A pesar de los 700 kilómetros que los separan, establecen una relación marcada por la obsesión; Sonia no puede evitar sentirse fascinada por Knut, un personaje que vive fuera de toda norma social y que la corteja con regalos robados
Empiezan las llamadas. La primera vez sucede por la noche. Sonia está desvelada cuando siente el teléfono vibrar en la mesilla. Mira la pantalla con estupor, su nombre parpadeante entre la oscuridad del cuarto, y lo deja sonar una y otra vez hasta que él se cansa. Luego recibe un mensaje. Le pide que lo llame. Se lo pide por favor, con urgencia. Sonia no lo hace. Hay dos o tres llamadas más en los siguientes días, varios mensajes –en tonos que van de lo suplicante a lo agresivo– que tampoco contesta. Después, un silencio de varios días hasta que le llega uno más, cuando está sentada en su mesa del archivo.
Quedó pendiente el envío de los libros. No me dijiste si querías algo más, así que te enviaré lo que tengo. No puedo estar guardándotelo hasta que a ti te plazca responderme.
Sonia se queda pensativa. Le zumban los oídos. Es el estrés, se dice. Dos días más y se marcha de casa. Todo es apresurado y conflictivo. ¿Por qué tiene que ser siempre así?, se pregunta
Sonia se queda pensativa. Le zumban los oídos. Es el estrés, se dice. Dos días más y se marcha de casa. Todo es apresurado y conflictivo. ¿Por qué tiene que ser siempre así?, se pregunta. Agarra su teléfono. Lo mira fijamente antes de teclear con rapidez. ¿Por qué no me dejas en paz?, escribe. Levanta la cabeza. Hay un rumor como de insectos alrededor. Alas de insecto chamuscándose en algún lado. Frunce el ceño. Trata de averiguar de dónde procede el sonido. Su compañera la mira con una media sonrisa displicente. Ella lee lo escrito. Borra y cambia. ¿Por qué quieres seguir enviándome regalos? Con el pulgar en alto, flexionado, nota que el rumor continúa, quizá ahora más veloz que antes. ¿Oyes eso?, pregunta a su compañera. ¿El qué?, dice la otra. Nada. Nada. Borra de nuevo lo escrito. No debe preguntarle nada. Si le pregunta está perdida: habrá una respuesta con una nueva pregunta, y vuelta a empezar. No. Debe dar una orden. Tajante, clara. No me envíes nada. No quiero nada. Ahora sí. Envía el mensaje. El ruido ha cesado.
Knut la llama de inmediato. La llama tres veces, insistentemente. Ella lo coge a la tercera y se sale al pasillo para poder hablar. Le sorprende la discordancia, la aspereza de su voz. El tono alterado. Torrencial, imparable, con un sutil trasfondo femenino. ¿Está gritando? Quizá es su timbre habitual. Habla fuerte, sí. Y parece nervioso. Muy nervioso. Desagradecida, la llama. Ella despega el oído del teléfono. Se aleja un poco más, pasillo abajo. Él continúa hablando sin tomar aliento. ¿Por qué lo trata así? ¿Qué ha hecho él para que lo desprecie de esa forma? ¿Negarse a recibir sus envíos es la manera de hacerle ver cuánto lo odia?
Ella consigue interrumpirle, también a gritos. No, dice. Tiene libros de sobra, más música de la que puede escuchar en muchos meses. Hasta tiene perfumes para largo –sobre todo, aunque eso se lo calla, porque no los ha estado utilizando–. Está muy claro que no nos entendemos. No vamos a entendernos nunca, ¿para qué seguir? No quiere que se moleste más por ella, no quiere que pierda más tiempo en agasajarla, ni que se arriesgue a que lo lleven al cuartelillo por algo que ni siquiera le ha pedido.
Pero ¿qué más te da a ti?, insiste él. ¿No te importa humillarme cuando no me coges el teléfono y ahora te preocupa que me pillen robando?
Siempre ese tono inquisitivo, piensa Sonia. En las cartas y también, ahora, por teléfono. Avanzando siempre a través de la interrogación. La inflexión de la voz que se adapta a ellas, subiendo y bajando por sus curvas, chirriante, inarmónica. ¿Por qué no se están entendiendo? ¿A qué se refiere con eso? ¿Podría explicárselo con más detalle? ¿Disentir en algún asunto –el de las manifestaciones contra la guerra, los kebabs, o lo que sea– es motivo suficiente para olvidarse de una relación que alcanza ya casi los tres años? ¿Ésa es su idea del pacifismo, del consenso y del diálogo? ¿Él no significa nada para ella? Claro, está Verdú, ha habido y habrá otros, pero ¿con cuántos se ha escrito como con él? ¿Y qué ventaja le supone prescindir de los envíos? ¿Se cree más decente, más honesta, por eso? ¿O es una cuestión de orgullo? ¿De verdad no quiere los libros de Cheever? No puede entender qué gana rechazándolos. Si no tiene tiempo, no tiene por qué leerlos ahora. Puede guardarlos y hacerlo más adelante.
Al fondo del pasillo un compañero de departamento está mirando a Sonia con curiosidad. Para esquivarlo, ella se aleja hacia un recodo y baja la escalera. Cuando vuelve a estar sola coge aliento y responde tajante. El día en que quiera leer esos libros, dice, ya los compraré yo. Es mi última palabra. Knut se detiene unos segundos, da la impresión de estar reflexionando. Ella oye la agitación de su respiración al otro lado. ¿Y no has pensado en comprármelos a mí?, dice finalmente. Me parecería una estupidez que te gastases tanto dinero. Si no aceptar el regalo te hace sentirte más digna, te los vendo por la mitad de precio.
Sonia resopla. ¿No entenderá nunca lo que le está diciendo? ¿No se da cuenta de que está molestándola?
Knut ríe. Una risa entrecortada, casi un grito. Lo que faltaba, dice. Así que ahora soy un acosador, poco menos que te estoy hostigando. ¿Eso es de verdad lo que te parezco?
Sonia cuelga. Le tiemblan las manos. Vuelve a su mesa, desconecta el teléfono y lo deja a un lado, sin mirarlo. Su compañera le señala el suelo. Tenías razón, le dice. Era un bicho que estaba achicharrándose dentro de la lámpara. Sobre el enlosado, un saltamontes se retuerce lentamente. Reseco, moribundo. Sonia se levanta, lo pisotea sin asco.
Pobrecillo, murmura.
Fragmento de la novela de la premiada escritora española (Madrid, 1976) publicada en 2015 por Anagrama
Más notas de Amores a la distancia
Más leídas de Cultura
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
“Un clásico desobediente”. Gabriela Cabezón Cámara gana el Premio Fundación Medifé Filba de Novela, su cuarto reconocimiento del año
“Enigma perpetuo”. A 30 años de la muerte de Liliana Maresca, nuevas miradas sobre su legado “provocador y desconcertante”
La Bestia Equilátera. Premio Luis Chitarroni. “Que me contaran un cuento me daba ganas de leer, y leer me daba ganas de escribir”