Cenizas en el viento
En la Costa Azul o en un pueblito de México, en un restaurante o en alguna estación de tren, podrían estar los restos de D.H.Lawrence. Esta es la historia del extraño periplo final del célebre novelista inglés.
TAOS es ahora un pueblo pintoresco y bastante comercial enclavado en el desierto de Nuevo México y famoso por su leyenda libertaria. Sus habitantes actuales suelen practicar el culto de la New Age pero anteriores generaciones de artistas lo hicieron su meca desde antes de los años 20. Entre muchos otros atractivos, Taos guarda una reliquia célebre: los restos del poeta y novelista inglés D.H. Lawrence. Cada año, decenas de visitantes se acercan a la precaria capilla que conserva la urna funeraria y ni siquiera sospechan que allí posiblemente no haya nada. 0 bien cenizas, sí, pero no humanas. Tampoco es improbable que, en efecto, esos despojos correspondan al mismísimo Lawrence. La ambigüedad del hecho es tan grande que, para confundir aún más el incierto dato, hay quienes aseguran que los auténticos restos del autor de Mujeres enamoradas y El amante de lady Chatterley siguen estando donde estuvieron desde el principio, en el pequeño cementerio francés de Vence, sobre el Mediterráneo, lugar donde murió Lawrence en marzo de 1930. La historia de esas cenizas (honradas, trasladadas, olvidadas, litigadas) se parece demasiado a una farsa urdida una noche de copas.
David Herbert Lawrence escribió el primer borrador de su novela El amante de lady Chatterley en un par de semanas febriles cuando ya no le faltaba tanto para morir. El libro sería, en muchos sentidos, su verdadero testamento y el clamoroso heraldo de su fama póstuma, aunque debido a esas crueles ironías del destino sus derechos de venta terminarían protegiendo la vejez del que fuera amante de su mujer y más tarde su tercer marido, el capitán italiano Angelo Ravagli. Por entonces, D.H. Lawrence tenía cuarenta y dos años (había nacido en 1885) y la salud totalmente minada, pero se destacaba como uno de los escritores ingleses más notables de su generación y tanto su obra como su vida privada eran frecuente motivo de agitadas polémicas y escandalosas habladurías.
Por distintas razones, a las que él no era del todo ajeno, su persona suscitaba adhesiones espontáneas, sobre todo por parte de las mujeres, o provocaba enemistades furiosas, tanto por parte de las mujeres como por parte de los hombres. Del mismo modo, su obra era exaltada con unción o denostada sin la menor piedad. Un tercer grupo la ignoraba como si jamás hubiese existido, estrategia de todas maneras bastante inútil frente a una suma de catorce novelas, más de una docena de libros de cuentos, un número similar de volúmenes de viajes y ensayos, cientos de artículos periodísticos y una colección de poemas que se encuentran entre los mejores de la lengua inglesa de este siglo. Y todo eso cuando el autor no había cumplido todavía cuarenta años.
Desde luego, pocas cosas hay más malignas que la vida literaria y sus "sectas" de vanidades y perfidias competitivas, tanto en Inglaterra como en Buenos Aires o en cualquier otra parte, y seguramente en todas las épocas, pero es cierto también que Lawrence contribuyó a atizar el fuego en su contra. Su originalidad trascendió el ámbito exclusivo de la obra para marcar un comportamiento extravagante y arbitrario y, en gran parte, "políticamente" antibritánico, si bien sería un poco difícil encontrar una personalidad más típicamente británica que la suya.
Pero hay que admitir que no era de fácil trato y que solía difundir en torno suyo una atmósfera de crispación, sobre todo cuando lo acompañaba su mujer, la no menos discutible Frieda von Richthofen. Y ella rara vez dejaba de acompañarlo. Según testimonios de fuentes diversas e incluso antagónicas, Frieda era sencillamente exasperante, salvo cuando un hombre le llegaba al corazón (los hombres le llegaban al corazón con extrema facilidad y frecuencia), pero entonces exasperaba a sus rivales, o enloquecía directamente a su marido.
De un modo u otro, y aun en medio de circunstancias "normales", el juego que ambos ponían a disposición del público era lisa y llanamente lo que los franceses llaman jeu de massacre , comprometiendo a medio mundo en sus trifulcas matrimoniales.
