La versión completade esta entrevista se publicó el 18 de mayo de 2008 en LA NACION Revista
La escalera es corta y no conduce a la cima de ningún rascacielos. Termina allí donde un cuadro de colores amables tiene pintadas las Torres Petronas de Kuala Lumpur. Es una obra del mismo hombre que hace más de una década diseñó esas moles bellas y gigantes que fueron –con sus 452 metros– los edificios más altos del mundo, entre 1998 y 2003.
"Le gusta hacer pasteles de sus obras", cuentan en los pasillos del estudio, donde la gente circula relajada en espacios llenos de luz. Lejos de esa pared con las Petronas pintadas, las obras de César Pelli –tucumano, 81 años, medalla de oro del Instituto Americano de Arquitectos (AIA, por sus siglas en inglés)– están diseminadas por las principales ciudades del mundo. Sin embargo, su planeta cotidiano está aquí, en el número 1056 de Chapel Street, a dos horas de tren desde la Grand Central Station de Nueva York.
Al maestro Pelli, en los años 90 considerado uno de los 10 arquitectos más influyentes en la vida estadounidense, le encanta vivir y trabajar aquí, en New Haven. Esta es la tercera ciudad de Connecticut, uno de los estados más pequeños en extensión y a la vez más ricos de los Estados Unidos. Alberga la prestigiosa Universidad de Yale, donde Pelli fue decano de la Facultad de Arquitectura entre 1977 y 1984.
–Aquí, uno puede vivir tranquilo, en una casa, rodeado de verde. De hecho, la mayoría de la gente que trabaja con nosotros tiene una casa con jardín y puede venir caminando al trabajo. Eso sería imposible en Nueva York, con 18 millones de habitantes, contra los 120.000 de esta ciudad. El otro día salí caminando del estudio y me fui a la universidad a escuchar un concierto fantástico. ¿No es una maravilla tener la música tan a mano?
El hombre de los rascacielos es alto, encantador, campechano. Habla inglés con acento tucumano, y se divierte cuando cuenta que, a pesar de que vino aquí en 1952 y es ciudadano de este país, todavía "ser extranjero trae ciertas ventajas. Parece que a la gente le suena interesante que uno haya nacido en otra parte".
Para él, nada queda lejos. Es capaz de viajar de Hong Kong a Milán o de Nueva York a cualquier país de Medio Oriente en una misma semana, sin cansarse. Pero también es un experto en las comunicaciones a distancia.
–¿Le gusta la vida de conference call, el teletrabajo?
–Internet me consume mucho tiempo, pero me permite estar en contacto con muchísima gente en todas partes del mundo, tanto por trabajo como para las relaciones personales. De repente, me aparecen parientes en Finlandia, que me escriben porque tienen el mismo apellido, y eso es divertido. Para nuestro trabajo, que está diversificado en el mundo, esto de comunicarnos a tanta velocidad es esencial para funcionar como funcionamos.
–Este contexto ha cambiado nuestra relación con el espacio. ¿Usted cree que la gente va a terminar trabajando en la casa, y entonces no va a ser necesario construir más oficinas?
–No creo. Uno tiene que mirarse a la cara para ver lo que va a hacer con otro. De todos modos, es cierto que muchas de las perspectivas de computadora se las encargamos a un muchacho en Buenos Aires, a otro en Mendoza, y también trabajamos con unos ilustradores de Hong Kong. Son altamente eficientes: les pedimos unos renders el viernes, y el lunes los tenemos en la computadora.
Pelli habla pausado y separa cada frase con una sonrisa seguida de una especie de carcajada contagiosa. Transmite una alegría que da entusiasmo, quizás el mismo que viene regalando a los jóvenes que se forman a su lado. De hecho, su estudio tiene convenios con diferentes universidades, incluida la de Cuyo.
Por la ventana se ve la Universidad de Yale. Es una de las más antiguas (fue fundada en 1701) y más reconocidas del mundo.
No creo que corresponda hacer un rascacielos en cualquier ciudad. Hacer uno en Venecia sería espantoso. Y hay muchas otras ciudades en las cuales los rascacielos no andarían.
–¿Cómo recuerda su paso por el decanato?
–El estudio de Eero Saarinen, para quien yo trabajaba, se había mudado cerca de aquí. En Yale me invitaron a dar una clase, y luego otra. Parece que les caí bien. Después me propusieron que viniera como decano.
–¿Así de simple?
