Club social, deportivo y musical
EL verano como temporada de deportes, canciones y otras iniciaciones infanto-adolescentes
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La voz aguardentosa de Adrián Otero, cantante de Memphis La Blusera, enumeraba una serie de adjetivos calificativos (“anfetamínico, esquizofrénico, paranoico…”) y después, sobre una base que a mi me resonaba a los clásicos del soul que había conocido por la película The Commitments (Alan Parker, 1991), descargaba su ira en un punchline, acaso, inexplicable: “Angelito histriónico, por un precio módico, consiguió lo máximo, ¡Se hizo socio del club!”.
La canción se llama “Chico Yeah Yeah” y desde mi mirada adolescente me parecía intrigante y muy gracioso que el carnet de un club sea la afrenta que dispare la animosidad del letrista y cantante. Ahora que lo pienso, también tiene su gracia que esa fuera una de las canciones que canturreábamos en el colectivo con mi amigo Pablo cuando íbamos a jugar al fútbol y a chapotear en la pileta de Obras Sanitarias. Los blues y el fútbol eran los temas recurrentes de aquellos viajes. Como ambos éramos (somos) hinchas y socios de Racing, hasta podríamos decir que, además de recurrente, la temática era redundante.
A principios de los 90, y durante un par de años, casi todas las tardes de verano nos juntábamos a las dos de la tarde con una barra de amigos (nos conocíamos desde el jardín de infantes, Il Mondo del Bambini) en la puerta de la casa de Pablo y su hermano, Mariano. En el mismo edificio vivía Fernando, y a un par de cuadras, Maxi y Ezequiel. Al grupo se sumaba también otro Fernando (su apodo de aquél entonces era “Pigüi”, cuando se lo nombré a mi viejo, pensó que era una referencia al clarinetista y saxofonista Pee Wee Russell, pero nada que ver), y otra pareja de hermanos, Diego y Pablo. Por hache o por b, alguien siempre se demoraba, así que la puerta de ese edificio en la calle Mansilla fue la escenografía de cientos de charlas que, acaso, no fueran más que una única conversación infinita.
Mi rutina, por esos años, incluía escuchar a Dolina a la medianoche. Y un día, en ese umbral, canturrée al pasar una canción que se llamaba “Traka traka”, que conocía por la desaforada interpretación a capella de Esteban Eseverri en el segmento del Sordo Gancé. “Pigüi” (que años más tarde, igual que Pablo, se transformaría en un notable guitarrista), la reconoció y me compartió el primer casete de El Otro Yo, Los hijos de Alien, que había comprado en la galería Bond Street.
La música estaba omnipresente. No sólo por las charlas. Años después repetiríamos la ruta Palermo-Núñez, en el 29, para ir a decenas de recitales. Acaso en la cotidianeidad de esos viajes se hayan sentado las bases de Potemkin, la banda de blues que fundamos con Pablo en nuestra adolescencia. Y ya en el club, era común cruzarnos con los fanáticos que, desde temprano, reservaban su lugar en la fila para ver a sus grupos en el Estadio, que ofrecía su sombra al arco de la cancha de césped artificial donde jugábamos al 25, con Gareca (que sería bajista y cantante de Potemkin) y su hermanos, Kirwan y Sebastián. Desde allí, también escuchábamos las pruebas de sonido. Mentiría si dijera que soñábamos con tocar en Obras. Pero no hubiera sido un mal sueño.
Algunos años antes, fuimos socios de Daom. El viaje que hacíamos en el 132 con mi mamá se justificaba porque allí estaban Diego y Matías, los hijos de Liliana, una amiga de mi vieja desde la escuela secundaria, y también nuestro espigado amigo Gonzalo y sus hermanas. Conservo el mapa mental de ese club y una infinidad de recuerdos felices, que se disparan ahora porque este verano, con mi hija Lulú, conseguimos (je) lo máximo: somos socios de un club. Verla jugar con Luli y con Sofía, con Hernán y con Felipe, es un modo de celebrar su autonomía. De la pileta a la cancha de básquet, ahora le toca a ella armar su barra de amigas y amigos, su banda de sonido, sus recuerdos felices.