Es preciso decir que a pesar de sus numerosos arrebatos sexuales, Frieda jamás dejó de amar a Lawrence, por el que había abandonado a su primer marido inglés y a sus tres hijos en 1912, cargando con una reputación sumamente incómoda, por decir lo menos. Reputación que empeoró peligrosamente cuando, durante la Primera Guerra Mundial, los servicios de inteligencia británicos imaginaron que, siendo ella alemana como era, podía no estar lejos de espiar a favor del Kaiser: imputación injusta que involucraba automáticamente al propio Lawrence, el cual, entre otras cosas, hacía cuanto estaba a su alcance para evitar que se pusiera en evidencia su tuberculosis, una enfermedad satanizada en las primeras décadas de este siglo. En 1914, por cierto, los Lawrence tenían suficientes motivos para comportarse como dos paranoicos y para zarpar cuanto antes de Inglaterra.
El exilio definió la existencia y la obra de D.H. Lawrence tanto como lo hicieron la tuberculosis, inútilmente enmascarada y descuidada de todo tratamiento, y su propia mujer. La fatalidad, en parte voluntaria, de vivir siempre mudándose, abandonando países y buscando otros nuevos que convinieran a su salud y a su imaginación, dio a su vida una sobrecarga de intensidad. Lawrence detestaba las grandes ciudades, "tan poco naturales", y sólo toleró residir un breve período en Londres. Su exilio no urbano, opuesto al exilio urbano de Joyce, por ejemplo, refleja su ideológico apego a la naturaleza, exaltada en muchas de sus obras de forma pánica y quizás un tanto roussoniana y candorosa.
Él y Frieda vivieron en la campiña inglesa, en Italia, en Francia, en Mallorca, en Australia, en los Estados Unidos, en Alemania, en Suiza y en México. México, precisamente, los acercó a Taos, donde compraron una casa llamada El Rancho y planearon vivir allí hasta el final de sus vidas. De hecho, Frieda murió no lejos de Taos en 1956, al lado de su pintoresco marido italiano, el capitano Ravagli, que había sido su amante desde 1927, tres años antes de la muerte de Lawrence.
Las circunstancias que rodean la muerte de Lawrence y el destino final de sus restos, circunstancias en las que Ravagli participa especialmente, no dejan de llamar la atención por su carácter escandaloso y digno, si se quiere, de una comedia de humor negro hecha a la medida no tanto de Lawrence como sí de Frieda y sus dislocadas pasiones.
Hasta ahora, nadie contó esos confusos episodios mejor que Brenda Maddox, en su libro The Story of a Marriage , editado en Nueva York en 1994, presumiblemente, la más completa y documentada biografía de D.H. Lawrence que se haya escrito hasta la fecha.
Según los testimonios recogidos por la señora Maddox, D.H. Lawrence fue incinerado en Vence dos días después de su muerte y sus cenizas se depositaron en una urna bajo una losa en el pequeño cementerio de ese departamento de la Costa Azul francesa. Frieda había hecho grabar en la piedra la figura del Ave Fénix, alegoría mitológica venerada por Lawrence, y todo hubiera estado razonablemente bien si a ella no se le hubiese ocurrido trasladar las cenizas a Taos, donde Ravagli, el amante italiano, levantaría una tosca capilla cerca de El Rancho para que allí reposara "il caro Lorenzo", como él lo llamaba.
A juicio de Dorothy Brett, excéntrica amiga británica de los Lawrence, también establecida definitivamente en Taos, y amiga a su vez de otra residente famosa, la pintora Georgia O` Keeffee, la capilla levantada por Angelo Ravagli "es lo más parecido que te puedas imaginar a un baño de estación ferroviaria rural, y lo menos merecedor de un panteísta como fue el querido Lawrence".
Pero los equívocos previos a la construcción de la infortunada capilla son mucho más considerables, y si bien se corresponden con el famoso mausoleo criticado por Brett, vuelven trivial ese comentario. Unos pocos meses después de la muerte de Lawrence, Frieda partió a Taos a fin de organizar su existencia en El Rancho, mientras Ravagli quedaba a cargo del traslado de las cenizas del difunto.
