Chejov, maestro de personajes
El autor de Las brujas de Salem recuerda en estas líneas al gran escritor ruso, tras la aparición de una memorable biografía que descubre facetas desconocidas de su vida y echa por tierra algunas de las muchas ideas convencionales con que se lo suele definir, entre otras, la de que se trataba de un esteta puro, al margen siempre de los conflictos políticos y sociales. Del relato de su nuevo biógrafo, Donald Rayfield, surge la figura de ese genio humanístico, retratado en el contexto de su época
NO hay ni puede haber un autor cuya imagen haya sido definida de manera tan nítida y, en definitiva, tan engañosa, como la de Anton Chejov. Si de algo vale mi impresión personal, en general se lo ha tenido por una presencia autoral bien decimonónica, con cuello de pajarita, quevedos, perilla y una expresión triste de hombre de mundo. Tal vez haya sido, por sobre todo, un hombre bondadoso, muy indulgente, al que es fácil imaginar confortando a damiselas afligidas cuyas carnes nunca se atrevió del todo a tocar.
Ahora nos enteramos de que el verdadero Chejov fue casi exactamente lo contrario, exceptuada su bondad. Nunca negó que pasaba bastante tiempo en los burdeles ("prefiero a las mujeres inmorales"), compartiendo el gusto de sus compatriotas por el vodka y las francachelas. Varias veces estuvo a punto de casarse pero se echó atrás, para desesperación de numerosas amantes. Sin embargo, a lo largo de sus tribulaciones personales no emerge un hombre trivial sino profundamente consustanciado con el prójimo. Ya no queda duda de que sus obras teatrales se basan en sus propios desacuerdos íntimos, combinados con su acuciante preocupación por el destino de su pueblo.
Tras haber leído la biografía de Donald Rayfield, cuesta imaginar otro libro sobre Chejov. Se diría que sus 603 páginas rastrean casi todos los días de su vida (a veces, cada tarde) y por momentos cuentan más de lo que uno quiere saber. Pero finalmente impresiona como el retrato cincelado de un genio humanísimo, mostrado en el contexto de su época.
Las piezas teatrales de Chejov poseen un carácter eminentemente documental, con un tono que se asemeja mucho al candor despreocupado de sus cartas a los amigos, donde se refiere, por ejemplo, a sus accesos de impotencia o abierta lujuria, a su afán por eludir las obligaciones, a su repugnancia por el "sudor caballuno" de las prostitutas, a su devoción por ciertos rituales cristianos y su descreimiento ("entraría en un monasterio que acogiera a los descreídos"). Chejov emerge de estas páginas y entra en nuestra conciencia como un contemporáneo nuestro en casi todos los aspectos.
No obstante, su grandeza como dramaturgo nunca fue admitida plenamente. Nadezhda Mandelstam, ya fallecida, viuda del poeta destruido por Stalin y escritora importante ( Esperar contra toda esperanza ), me dijo una vez con cierta aspereza: "Ustedes, los norteamericanos, ¿por qué elogian tanto a Chejov? No fue para nada un gran escritor, sino apenas un folletinista, un autor talentoso de piezas breves". Tal fue, de hecho, su general reputación hasta la última década de su vida, cuando, torturado por la tuberculosis que había de matarlo, escribió sus mejores obras teatrales. Con anterioridad a ellas, Tolstoi lo había abrazado y saludado como un talento de primera magnitud por sus cuentos.
El libro de Rayfield está lleno de sorpresas fascinantes. En verdad, yo no me había percatado de lo que podría llamar la política interna del teatro chejoviano. Me entero de que La gaviota fue, en gran medida, una parodia, y no el drama patético y sombrío que suele representarse. Aun así, en Chejov los sentimientos desbordan a tal extremo que, cuando la interpretan con más realismo que tosquedad, esta pieza puede conmovernos hasta las lágrimas. Rayfield sostiene que se burla de todo, desde El pato salvaje , de Ibsen, hasta los celos de Hamlet hacia el amante de su madre, pasando por la dominación sexual de tantas actrices despóticas que odiaba, y la guirnalda de ridículos amores no correspondidos que entrelaza a media docena de personajes, incapaces de despegarse de quien los ama y de acostarse con el amante deseado.
