejos del canal y en, mar abierto, los indígenas no se aventurarían en sus canoas. Cuando el tiempo pareció serenarse, maniobraron para echar el ancla. Lo que no supo y los yámanas sí sabían, fue que bajo las aguas aparentemente tranquilas donde habían anclado, el fondo marino pasaba abruptamente de los cien metros a un abismo oceánico de cuatro mil metros de profundidad. Los movimientos de semejante masa de agua producían olas monstruosas. Así sucedió: al desatarse nuevamente la tempestad, el pequeño Pioneer fue elevado por una ola gigantesca que lo arrojó ferozmente contra las rocas convirtiéndolo en astillas. Sólo quedaba el S peedwell . Con heroicidad resistieron, pero Allen Gardiner y los suyos fueron vencidos por otro enemigo contra el que no pudieron luchar: el terrible invierno del Cabo de Hornos.
Refugiados en una caverna de la costa, rodeados por los eternos fuegos, esperando un rescate que sólo llegó meses después de su muerte, el capitán y los suyos perecieron de inanición en las sombrías costas fueguinas.
El trágico fin de estos primeros misioneros lo conocemos por el diario que llevó Allen Gardiner hasta su último aliento.
Luis Piedra Buena
Entre los múltiples marinos que surcaban las aguas australes en los años de la trágica incursión misionera, Luis Piedra Buena, por su pericia marinera y su humanidad, es un verdadero héroe del extremo sur argentino. Formado como piloto en la Escuela Náutica de Nueva York, vuelve a Buenos Aires como primer oficial de la Nancy , del capitán norteamericano William Smiley. Fueron Piedra Buena y Smiley quienes descubrieron los cadáveres de Allen Gardiner y sus compañeros en las cuevas de Bahía Aguirre, y les dieron cristiana sepultura. Años más tarde, cumpliéndose una ley no escrita de solidaridad en el mar, sería el barco de la misión anglicana, precisamente bautizado Allen Gardiner , el que rescataría a Piedra Buena y a sus compañeros de un naufragio en bahía Sloggett. A bordo del barco misionero iba Thomas Bridges.
Piedra Buena compra la Nancy , que rebautiza como Espora , y se dedica a la caza de lobos marinos en el duro mar austral. Para defenderse de loberos y balleneros norteamericanos que pretendían como propio el mar argentino, armó su barco con tres pequeños cañones. El sur era tierra o mar de nadie y estaba abandonado a su propia suerte. De este modo, casi sin proponérselo, Piedra Buena ejerce, por propia presencia, una suerte de custodia de la soberanía argentina en aquellas regiones. Su solidaridad lo llevó siempre a dejar sus propios negocios para acudir al rescate de náufragos. Gran conocedor de la zona, construyó refugios en las costas e islas más desoladas, acondicionándolos para eventuales náufragos. Su actividad se desplegaba en el triángulo que formaban la Isla de los Estados, las Islas Malvinas y Punta Arenas.
Punta Arenas era, hacia 1850/60, el único lugar con población estable de Tierra del Fuego y el lugar donde los barcos podían abastecerse a la vez que hacer trabajos de refacción, obtener noticias y establecer contacto con el mundo. A pesar de que su familia residía en esta ciudad, el lugar favorito de Piedra Buena fue, sin duda, la muy bella pero inhóspita Isla de los Estados. Allí naufragó con el Espora y de allí consiguió salir, después de tres interminables meses, construyendo con sus hombres otro barco con los restos del anterior.
En 1868, en reconocimiento a su labor, el gobierno argentino le otorga la concesión de la isla que él tanto amaba. En 1869 cumple, con su esposa, algo que no puede calificarse sino de hazaña: como un gesto de posesión, van a vivir unos meses a la Isla de los Estados.
Asombra hoy comprobar que, en un territorio donde los barcos y tripulaciones actuales provistos de la más alta tecnología sufren las dificultades de tormentas y vientos permanentes y olas de hasta quince metros, Piedra Buena cruzara las heladas aguas una y otra vez con sus precarias embarcaciones. Su esposa fue la primera mujer que habitó durante un tiempo la brumosa y salvaje isla en la que Julio Verne sitúa una de sus novelas: El faro del fin del mundo .
La primera misión anglicana
La noticia de la muerte tan cruel de Allen Gardiner y sus compañeros impresionó a la opinión pública inglesa. Se pensó que la Misión Patagónica debía guiarse por un proyecto más meditado antes de que sus hombres enfrentaran aquellos confines. En sus últimos días de náufrago, Gardiner había elaborado un plan misionero y este bosquejo fue el que la misión siguió. Planeaba trasladar grupos de indígenas fueguinos del canal Beagle a la base misionera en Malvinas, enseñarles inglés y aprender el idioma nativo. Para llevarlo a cabo deberían proveerse de un barco que hiciera un viaje regular entre Malvinas y el país yámana.
Al plan básico se le agregó un ítem que consideraron fundamental: encontrar en las heladas brumas de los canales a aquel yámana que FitzRoy había llevado a Inglaterra y que hablaba inglés: Jemmy Button. Fue George Packenham Despard, cura párroco de Lenton, hombre fuerte y decidido, quien llevaría el plan adelante. En 1856 se hizo cargo de la superintendencia de la misión, en la isla Keppel, arrendada al gobierno británico, al norte del archipiélago de las Islas Malvinas. Primera estación misionera y base de actividades donde se desembarcaron vacas y ovejas cuyos descendientes iban más tarde a poblar las extensiones fueguinas. Con Despard y su familia venía un muchachito de trece años a quien la familia había adoptado siendo muy pequeño y a quien habían bautizado con el nombre de Thomas Bridges.
La misión continuó bajo la decidida y a veces inflexible dirección del superintendente Despard, cuyo proyecto inmediato era levantar otra estación en Ushuaia, centro del territorio de los nativos. Pero un hecho lamentable volvió a sacudir a la misión y a la opinión pública inglesa: la matanza de misioneros en Wulaia. La catástrofe pareció dar por tierra con todo lo realizado hasta el momento. Despard se sintió desmoralizado y en 1862 emprendía el regreso a Inglaterra con su familia. Todos volvieron excepto un miembro: el joven Thomas Bridges quedaba a cargo de la misión hasta la llegada del nuevo superintendente, el reverendo Waite H. Stirling.
El ministro Stirling sería el primer blanco establecido en soledad entre los yámanas de Ushuaia. Por sus méritos misioneros, Waite H. Stirling llegaría a ser, además, el primer obispo anglicano de Sudamérica.
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