Cien años atrás moría Katherine Mansfield, la Chejov neozelandesa que provocó “celos literarios” en Virginia Woolf
Vivió solo 34 años y murió el 9 de enero de 1923, en Francia; si bien fue considerada una “intrusa” en los círculos literarios londinenses, su obra narrativa logró imponerse y se tradujo a varios idiomas
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Años antes de morir, diagnosticada de tuberculosis e instalada en Fontainebleau para un tratamiento que le causaba más tormentos que alivios, la escritora neozelandesa Katherine Mansfield (seudónimo de Kathleen Beauchamp) pedía más tiempo para concretar sus historias. En plena madurez de su oficio y con una técnica que modificó la manera de leer y escribir cuentos y novelas cortas, murió el 9 de enero de 1923, a los 34 años. Ya había publicado sus libros más reconocidos -En una pensión alemana, Felicidad y otras historias, Fiesta en el jardín y otros cuentos- y dejaba una importante obra inédita de la que se ocuparía su editor, pareja y albacea literario, el británico John Middleton Murry. “El arte no implica el esfuerzo del artista por reconciliar la existencia con su visión, sino un intento de crear su propio mundo en este mundo”, consignó Mansfield en su diario.
En sus cuentos, pequeños incidentes, gestos y acciones de los personajes (muchas veces niños y jóvenes pero también adultos que se asoman a la vejez) funcionan como diques de caudales de emoción y lucidez, a veces amarga, sobre el destino humano. Los contrastes entre clases sociales, las ilusiones y los duelos durante los años de la primera posguerra, la inocencia y la crueldad, los recuerdos de infancia en su Wellington natal, los cuadros de familia y las escenas de personajes solitarios, además del uso de perspectivas narrativas inesperadas en las historias, son algunos de los rasgos que aparecen en los más de setenta cuentos que escribió. Una de sus máximas a la hora de escribir era “arriesgarlo todo”.
“Las efemérides sirven para releer autores, revisitarlos o, quizás, conocerlos -dice a LA NACION la profesora y escritora Elisa Salzmann-. Que haya sucumbido a la tuberculosis después de haber subido volando las escaleras y sufrir una hemorragia en su último lugar de residencia la pinta de cuerpo entero. Y que haya sido enterrada en una fosa común porque su último marido, Murry, no hubiera pagado los gastos del funeral, también. Hoy sus restos descansan en el cementerio de Avon, Seine at Marne. En pleno modernismo, 1923 es una fecha demasiado temprana para morir, ya que su grupo de pertenencia estaba por publicar las grandes obras que marcan el comienzo del siglo marcado por el fin de la Gran Guerra: La tierra baldía en 1922, La señora Dalloway y El gran Gatsby en 1925. No obstante, la obra que nos deja sigue codeándose con la de sus contemporáneos, para destacarse por su originalidad y su manera de ver y mostrar el mundo. Su estilo metonímico en este caso significa convocar a los objetos más cercanos y construir con ellos un mundo palpable y sugerente a la vez. Recordemos el famoso cuento que da título a una colección de 1920, Bliss [Felicidad]. Pinta un estado de éxtasis pocas veces narrado en la literatura y lo logra, entre otras cosas, con el sentido del mejor humor inglés y una secuencia de acciones convencionales: entrada a la casa, encuentro con hija y niñera, cena entre amigos. A este esquema, ella le añade ritmo y contundencia. ¿Cómo? Seleccionando referentes que comparecen al lado de la vida, presentando en el aquí y ahora de la lectura modos de ver y estar comunes y a la vez originales, livianos y cargados, etéreos, diáfanos y cotidianos como el peral en el centro del jardín y el comentario al ver llegar a su amiga y ‘amiga’ de su marido: ‘Ella vive en taxis’. Modernista al fin, Katherine absorbió todo lo que su corta e intensa vida le permitió registrar para dejarnos colecciones de cuentos portátiles y necesarios para seguir ampliando nuestras conciencias”.
