Cien años de Magritte
Una retrospectiva del artista belga recorrió Europa durante 1998 con motivo del centenario de su nacimiento.
EN 1998 se cumplió el centenario del nacimiento de René Magritte (Lessines, 1898-Bruselas, 1967), considerado uno de los epígonos del surrealismo. Durante el año último, una gran muestra retrospectiva del genial artista belga, inaugurada en el Palacio de Bellas Artes de Bruselas, recorrió algunos de los museos más importantes de Europa.
Si bien Magritte militó en las filas de André Breton a fines de la década de los años 20, cuesta relacionar su obra con la definición del primer manifiesto surrealista de 1924: "Automatismo puro por el cual se pretende expresar, ya sea de palabra, por escrito o de cualquier otra manera, el auténtico funcionamiento de la mente. Dictado del pensamiento libre de todo control ejercido por la razón y ajeno a cualquier preocupación estética o moral".
Dados los estrechos límites de estos postulados, no sólo Magritte (quien siempre mantuvo una actitud amistosa pero distante para con Breton, el pope del movimiento) sino la mayoría de los pintores comprendieron que no era posible echar por la borda el oficio, que tanto les había costado dominar. Si se mantuvieron fieles a los dictados bretonianos lo hicieron, antes bien, por el hecho de aceptar que había un revés de la trama del mundo racional que conducía a una realidad más profunda. Lo cierto es que esta observación bien puede aplicarse a cualquier tipo de inspiración en general. El caso de Magritte es aún más complejo. Como Picasso, sabía que las ideas no se pintan, que lo que se pinta son objetos o personas, y que éstos, debidamente combinados, pueden generar un margen para el pensamiento. Es así como las ambigüedades, las yuxtaposiciones y los contrasentidos que plantea Magritte pueden dar lugar a una meditación, a un cuestionamiento, a una indagación intelectual. En tal sentido, no es errado considerar a Magritte como uno de los primeros y más notables artistas conceptuales que produjo el siglo. No se trata, como vimos, del conceptualismo banal y cómodo que trata de expresar ideas a partir de la ausencia del oficio pictórico. Muy por el contrario, Magritte, formado en la Real Academia de Bruselas, se nos muestra en todo momento como el más consumado de los pintores realistas. Sólo que su realismo no teme a las sugerencias del absurdo, tan en boga en los años de la Segunda Guerra Mundial y posteriores.
Todo este mundo del absurdo, Magritte lo traduce en equivalencias plásticas de la máxima jerarquía pictórica y escultórica, en las que no está ausente la ironía. Cuando pinta con exactitud una pipa, e inscribe a su lado la leyenda "Esto no es una pipa", está jugando conceptualmente, ya que en verdad no es una pipa, sino la imagen de una pipa, a la que arriba por medio de su arte.
Sus famosos contrasentidos desafían, en algunos casos, las leyes de la gravedad, como cuando una enorme roca flota en el espacio; en otros, las leyes de la óptica, a partir de ángulos inverosímiles o paisajes sobre un caballete cuyos cielos y nubes se extienden más allá del propio caballete. Todas estas ocurrencias, como sus paisajes nocturnos con cielos diurnos, separan con precisión el mundo del arte del mundo de la realidad cotidiana. En tal sentido, Magritte no es sólo un maestro sino un buen maestro, sobre todo para los artistas Pop y sus sucesores, que lo consideraban por encima de Dalí. Lástima que los significados superaron a la lección de su probidad artesanal.
La vida del pintor belga estuvo signada en su adolescencia por la muerte de su madre, que se suicidó arrojándose al río. Este signo trágico se vio revertido por su encuentro con Georgette Berger, a quien conoció en una feria de Charleroi cuando ella tenía apenas trece años y con la que se casaría nueve años después, para formar una pareja de rara armonía.
Influido al comienzo por De Chirico, Magritte alcanzó su propio estilo, inconfundible, del que se apartó solamente en dos ocasiones: en el corto tiempo en que trabajó en telas de inspiración renoiresca, y en la denominada etapa "torpe". Pero siempre retornó a su primer amor de clásicas resonancias instaladas en el mundo de la paradoja que trató de superar con sus geniales metáforas. Un mundo afín al de Jorge Luis Borges.
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