Civiles y militares
La casa está en orden, un libro insoslayable de Horacio Jaunarena, analiza la política militar argentina de las últimas décadas
Cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia en diciembre de 1983, tenía por delante un pasado atroz. Ese pasado condicionó hasta la exasperación su gestión de gobernante, que concluyó en julio de 1989, antes de tiempo, al precipitarse la entrega del poder a Carlos Menem en medio de los escombros de una hiperinflación desbocada.
Tanto Alfonsín como un número considerable de políticos de su generación han muerto. Otro tanto ha ocurrido con figuras decisivas de la conducción militar en la represión final de las acciones subversivas y del terrorismo que campearon desde fines de los años sesenta: Massera, Viola, Agosti, Galtieri, Suárez Mason, Camps, Vilas. Hasta han desaparecido por causas naturales algunas de las principales figuras trágicas de esa subversión, como Enrique Gorriarán Merlo y Rodolfo Galimberti. Otras más se han acomodado -unas con discreción, otras con verbosa jactancia- al funcionamiento del sistema democrático de gobierno o incorporado, a veces con notable visión de negocios, al desenvolvimiento de la actividad privada que habían combatido, o se han retirado a una vida sin más vocinglería que la de los claustros académicos.
Así sucede, contra los pronósticos que pudieran haberse hecho décadas atrás, con Mario Firmenich. Es profesor universitario en Barcelona, después de haber sido el más mentado entre los "los jóvenes imberbes" que Juan Perón echó de la Plaza de Mayo, ya de vuelta en el poder y harto de aquellos a los que había instruido en la insurrección contra sucesivos gobiernos militares y todo lo que se hubiera opuesto a sus designios.
Es otro el mundo desde entonces. Pero al cabo de casi treinta años de la asunción de Alfonsín aquel pasado sigue pesando tanto por logros, que expresan lo mejor de la naturaleza humana, como por sus mayores bajezas. Entre sus triunfos se anota el esclarecimiento de un centenar de casos en la sustracción ilegal de menores y la recuperación de muchas identidades de desaparecidos; entre lo abominable, estar trabajado por una picaresca que a veces llega a lo inaudito por medrar en nuevos basurales -en política, en economía, en lo que venga a mano- en nombre de aquella desolación del país.
Ya no quedan vestigios del espíritu militar –y civil– que tanto había conspirado desde 1930 en oposición al sistema de partidos políticos como intercesor natural de la sociedad civil. Tampoco de la Guerra Fría siguiente a la derrota de las potencias fascistas, en 1945. En ese contexto de disuasión de la fuerza por el terror nuclear entre las grandes potencias, se encuadró la dialéctica de la subversión con la represión. Sin su concurso careceríamos de explicación suficiente por lo sucedido en la Argentina y los países vecinos en los años setenta. Apenas queda en América, suspendido en el espacio y el tiempo como curiosidad, el espectro deprimente de la revolución castrista. Caudalosas corrientes juveniles llegaron a enamorarse de esa revolución cuya mayor eficacia fue sierva de la burocracia soviética, que terminó en 1989-1990 en una implosión con la que voló por los aires.
Elementos aislados, pero sugerentes de ese contexto internacional en que fermentó la violencia en la Argentina, se hallan en un libro insoslayable de Horacio Jaunarena. En La casa está en orden (Taeda Editora), que analiza la política militar argentina desde entonces hasta el presente, se comprenden las dificultades que aún se abaten para la resolución histórica de una época que nunca más debería repetirse. Una sola referencia, mencionada por quien fue ministro de Defensa de Alfonsín, De la Rúa y Duhalde, invita a indagar de qué modo milagroso el peronismo, partido de poder, ha conseguido que apenas unas esquirlas hayan rozado su dura piel en medio de los escándalos por la metodología que se utilizó en la represión.
Nadie ignora que el gobierno de María Estela Martínez de Perón ordenó, en un instrumento con fuerza legal, "aniquilar" las organizaciones subversivas. Tampoco nadie ignora lo que significa "aniquilar", y aún más, cuando esa acción se diseña para su cumplimiento por hombres preparados física y mentalmente para la guerra. Menos conocida, en cambio, es la información de Jaunarena de que en el gobierno de la viuda de Perón se asesoró a oficiales de las Fuerzas Armadas sobre procedimientos utilizados en los años cincuenta en la guerra de Argelia. O sea, sobre "toda clase de vejaciones y violaciones a los derechos humanos contra los argelinos".