Ravagli estaba casado en Italia y era padre de tres hijos, y no le resultaba sencillo ausentarse medio año y en otro continente con otra mujer. Sin embargo lo hizo, sólo porque Frieda se lo pidió. Nadie negó nunca el misterioso poder de seducción que Frieda ejerció sobre los hombres a lo largo de su vida. Recuerdo que en 1970, en Califomia, tuve la oportunidad de hablar con Emil White, un viejo amigo de Henry Miller que había tratado a Frieda cuando ella estaba ya cerca de cumplir los sesenta años y él era todavía un muchacho. White evocaba a aquella mujer como una auténtica femme fatale , "nacida exclusivamente para el amor". Huxley la definió siempre como una mujer elemental, no en un tono peyorativo sino exaltando su "radiante belleza" de naturaleza solar y el directo apetito de sus sentidos. Curiosamente, las fotos de su madurez desmienten esa impresión que, sin embargo, todos aquellos que la conocieron parecen compartir.
De manera que Ravagli, envuelto en la almibarada red de la Abeja Reina, pasó primero por Vence (esta es, al menos, la versión oficial), tomó las cenizas y las embarcó con él rumbo a Nueva York. En Nueva York se demoró una semana atrapado, por lo que él mismo dijo, en trámites de aduana y aventuras alcohólicas. Por último, abordó el tren hasta Nuevo México, donde debían esperarlo Frieda y la comitiva de amigos para concluir el funeral de Lawrence.
Los extravíos de una urna
La descabellada idea de Frieda consistía en montar una ceremonia piel roja, con indios pueblo o navajos danzando alrededor de una hoguera y algunos mariachis mexicanos cantando lamentaciones junto a la capilla. Nadie fue capaz de decirle que aquello era un poco desopilante, quizá porque cuando ya estaban en Taos advirtieron que faltaba la urna. Ravagli la había olvidado en la estación del ferrocarril, de modo que la comitiva volvió a desandar el camino y al fin recuperaron la bendita urna, pero como se hacía tarde, Frieda entendió que mal no les vendría un refrigerio y organizó de inmediato un tea party que terminó en una especie de borrachera general, y en la refriega volvió a extraviarse el motivo de la celebración y debieron transcurrir horas antes de que un empleado del restaurante la encontrara bajo un montón de ropa.
Treinta años más tarde, cuando ya prácticamente no quedaban testigos ni protagonistas vivos de aquel estrambótico cónclave, el anciano Ravagli, viudo de Frieda y vuelto a casar con su antigua mujer italiana, confesó lo que muchos estudiosos de Lawrence consideran una boutade o la divagación de una mente senil. Lo que hizo Ravagli en Vence, en la primavera de 1930 (y ésta es la versión extraoficial), fue echar las cenizas de Lawrence al viento y llenar la urna con otras obtenidas de madera quemada. Una especie igualmente inverificable pero no desatinada imputa a Ravagli la responsabilidad de haber perdido las cenizas en la semana que se demoró en Nueva York antes de dirigirse a Taos. Sea como fuere, es poco probable que la capilla de Taos guarde los auténticos restos del célebre difunto: el lugar sigue siendo un santuario de peregrinos devotos del escritor inglés, y lo fue sobre todo en los años 60, cuando los motivos poéticos y novelescos de D.H. Lawrence y sus prédicas a favor de la independencia de la mujer, tanto como sus avanzados criterios a favor de un erotismo sin barreras, parecían coincidir espléndidamente con la época.
Pero no pocas personas - entre ellas, la propia hija de Frieda, Barby Weekley Barr (alguna vez enamorada de Lawrence, según su madre); la excéntrica Dorothy Brett; una de sus principales amigas, como fue Mabel Luhan, e incluso la misma O`Keeffee- planearon "asaltar" la capilla y poner en libertad las cenizas del pobre Lawrence, echándolas al viento. No hay pruebas de que lo hicieran pero, de manera enigmática, Dorothy Brett comentó, ya anciana, que hubo un momento en que Lawrence estaba "de muerto como había estado en su vida: en todas partes y en ninguna, en el aire mismo y en el viento". Lo cual posiblemente sea cierto y nada antagónico con los auténticos deseos de Lawrence.
Por Rodolfo Rabanal
Para
La Nacion
- Buenos Aires, 1997