– (Se ríe) Al principio creía que solamente iba a ser profesor y que a lo mejor iba a escribir algún libro. Pero muy pronto me salió el trabajo de ampliación del Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York. Ahí abrimos el estudio.
El estudio tiene unos 80 empleados. Gente de todas partes, incluyendo tucumanos, porteños y mendocinos. Axel Zemborain, senior asociado y uno de los principales colaboradores argentinos de Pelli, resume que "trabajar con él ha sido, y es, un máster continuo".
El maestro posa para las fotos. Va y viene. Sale a la calle para sonreír ante la cámara con el imponente edificio de Yale de fondo.
–¿Cuánto han cambiado las ciudades desde que usted comenzó a verlas como arquitecto?
–Han crecido enormemente. Tucumán, por ejemplo, hoy debe de haber cuadruplicado la población que tenía cuando yo vivía allí. El crecimiento ha sido tan rápido que muchas ciudades no han podido ajustarse a él, no solo en sus posibilidades de albergar gente, sino también en cuestiones como la del número de autos, un problema difícil de resolver. Hay lugares que han trabajado en esto mejor que otros, como Curitiba. O Londres, con esas medidas de cobrarle a la gente que quiera entrar con el auto al centro de la ciudad. Pero igualmente sigue siendo un tema pendiente.
–¿La inmigración también es un asunto pendiente?
–Sí, absolutamente. El problema de la gente pobre que queda confinada a los barrios de la periferia de las ciudades es cada vez mayor. Sobre todo en Europa, donde los que vienen de afuera son más discriminados que en países como la Argentina, donde un paraguayo o un boliviano está más integrado a la población local. Es un tema que excede a la arquitectura de las ciudades, y que tiene que ver con las actitudes sociales, con los modos en que se acepta a un extranjero.
–¿Y a usted, siendo extranjero, cómo le fue al principio en Estados Unidos?
–Muy bien, siempre. Nunca sentí ninguna discriminación como extranjero. Igualmente, todo eso es relativo. Lo importante es lo que uno hace.
–Hablando de hacer, ¿un rascacielos se puede construir en cualquier ciudad?
–Físicamente es posible. Pero no creo que corresponda hacer un rascacielos en cualquier ciudad. Hacer uno en Venecia sería espantoso. Y hay muchas otras ciudades en las cuales los rascacielos no andarían. De hecho, y para tomar un ejemplo conocido, los franceses no permiten rascacielos en la zona central de París, y crearon La Défense.
–¿A Buenos Aires cómo le ha ido con los rascacielos?
–El rascacielo como tipo, y no necesariamente por tamaño, tiene su problema en Buenos Aires. La riqueza de la ciudad está en los edificios que se han hecho uno pegado al otro, por medianeras. Uno ve calles como Guido o Quintana, donde hay edificios de 14 pisos, uno al lado del otro, con negocios en las aceras, que crean un ambiente humano muy rico, muy bien resuelto. El problema está cuando se construye un edificio rodeado de nada, sin negocios alrededor. Eso interrumpe la continuidad peatonal, que es lo más lindo que tiene Buenos Aires.
–¿Por qué cree que a los seres humanos nos atraen tanto los edificios altos?
–Todos queremos llegar al cielo. Creo que nos atraen porque sentimos que aspiran a algo en el más allá.
–Pero si construimos demasiado alto, ¿no dejamos de ver el cielo?
–Si se construyen algunos edificios altos y muy esbeltos, no. Esos, simplemente, marcan el cielo. Claro que cuando se arman esas inmensas paredes de edificios, sin duda, uno deja de ver el cielo.
–Hay ciudades que deciden insertarse en el mundo en parte por sus grandes proyectos de arquitectura, como Kuala Lumpur con las Petronas o Bilbao con el Guggenheim o eventos tales como la Feria de Milán. Usted está construyendo la nueva torre de Sevilla, que con sus 180 metros será el primer edificio en superar en altura a la mítica Giralda, lo que ha generado algunas controversias. ¿Cree que esta torre será el nuevo símbolo de la capital andaluza?
–Va a ser un edificio importante, pero nunca como las Petronas. Las torres malayas fueron hechas con el patrocinio del gobierno de ese país, y utilizadas como símbolo. La torre de Sevilla no tiene esa calidad simbólica. La idea es crear un edificio alto, muy hermoso, pero muy simple, que no trate de competir con la Giralda, que es el verdadero símbolo vertical de Sevilla.
–¿Cómo se llega a ser el elegido para construir una obra de la envergadura de las Petronas?
