Chitarroni no traficó con vanidades y reinventó la literatura argentina
Qué cosa fuera la muerte de un escritor es una pregunta que no quedó excluida de las especulaciones de Luis Chitarroni: no hay, después de todo (literalmente: después de todo) una pregunta más importante, para un escritor. En el prólogo a La muerte de los filósofos en manos de los escritores -antología que él mismo seleccionó para La Bestia Equilátera, la editorial que es otra obra suya- dio una respuesta: “En términos de relato consecuente, morir implica, acaso con desgano, una sola peripecia anterior, que se denomina en tercera conjugación del infinitivo con un verbo de rima consonante: vivir. Que se derrama y se derrocha y se despilfarra en un pleonasmo o una redundancia”.
Cierto que así mueren y viven todos los hombres, pero solamente a algunos escritores se les concede decir que así se vive y así se muere, y decirlo de una manera propia, como la muerte propia. Es la muerte propia de Rilke en Das Stunden-Buch, el “morir que viene de esa vida, en la que hubo amor, sentido y penuria”. La frase aquella de la “peripecia anterior” no podría ser de otro que de Luis, por su sintaxis, por su manera de ser grave con ligereza.
Luis no traficó con vanidades ni cedió a modas o facciones, y si no lo hizo no fue por principios éticos, sino por una ética superior: la virtuosa imposibilidad de hacerlo. En el primer caso, porque todos le debían -todos le debíamos- algo, pero en su generosa gratuidad el deudor era siempre él: todo lo que escribió (sin la extenuación, única manera ya de hacerlo) fue una incesante tentativa de saldar las deudas con los libros de otros, una dilapidación sin cálculo ni medida; en el segundo caso, porque ni los libros escritos ni los juicios sobre los leídos se sometían a legalidades exteriores (conveniencias editoriales, accidentes políticos) sino a una intrincada ley estética por la cual hay en la prosa de Chitarroni una belleza que precede al sentido y que el sentido se ocupa después de magnificar.
Será difícil, sino imposible, encontrar alguien más con quien se pueda hablar como con Luis de (por decir algo, aunque algo cierto) Saggi in forma di ballate, el ensayo del poeta Angelo Maria Ripellino sobre literatura rusa, checa y polaca. Estos arrabales de la estantería, que se extendían si había ganas a la música contemporánea, al pop y a casi todo, fueron instalando la comodidad de que a Chitarroni había que definirlo como “erudito”; él que había leído todos los libros.
Tal vez lo hubiera hecho, pero eso no tiene importancia: el asombro procedía de que esos libros vivían en él y él vivía en ellos. Me dijo un día que ya no fumaba porque había agotado el número de cigarrillos que convenían a una vida. Habrá sido también así, mallarmeanamente, con los libros y la carne. Pero antes, en la peripecia anterior, y sin levantar la voz, reinventó la literatura argentina.
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