Por varios años Mansfield fue considerada una “intrusa” en los círculos literarios londinenses, en especial en el Círculo de Bloomsbury. “Katherine ya no es mi rival -escribió en su diario Virginia Woolf, una semana después de la muerte de Mansfield-. Estaba celosa de su escritura, la única de la que haya estado celosa jamás. En esta escritura yo veía, tal vez por celos, todos los rasgos de carácter que me desagradaban en ella. Nunca consideré lo suficiente su sufrimiento físico ni cuánto contribuyó a amargarla”.
En su diario, Mansfield le reprocha a Anton Chejov haber muerto y lamenta no poder conversar con él. “Tengo predilección por la línea chejoviana del cuento que no se atiene a la aplicación del decálogo convencional para el género, de la que Katherine Mansfield es cultora -dice la escritora Irma Verolín a LA NACION-. Me gustan mucho sus historias de estructuras abiertas con una escritura que logra esa inmediatez propiciada por Ricardo Piglia y que, en cada imagen, alcanza una suerte de transparencia. Hay personajes atrayentes y agudeza en el desarrollo de las situaciones en sus relatos. Ha sido la creadora de una estética definida por la originalidad de la mirada donde se combinan el toque humorístico y el sesgo poético. Una prosa vibrante, divertida, en la que lo conmovedor y lo vital se combinan admirablemente”.
Durante un tiempo (incluso hasta hoy) predominaron ciertos clichés en la lectura de la obra de Mansfield. “No era una mujer frágil ni tenía un corazón sencillo, no hay que dejarse engañar por una voz que por momentos se vuelve temblorosa -dice la escritora Virginia Cosin-. Pasó el mayor tiempo de su vida enferma y murió joven, pero al leer sobre todo sus diarios y sus cartas, tenemos la sensación de estar rozando algo espeso, caliente y brillante. Era extremadamente sensible, pero también filosa como una katana. Escribía como si pintara. En cada una de sus imágenes hay un sustrato de vida que, como el carozo de una fruta, contiene asperezas y delicias”.
¿Por qué seguir leyendo a Mansfield a cien años de su muerte? “La primera respuesta es por su talento, algo que desde ya no pasa de moda -responde la escritora Eleonora González Capria, que tradujo Sopa de ciruela, un volumen con textos inéditos en español de Mansfield-. Pero se me ocurren muchísimos motivos y ángulos para volver a sus páginas: la importancia histórica de su narrativa, que la ubica como pionera del cuento moderno en inglés, como maestra de la subjetividad o la sutileza con la cual, a través de lo cotidiano y a veces lo ínfimo, las vivencias de sus personajes ponen de relieve conflictos de clase y cuestiones de género que aún pasados más de cien años continúan vigentes. Para empezar a leerla, no podría recomendar un libro en particular, porque mis cuentos favoritos están dispersos en varios, pero sin duda hay tres relatos que me parecen ineludibles: ‘Fiesta en el jardín’, ‘La casa de muñecas’ y ‘El canario’”.
Lea el último cuento que escribió Katherine Mansfield
El canario
¿Ves aquel clavo grande a la derecha de la puerta de entrada? Todavía me da tristeza mirarlo, y, sin embargo, por nada del mundo lo quitaría. Me complace pensar que allí estará siempre, aun después de mi muerte. A veces oigo a los vecinos que dicen: “Antes allí debía de colgar una jaula”. Y eso me consuela: así siento que no se le olvida del todo.