Por alguna razón, yo atribuía a Chejov cierta imperturbabilidad. Pero la catástrofe del estreno de La gaviota lo golpeó tanto, que corrió a tirarse en la cama, tapada la cabeza con una manta. (Una experiencia bastante común entre los autores teatrales: la incomprensión absoluta del público frente a mi primera obra me impulsó a escribir novelas y prometerme no volver a escribir jamás para el teatro.) Y el regocijo de muchos contemporáneos suyos frente al naufragio de la obra es un hecho dolorosamente reconocible. Además, y esto fue para mí otra sorpresa, Chejov le tenía antipatía a Stanislavski como director. El "método" era, y sigue siendo, el mejor modo de asesinar la comedia, y para Chejov La gaviota era una comedia.
También me sorprendieron su civismo intenso (trabajó ad honorem para la escuela de su pueblo) y su eterno odio a las injusticias del régimen zarista. En la infernal prisión de la isla Sajalín había más de diez mil presos políticos y comunes, y otros tantos guardias; ninguno de los condenados volvería a gozar de la libertad. Aun así, cuando Chejov decidió atravesar 9600 kilómetros de territorio ruso, casi sin caminos, para ver en qué condiciones vivían los presos y escribir acerca de ellas, suscitó en los círculos culturales de Moscú y San Petersburgo insinuaciones sarcásticas y difamatorias, en el sentido de que, simplemente, agotada su inspiración, trataba de levantar su imagen pública con esa expedición carente de sentido.
Las cosas no han cambiado mucho con el tiempo... Su defensa apasionada del capitán Dreyfus, el militar judío condenado fraudulentamente por el alto mando antisemita del Ejército francés, le creó a Chejov enemigos vitriólicos en Rusia. Sin embargo, así como amaba a las mujeres pero las consideraba incapaces de igualar el genio masculino, del mismo modo admiraba y defendía a los judíos pero los creía incapaces de compartir el alma rusa.
Aun siendo un hombre de mundo, durante la mayor parte de su vida Chejov mantuvo una relación constante con su familia, compartiendo la casa por largos períodos. Iban a pedirle dinero, consejo y guía. Un padre fanfarrón y unos hermanos bebedores, propensos a desaparecer por varios meses de borracheras o depresión, acudían a su Anton en busca de alguna pista que los guiara hacia la realidad. Mientras vivió, Anton los proveyó de dinero y los sermoneó desesperadamente, incitándolos a la sobriedad y la vida decente.
Apenas pasados con los cuarenta años, con muchos volúmenes de narrativa en su haber pero una sola obra teatral de valor, sus compatriotas lo consideraban parte del patrimonio ruso, mientras muchos anticipaban su próximo fin, víctima de la tuberculosis. Aunque parezca asombroso, pese a sus hemorragias periódicas y su hemoptisis, no se obstinó en negar su enfermedad. Siendo, como era, un hombre dulce, para nada quejoso, tenía carácter fuerte y amaba la vida. Al acercarse a la muerte, produjo sus obras máximas y, por fin, se casó.
Al principio, la mayoría de las obras teatrales de Chejov dejaron perplejos a público y críticos por igual. Y, por cierto, a sus directores, Nemirovich-Danchenko y Stanislavki, les costó penetrar en esa mezcla de comedia, farsa y tragedia, envuelta en un estilo aún hoy inigualado. No pocos dramaturgos, incluido el que suscribe, lo reverencian tal vez porque descubrió una forma tan equilibrada y compasiva de decir la verdad sobre la gente, que hace reír y llorar a la vez. El libro de Rayfield preserva maravillosamente ese equilibrio especial, tierno y difícil.
Agradezco a su autor otro logro: entre muchos críticos, al menos en los Estados Unidos, parece haber prevalecido la idea convencional de que Chejov era un esteta puro que se mantuvo por encima, o más allá, de la inmundicia política y las inquietudes sociales. Sin duda, era demasiado sensato como para atribuir mayores virtudes a tal o cual posición política; entre sus amigos íntimos había reaccionarios y ultranacionalistas antisemitas (a los que censuraba), pero todos sabían, y así lo documenta este libro, que era un liberal agnóstico, o acaso ateo, que detestaba la mojigatería.
Rayfield no ha asordinado el complejo proceso creativo "rastreando" en tal o cual elemento del teatro de Chejov incidentes y personas de su vida privada, como una manera de "explicar" su arte. Modestamente, ha tratado sus obras basándolas en la realidad del autor y sus relaciones: después de todo, algunas personas podían verse, y se vieron, satirizadas o aun ensalzadas en sus personajes. Pero el misterio de la creatividad es respetado en esta excelente biografía de uno de los pocos espíritus verdaderamente creativos de la historia.
Por Arthur Miller
Para
La Nación
- Buenos Aires, 1997