La casa está en orden es un título atractivo, pero equívoco. Al haber hecho hincapié en una de las frases más famosas de los años ochenta, puede inducir al error de que la obra se ciñe al primero de los levantamientos militares durante el gobierno de Alfonsín. Los cabecillas fueron los tenientes coroneles Aldo Rico, de posterior militancia evolutiva en líneas encontradas del peronismo –incluido el kirchnerismo– y Enrique Venturino. Aquello se conoció como "los episodios de Semana Santa".
Fue en marzo de 1987, en que 400 oficiales de las Fuerzas Armadas enfrentaban procesos por hechos referidos a la represión; 100 se encontraban en actividad. Los más estaban perplejos. Cuando Alfonsín había llegado al poder aún se carecía, en el orden penal internacional, de una doctrina sobre los delitos de lesa humanidad. La amnesia era la regla que terminaba, tarde o temprano, por imponerse. Alfonsín se adelantó a su tiempo y nadie podrá reivindicar en esto mayores logros que él.
El nuevo presidente había sido en los años de intemperie política un miembro activo de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Un mes antes de las elecciones que lo llevaron a la victoria, en un acto en Ferrocarril Oeste, había anunciado que anularía la autoamnistía militar, pero con la advertencia de que no actuaría "con sentido de venganza". El énfasis es complejo de simuladores y conversos.
Hay motivos, a lo largo del libro, para que el más flemático de los lectores se maraville por la forma en que las agujas del peronismo se han movido de un extremo al otro en el delicado asunto de la violación de derechos humanos. Desde la campaña presidencial de 1983 de Ítalo Luder, de respetar aquella autoamnistía, hasta el fuego encendido en los años de las presidencias del matrimonio Kirchner para crucificar la represión. Situadas cronológicamente en el medio, se hallan otras llamativas y contradictorias definiciones peronistas: como se diría ahora, indulto para todos, militares y ex subversivos, como el que Menem concedió al asumir, pero a pesar del hostigamiento que influyentes legisladores del peronismo habían ejercido antes sobre el presidente radical para que endureciera las "exigencias punitivas" de la política hacia los militares. Con menos especulación y más generosidad, Alfonsín había ofrecido, al comienzo de su gobierno, la presidencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación al doctor Luder, que no aceptó, y la jefatura del Ejército a un general de no disimuladas simpatías por el peronismo, Jorge Arguindegui.
Anota Jaunarena el peso que tendría en las derivaciones de la represión la iniciativa del senador Elías Sapag, miembro de un partido provincial asociado con perseverancia al peronismo, de que en la reforma del Código de Justicia Militar se restringiera el concepto de obediencia debida. No serían así beneficiarios de las eximentes por esa obediencia "quienes hubieren cometido hechos aberrantes".
Ya en 1985, la Cámara Federal de la Capital, convertida por ley en instancia de apelación de las resoluciones del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, había castigado a los integrantes de las primeras dos juntas militares, con un máximo de condena perpetua para Videla y Massera y un mínimo de 4 años para Agosti. Se interpretó que la Cámara Federal se había alineado con el criterio de Alfonsín de establecer tres niveles de responsabilidades.
El primero era el de quienes habían dado las órdenes. A juzgar ese primer nivel se había ceñido la decisión del tribunal. Los otros dos niveles de responsabilidad concebidos por Alfonsín, con la colaboración, en particular, de un grupo de catedráticos de Filosofía del Derecho encabezados por Carlos Nino, distinguían a los oficiales y jefes que habían actuado cumpliendo órdenes "en un marco de extrema confusión", de quienes habían cometido excesos a raíz de las órdenes recibidas. Pero las atenuantes que abrían la posibilidad de exculpación desaparecían, en la regla de Alfonsín, si se hubieran cometido "delitos de violación, apropiación de menores y de bienes materiales".
El orden cronológico que se dio a los decretos de enjuiciamientos no se originó en especulaciones cabalísticas. El primero (157
83) fue el que dispuso iniciar acciones penales contra siete líderes de las organizaciones guerrilleras Montoneros y ERP –a los que se enrostraba haber despreciado la ley de amnistía de 1973–por homicidio, asociación ilícita, instigación pública a cometer delitos, y demás. El segundo (158/83) impulsó el procesamiento también sumario de los miembros de las dos primeras juntas por represión ilegal. Este último decreto descalificó por totalitaria la Doctrina de la Seguridad Nacional. Lo hizo sobre la base de que desde la presidencia de Onganía se había procurado legitimar la movilización de las Fuerzas Armadas en cuestiones de seguridad interna para perseguir acciones subversivas indeterminadas, con el amplio abanico de alternativas políticas que eso abría.