–Uno nunca decide que va a hacer eso. Lo tiene que pelear. El proceso fue bastante largo. Fuimos visitados por un grupo de promotores estadounidenses que trabajaban para el gobierno de Malasia entrevistando arquitectos que podían estar interesados en el proyecto. Nos pidieron nuestras calificaciones, y nos invitaron a participar en el concurso.
–¿Qué hizo la diferencia con los otros? ¿Por qué ganaron?
–Una de las cosas que pedían era que el edificio fuera malayo. Cuando les preguntamos qué era eso nos dijeron que no tenían ni idea. Pero nosotros pensamos el proyecto en ese sentido: que no fuera un edificio que pudiera encontrarse en Estados Unidos o en Europa occidental. Parece que ningún otro tomó en cuenta ese pedido.
–Pasaron algunos años. Siguiendo esa idea, ¿todavía es posible hacer una arquitectura no globalizada, con identidad local?
–Es posible, si los arquitectos y los clientes tratan de hacerlo. Desgraciadamente, la prensa tiende a favorecer edificios que responden más a las corrientes contemporáneas universales, globalizadas. Todo el mundo habla de la globalización de la economía, pero lo más importante es que se han globalizado las ideas, y a veces eso no hay cómo pagarlo. Y no es que vengan arquitectos extranjeros a hacer tal cosa en determinado país: son los arquitectos locales los que hacen lo mismo que en otras partes porque miran las mismas revistas y copian las mismas modas.
–¿Cuánto hay de arte en la arquitectura?
–La arquitectura es un arte muy particular. En algún sentido se parece a otras artes: tiene que cumplir con ciertas reglas, ciertos parámetros. Pero hubo grandes pintores en el Renacimiento y en la Edad Media que debieron responder a requerimientos muy precisos, como Miguel Ángel.
–¿Usted dice que Miguel Ángel tuvo que pintar la Capilla Sixtina con límites estrictos?
–Sí. Era un trabajo que alguien le había encargado para que se hiciera de determinada manera. Tenía el límite de la forma y del tamaño del cielo raso. Como la arquitectura, él también dependía del cliente, que es crítico y que normalmente elige el terreno, dice cuánto se va a gastar y qué tamaño va a tener el edificio. Pero bueno, creo que Miguel Ángel no se hacía ningún problema con eso.
–¿No cree que hay diseñadores como Frank Gehry, Rem Koolhaas o Zaha Hadid que llevan los costos a cifras casi obscenas? ¿En qué momento se marca un límite a las cifras millonarias que se invierten en proyectos arquitectónicos?
–El límite llega cuando los clientes deciden no poner más dinero. O cuando el edificio pasa ciertos parámetros dados por reglas municipales. Claro que esas reglas pueden restringir las construcciones en cierto sentido, pero no pueden impedir que un edificio sea de oro sólido. El problema es que en el mundo de hoy existen increíbles concentraciones de dinero, sobre todo en el Cercano Oriente, y hay mucha gente que no sabe qué hacer con él.
–En un planeta tan extravagante, ¿la sustentabilidad es un asunto serio para la arquitectura, o simplemente una moda?
–Espero que no sea una moda. Hay gente que se lo está tomando muy en serio. La Tierra se va a seguir calentando, y eso va a traer problemas serios, como inundaciones en las ciudades. Nosotros estamos envueltos en esto desde hace mucho. La mayoría de los edificios que hacemos son sustentables.
–¿Qué significa sustentable en arquitectura?
–Principalmente, reducir el consumo de energía y el impacto negativo del carbono sobre el edificio. Y cosas como que las maderas que uno usa sean de forestas sustentables, o que los materiales no vengan de distancias muy grandes (para no consumir tanta nafta en el transporte), o que los materiales no emitan gases tóxicos si ocurre un incendio. Todo esto lo que sostiene es la vida. No solo la vida humana, sino la del planeta mismo.
¿Por qué la elegimos?
Si en la Argentina su nombre es sinónimo de la Torre YPF y su inédito jardín de invierno a 120 metros de altura, en el mundo se lo conoce por las Torres Petronas de Kuala Lumpur, entre otros monumentales edificios. Tucumano y global, el arquitecto César Pelli (1926-2019) supo interpretar un mundo donde, durante las décadas de su mayor actividad profesional, ya se gestaban discusiones que hoy están a la orden del día: la conectividad, la aceleración informática, el teletrabajo, la concentración de enormes sumas de capital en algunos centros urbanos del mundo y la pregunta por la sustentabilidad.