…No te puedes imaginar cómo cantaba. Su canto no era como el de los otros canarios, y lo que te cuento no es solo imaginación mía. A menudo, desde la ventana, acostumbraba observar a la gente que se detenía en el portal a escuchar, se quedaban absortos, apoyados largo rato en la verja, junto a la planta de celinda. Supongo que eso te parecerá absurdo, pero si lo hubieses oído no te lo parecería. A mí me hacía el efecto que cantaba canciones enteras que tenían un principio y un final. Por ejemplo, cuando por la tarde había terminado el trabajo de la casa, y después de haberme cambiado la blusa, me sentaba aquí en la galería a coser: él solía saltar de un palillo a otro, dar golpecitos en los barrotes para llamarme la atención, beber un sorbo de agua como suelen hacer los cantantes profesionales, y luego, de repente, se ponía a cantar de un modo tan extraordinario que yo tenía que dejar la aguja y escucharlo. No puedo darte idea de su canto, y te juro que me gustaría poderlo describir. Todas las tardes pasaba lo mismo, y yo sentía que comprendía cada nota de sus modulaciones.
¡Lo quería! ¡Cuánto lo quería! Quizá en este mundo no importa mucho lo que uno quiere, pero hay que querer algo. Mi casita y el jardín siempre han llenado un vacío, sin duda; pero nunca me han bastado. Las flores son muy agradecidas, pero no se interesan por nuestra vida. Hace tiempo quise a la estrella del atardecer. ¿Te parece una tontería? Solía sentarme en el jardín, detrás de la casa, cuando se había puesto el sol, y esperar a que la estrella saliera y brillara sobre las ramas oscuras del árbol del caucho. Entonces susurraba: “¿Ya estás aquí, amor mío?”. Y en aquel instante parecía brillar solo para mí. Parecía que lo comprendiera…; algo que es nostalgia y sin embargo no lo es. O quizá el dolor de lo que uno echa de menos, sí, era este dolor. Pero ¿qué era lo que echaba de menos? He de agradecer lo mucho que he recibido.
…Pero, en cuanto el canario entró en mi vida, olvidé a la estrella del atardecer: ya no me hacía falta. Y aquello ocurrió de una manera extraña. Cuando el chino que vendía pájaros se detuvo delante de mi puerta y levantó la jaulita donde el canario, en vez de sacudirse como hacían los dorados pinzones, lanzó un débil y leve gorjeo, me sorprendí a mí misma diciéndole:
-¿Ya estás aquí, amor mío?
Desde aquel instante fue mío.
…Aún me asombra ahora recordar cómo él y yo compartíamos nuestras vidas. En cuanto por la mañana quitaba el paño que cubría su jaula, me saludaba con una pequeña nota soñolienta. Yo sabía que quería decirme: “¡Señora! ¡Señora!”. Luego lo colgaba afuera, mientras preparaba el desayuno de mis tres pensionistas, y no lo entraba hasta que volvíamos a estar solos en casa. Más tarde, en cuanto terminaba de lavar los platos, empezaba una verdadera diversioncita nuestra. Solía poner una hoja de diario en la mesa, y, cuando colocaba la jaula encima, el canario sacudía las alas desesperadamente como si no supiera lo que iba a ocurrir. “Eres un verdadero comediante”, le decía riñéndolo. Le frotaba el plato de la jaula, lo espolvoreaba de arena limpia, llenaba de alpiste y de agua los recipientes, ponía entre los barrotes unas hojas de pamplina y medio ají. Y estoy segura de que él comprendía y sabía apreciar cada detalle de esta ceremonia. ¿Comprendes? Era de una pulcritud exquisita. En su percha jamás había una mancha. Y solo viendo cómo disfrutaba bañándose se comprendía que su gran debilidad era la limpieza. Lo que yo ponía por último en la jaula era el envase en que se bañaba. Y al momento se metía en él. Primero sacudía un ala, luego la otra, después zambullía la cabeza y se remojaba las plumas del pecho. Toda la cocina se iba salpicando de gotas de agua, pero él no quería salir del baño. Yo solía decirle: “Es más que suficiente. Lo que quieres ahora es que te miren”. Y por fin, de un salto, salía del agua, y sosteniéndose con una pata se secaba con el pico, y al terminar se sacudía, movía las alas, ensayaba un gorjeo y levantando la cabeza… ¡Oh! No puedo ni siquiera recordarlo. Yo acostumbraba limpiar los cuchillos mientras tanto, me parecía que también los cuchillos cantaban a medida que se volvían relucientes.