La sentencia de la Cámara Federal de diciembre de 1985 había determinado que correspondía, por añadidura a las condenas dispuestas por ella, investigar la responsabilidad de los oficiales superiores que habían ocupado comandos de zona y subzonas de Defensa y de todos aquellos que habían tenido alguna responsabilidad en las decisiones. Desde septiembre de 1984 se contaba con una definición rotunda sobre los años de terror. Fue cuando la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), configurada por Alfonsín para investigar los aspectos más tenebrosos de la represión y presidida por Ernesto Sabato, publicó el célebre documento Nunca más. Acompañó una lista de casi 9000 desaparecidos.
A fines de 1984, se conoció la enfermedad terminal de Raúl Borrás, primer ministro de Defensa de Alfonsín. Dejó un vacío irreparable. Borrás era un dirigente de innatas habilidades políticas y una prudencia que respetaban radicales de todas las corrientes. Jaunarena comenzó a su lado como subsecretario de Defensa y escaló posiciones, primero como secretario de Estado, y luego, como ministro. Para esto último hubo de pasar por el fallecimiento del siguiente titular del área, Roque Carranza, y por la renuncia de un ministro más, Germán López.
Jaunarena escribe que en dos oportunidades Alfonsín le había confiado que prescindiría por su juventud de elevarlo al rango ministerial. Más que por la edad de Jaunarena –ya había cruzado los 40 años–, el lector queda con la impresión de que Alfonsín todavía vacilaba sobre si el "joven" secretario de Estado disponía de habilidades para negociar con los núcleos políticos que pedían menos contemplaciones con los militares. O que Alfonsín no estaba aún seguro de que Jaunarena reflejaría en grado suficiente el pensamiento presidencial. Tarea nada fácil, porque Alfonsín era un político con principios firmes, pero con tácticas impredecibles, por no decir de arrebatos inesperados. Con Borrás y Carranza, que apenas ejerció el cargo ministerial por seis meses, los disidentes partidarios no entraron en un careo franco, pero amargaron los últimos meses de vida de Germán López, que murió a poco de renunciar.
El hecho de que Germán López dejara instrucciones de que en su despedida fúnebre sólo hablara Jaunarena en nombre del gobierno fue una señal de que los debates sobre cómo encarrilar la cuestión militar mellaron antiguas relaciones personales. La Casa Rosada se había abstenido de conjurar la presencia del jefe del bloque de diputados nacionales de la UCR, César Jaroslavsky, al frente de una manifestación política a las puertas del Ministerio de Defensa. Esto descorazonó al segundo ministro de Alfonsín, un químico de vida austera cuyos orígenes como dirigente universitario estudiantil se rastreaban en el socialismo.
Las citaciones a declarar ante la Justicia a jóvenes oficiales suscitaron manifiestas inquietudes en el ámbito militar. Explotarían en el amotinamiento de la Semana Santa de 1987. Un primer proyecto del gobierno de resolver a través del Congreso el capítulo de la obediencia debida, gestado durante el ministerio de Carranza, se había frustrado por una relevación periodística. Jaunarena menciona aquella iniciativa como elemento documental de que la posterior ley de Obediencia Debida fue previa, y por lo tanto, ajena a las presiones militares de Semana Santa de 1987. La revuelta concluyó con una gigantesca manifestación en la Plaza de Mayo y Alfonsín dirigiéndose a todos, después de haberse trasladado al lugar en que se encontraban los jefes amotinados, con estas palabras: "Felices Pascuas… La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina".
Con anterioridad a esos sucesos y ante las dificultades para avanzar por la vía legislativa, el gobierno de Alfonsín había buscado una solución judicial a fin de descomprimir la tensión militar por las causas que afectaban a cuadros bajos e intermedios de las Fuerzas Armadas. Siguió el camino propuesto por Julio Oyhanarte, discípulo de Moisés Lebensohn y Arturo Frondizi y uno de los juristas más talentosos de su generación, a quien se llamó en consulta: el gobierno debía retomar, a través del fiscal general del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas., la iniciativa de cómo y a quiénes acusar. Bajo esa propuesta subyacía la tesis, hecha letra en el Código de Justicia Militar vigente al momento de la represión, de que las órdenes debían cumplirse aunque implicaran delitos, en cuyo caso el superior sería responsable, salvo que se hubiera producido un exceso en el cumplimiento de las órdenes.
