:: Rachel Avramidou habla rápido, pero camina despacio. Hace dos décadas que esta física griega de 50 años trabaja en el CERN y se nota. Con paso lento, se mueve guiada por la seguridad a través del predio de la Organización Europea para la Investigación Nuclear, un centro de investigación creado en 1954 y ubicado a 20 minutos en tranvía de Ginebra, en Suiza, al que su nombre ya le quedó viejo. "Hace tiempo que la física nuclear no es nuestra principal actividad", cuenta Avramidou mientras guía a un contingente de adolescentes que se desplazan por la inercia del aburrimiento crónico y a los que parece no interesarles mucho conocer las entrañas del laboratorio más grande del mundo.
Ellos se ríen, se empujan. No sueltan el celular, no escuchan ni se callan, no preguntan. Desconocen que acá mismo nació en 1989 la World Wide Web –aquel océano digital del cual no sacan cabeza– o que 10.000 físicos e ingenieros de 85 países colaboran en el experimento científico más ambicioso: el Gran Colisionador de Hadrones o LHC.
"Todo comienza en un pequeño tanque de hidrógeno", dice esta investigadora, descendiente lejana de pensadores como Demócrito que hace 25 siglos inventó la palabra "átomo" («indivisible»). "Lo que hacemos es acelerar los protones, es decir, núcleos de hidrógeno, a casi 99,999999% de la velocidad de la luz en el túnel que está a 100 metros bajo nuestros pies".
Con la misma precisión del nado sincronizado, los estudiantes miran hacia abajo. Por primera vez se callan. "Los protones viajan tan rápido que recorren los 27 kilómetros del LHC 11.000 veces en un segundo", continúa la física. Avramidou gesticula. Mueve los brazos, alza y baja el tono de voz. Se siente el suspenso en su relato: "Y, entonces, los hacemos chocar con otro haz de protones que vienen en la dirección opuesta dentro de detectores gigantes: ATLAS, ALICE, LHCb y CMS. Ahí reproducimos las condiciones de los primeros instantes del universo".
Entusiasmada, pero algo perdida, una estudiante –blondísima, con el rostro invadido por el acné– levanta la mano. Y con timidez suelta: "Pero ¿para qué?".
A Avramidou se le iluminan los ojos. "Gran pregunta", indica. "Lo hacemos para intentar resolver uno de los grandes misterios de la naturaleza: ¿Cuáles son los componentes básicos de la materia? ¿Cuáles son las fuerzas fundamentales de la naturaleza?".
El recorrido continúa en uno de los puntos clave de esta faraónica instalación científica: el detector ATLAS. Al ingresar en él, uno se siente minúsculo, insignificante. Se huele el entusiasmo, la seducción del misterio; se palpa lo sublime, la vorágine emocional ante una de las grandes aventuras científicas de nuestro tiempo.
Es como entrar en una catedral. Aunque, en lugar de rosetones góticos o vitrales, acá hay –además de una maraña de tuberías, alambres, grúas y cables– una gigantesca estructura hexagonal. Mientras que el detector CMS se parece a un portal para viajar en el tiempo o el espacio –como en la serie Stargate Atlantis–, ATLAS se asemeja a una gran cebolla. "Pesa tanto como la Torre Eiffel", agrega Avramidou de la nada.
Lo curioso del LHC es que para ver lo más pequeño –los ladrillos fundamentales de los que se compone el universo– se precisan las máquinas más colosales, capaces de llegar a niveles cada vez más altos de energía para hacer chocar las partículas subatómicas y ver qué sale de todo ello. Lo cual no es nada barato. "Por mes –dice la física–, nos llega una factura de €8 millones en electricidad".
Luego de desfilar por las salas de control, el Centro de Exposiciones conocido como "Globe" y por el auditorio donde el físico Peter Higgs fue testigo de la confirmación de una nueva partícula el 4 de julio de 2012 –el bosón de Higgs, que predijo y por la cual recibió el Nobel–, uno de los estudiantes, con timidez, interrumpe: "Perdón, ¿cuándo vamos a visitar los túneles?".
Avramidou lo mira con algo de lástima. "¡Ay! ¿No les dijeron? No se puede ir. Cada 10 semanas el LHC se detiene. No se puede entrar por la radiación. Ya tendrás otra oportunidad de volver. Hasta 2035 estará en funcionamiento. Y, después, vendrá otro más potente".
Se refiere al Future Circular Collider –un LHC con esteroides: cuatro veces más largo y 10 veces más potente– para el cual se requerirá excavar un túnel de 80,100 kilómetros. Las máquinas entrarían en línea entre 2040 y 2050. "Esperamos que las colisiones revelen un nuevo reino de partículas –dice Avramidou, entusiasmada–. O, tal vez, materia y energía oscura. Quién sabe lo que encontremos. El próximo descubrimiento será inesperado".