…Me hacía compañía, ¿comprendes? Eso es lo que me hacía. La compañía más perfecta. Si has vivido sola, sabrás lo inapreciable que eso puede ser. Sin duda tenía también a mis tres pensionistas que venían a cenar, y a veces se quedaban en casa leyendo los diarios. Pero no podía suponer que ellos se interesaran en los detalles de mi vida cotidiana. ¿Por qué se iban a interesar? Yo no significaba nada para ellos: tanto es así que una noche, en la escalera, oí que, hablando de mí, me llamaban “el adefesio”. No importa. No tiene importancia, la más mínima importancia. Lo comprendo bien. Ellos son jóvenes. ¿Por qué me iba a incomodar? Pero me acuerdo de que aquella noche me consoló pensar que no estaba sola del todo. En cuanto los muchachos salieron, le dije a mi canario: “¿Sabes cómo la llaman a tu señora?”. Y él ladeó la cabeza, y me miró con su ojito reluciente, de tal forma que tuve que reírme. Parecía como si le hubiese divertido aquello.
…¿Has tenido pájaros alguna vez? Si no has tenido nunca, quizá todo esto te parezca exagerado. La gente cree que los pájaros no tienen corazón, que son fríos, distintos de los perros y los gatos. Mi lavandera solía decirme cuando venía los lunes: “¿Por qué no tiene un foxterrier bonito? No consuela ni acompaña un canario”. No es verdad, estoy segura. Me acuerdo de una noche que había tenido un sueño espantoso (a veces los sueños son terriblemente crueles) y, como al cabo de un rato de haberme despertado no conseguía tranquilizarme, me puse la bata y bajé a la cocina para beber un vaso de agua. Era una noche de invierno y llovía mucho. Supongo que aún estaba medio dormida: pero, a través de la ventana sin postigo, me parecía que la oscuridad me miraba, me espiaba. Y de pronto sentí que era insoportable no tener a nadie a quien poder decir: “He soñado un sueño horrible” o “Protégeme de la oscuridad”. Estaba tan asustada que incluso me tapé un momento la cara con las manos. Y luego oí un débil “¡Tui-tuí!”. La jaula estaba en la mesa, y el paño que la cubría había resbalado de forma que le entraba una rayita de luz. “¡Tui-tuí!”, volvía a llamar mi pequeño y querido compañero, como si dijera dulcemente: “Aquí estoy, señora mía: aquí estoy”. Aquello fue tan consolador que casi me eché a llorar.
…Pero ahora se ha ido. Nunca más tendré otro pájaro, otro ser querido. ¿Cómo podría tenerlo? Cuando lo encontré tendido en la jaula, con los ojos empañados y las patitas retorcidas, cuando comprendí que nunca más lo oiría cantar, me pareció que algo moría en mí. Me sentí un vacío en el corazón como si fuera la jaula de mi canario. Me iré resignando, seguramente: tengo que acostumbrarme. Con el tiempo todo pasa, y la gente dice que tengo un carácter jovial. Tienen razón. Doy gracias a Dios por habérmelo dado.
Sin embargo, a pesar de que no soy melancólica y de que no suelo dejarme llevar por los recuerdos y la tristeza, reconozco que hay algo triste en la vida. Es difícil definir lo que es. No hablo del dolor que todos conocemos, como son la enfermedad, la pobreza y la muerte, no: es otra cosa distinta. Está en nosotros profunda, muy profunda: forma parte de nuestro ser al modo de nuestra respiración. Aunque trabaje mucho y me canse, no tengo más que detenerme para saber que ahí está esperándome. A menudo me pregunto si todo el mundo siente eso mismo. ¿Quién lo puede saber? Pero ¿no es asombroso que, en su canto dulce y alegre, era esa tristeza, ese no sé qué lo que yo sentía?
De El nido de la paloma y otros cuentos