Sólo se conocía, dice Jaunarena, el caso único de un oficial que se hubiera negado a cumplir órdenes en la represión: había sido Gregorio Pomar, hijo de Juan Pomar, funcionario designado por Borrás como uno de los subsecretarios de su cartera. Además, las normas militares definían como delitos graves la insubordinación (artículo 667) y la desobediencia (674). Pero no todos pensaban en el radicalismo como Alfonsín y, menos aún, como sus colaboradores en el Ministerio de Defensa. Esto se haría inocultable con aquella manifestación callejera encabezada por Jaroslavsky que empujó a la dimisión de Germán López.
El teniente coronel Rico insistió con un nuevo amotinamiento, en Monte Caseros, a fines de 1987, y el coronel Mohamed Seineldín, que cumplía en Panamá funciones de asesoramiento sucesivamente prorrogadas a instancias del presidente Manuel Noriega, reapareció en el país, el 2 de diciembre de 1988. Se puso al frente de un nuevo levantamiento, primero desde la Escuela de Infantería, en Campo de Mayo, y luego, desde el predio militar de Villa Martelli, advertido de que ningún artillero se atrevería a disparar contra él en una zona residencial como ésa.
En las tres revueltas militares del ciclo presidencial de Alfonsín los responsables nunca se hicieron cargo de la imputación de que habían pretendido quebrantar el orden constitucional. Adujeron que procuraban lograr justicia para los jóvenes camaradas y evitar que se prolongara un estado de indefinición jurídica. Jaunarena relata cada una de esas situaciones con pormenorizados detalles y acompaña al fin de la obra una documentación valiosa para los estudiosos del tema militar.
En todos los casos, la protesta no alcanzó más que a unas pocas unidades y se extendió a un grupo de comandos de la Prefectura Naval en el breve capítulo de Seineldín. Hubo dos constantes fundamentales en esas situaciones. Una, la lealtad con el presidente de los sucesivos jefes del Estado Mayor General del Ejército (Jorge Arguindegui, Ricardo Pianta, Héctor Ríos Ereñú, Dante Caridi y Francisco Gassino) y de quienes desde el Estado Mayor Conjunto y la conducción de la Armada y la Fuerza Aérea lo acompañaron a lo largo de su gestión: el general Julio Fernández Torres, el almirante Ramón Arosa y los brigadieres Teodoro Waldner y Ernesto Crespo. La otra constante fue que esa misma lealtad, transmitida como orden a los mandos inferiores para que aplastaran los tres episodios militares de gravedad, debió pasar siempre por el prisma de la pesarosa incomodidad del enfrentamiento con camaradas que invocaban consignas en general compartidas, aun cuando los principales jefes amotinados produjeran rechazo.
Los inexplicables hechos de La Tablada, de enero de 1989, desencadenados por integrantes del Movimiento Todos por la Patria encabezados por Gorriarán Merlo, terminaron con un saldo de muertos que aún impresiona: 14 militares, 4 policías y 32 de los atacantes. Jaunarena recuerda una confidencia de Alfonsín, facturada en el calor de la contienda: "Esto está hecho por encargo". Si se descartara la improbable complicidad de algunos elementos del régimen sandinista, como el ministro Tomás Borge, con quien Gorriarán Merlo mantenía contactos, no habría otra esfera en la cual hurgar por la intencionalidad inconfesa de la tragedia que la de los elementos entonces más enconados con Alfonsín.
Acaso nunca se sepa de verdad el porqué de esa locura de La Tablada. Quedan, por lo demás, abiertos suficientes motivos de perplejidad sobre otras resultantes de esas décadas del 70 y del 80 como para sorprendernos por algo tan desprendido en apariencia de la centralidad del libro. ¿Qué razón moral o qué justificación a favor de la paz interior invocada por Alfonsín cuando dispuso la acusación simétrica contra subversivos y represores –ambos apelaron, dijo, a "los mismos métodos"– hace posible que sólo uno de los bandos cuente hoy con presos y encausados? ¿Qué explica que uno de los bandos haya sido beneficiado no con una amnistía, sino con dos? La Nacion ha expresado con firmeza su opinión editorial sobre ese punto.
La fotografía que ilustra la portada de La casa está en orden es una metáfora visual de algunos de los dilemas pendientes. Se ven allí tres caras. Dos, obvias. La tercera corresponde al teniente general Ríos Ereñú, el jefe de Estado Mayor a quien Alfonsín y Jaunarena identificaron, por sobradas pruebas, como el jefe militar que con más compromiso asumió los valores de la democracia republicana que se restauró en 1983.
Ríos Ereñú se encuentra desde hace tiempo en prisión domiciliaria a raíz de un asunto que se remonta a los años de la represión.